Había pasado el peor fin de semana en la vida de Meléndez y ya era lunes,
al fin. Llegaba a las nueve para ver los pendientes y tener todo listo antes de
que apareciera su patrón, don Bernabé, siempre a las diez en punto, sin falla.
Esa era la rutina de todos los días, cronometrada. Faltaban quince minutos para
las diez, así que a Meléndez le queda un cuarto de hora para saber de qué
tamaño sería el latigazo. Veinte años en la empresa lo hacían conocer
perfectamente todos los gestos del patrón, cada una de sus características como
jefe. Sabía, por ejemplo, de sus estallidos de cólera motivados por minucias,
de su sonrisa ladeada cuando algo le provocaba mucha gracia, de su ceja
izquierda levantada cuando estaba a punto de fulminar con palabras, de su
mirada fija —como perdida— cuando se reconcentraba en una idea perversa. Don
Bernabé era dueño de un emporio dedicado a la construcción de obra civil. Tenía
intereses en muchos otros negocios, pero el que más le interesaba custodiar era
el de la política. Sabía que por allí pasaba gran parte de su éxito, así que
siempre procuraba tener sana la comunicación con los hombres que decidían hacia
dónde iba a parar la inversión pública. Para eso le servía Meléndez: él era el
interlocutor, el hombre de confianza que llevaba los regalos y con frecuencia
cerraba tratos previamente apalabrados. El jefe era implacable con todos y al
parecer sólo tenía miedo a un ser humano: su esposa. Difusos rumores hablaban
de pleitos entre ellos, de secretos y nunca comprobados distanciamientos. Don
Bernabé jamás abordaba el tema. Con todos —y esto incluía a Meléndez— sólo
trataba asuntos de trabajo, como cuando le encargó conseguir el espectáculo
para el aniversario de la empresa. A Meléndez se le ocurrió contratar un
cómico. Esa tarde, don Bernabé llevó a su esposa, una señora fría, de gesto
inflexible. El cómico fue el deleite de todos los trabajadores, pero Meléndez
no despegó la vista de la pareja principal. Los monólogos del cómico trataban
temas conyugales en los que se ridiculizaba por igual al hombre y la mujer, y
todos reían, menos la señora del patrón. Aquello terminó y don Bernabé salió
disparado y sin tomar a su mujer de la mano. Por eso fue el fin de semana más
angustioso en la vida de Meléndez. Pero ya era lunes y esperaba la llegada del
patrón. Lo vio bajar del Mercedes, vio detrás al escolta, vio que se aproximaba
a la oficina. Traía la sonrisa ladeada y la primera frase que soltó fue epifánica:
“Gracias, Meléndez. El cómico fue la cereza del pastel. Lo discutimos y por fin
ella se larga”.