Paco
recordó a su padre y pensó que recordarlo allí era una
confirmación de su buena suerte. Recordó nomás el gesto, la manera
despreocupada de tomar el salero y todo lo demás. No recordó palabras, sólo
aquel gesto seguro, casi insignificante pero denso de fuerza para decir con él
que no pasaba nada, que la tranquilidad sería lo último que perdería. El tipo
que venía a amenazarlo medía casi dos metros y usaba el pelo al rape, como
militar. Era algo blancuzco, como un vikingo o un árbol en otoño. Se había
presentado de golpe en el bar, y casi dio la impresión de que había entrado
luego de tirar una patada a la puerta. Airado, sin intimidarse ante los
parroquianos, preguntó dónde estaba el tal Paco. El cantinero señaló hacia la
mesa del fondo y el monstruo aquel avanzó con el paso firme de quien va directo
a derramar su odio. Traía los puños cerrados y la cabeza como echada para
adelante, ya todo listo para el zafarrancho. ¿Paco?, preguntó seco y miró casi
al mismo tiempo a los tres tipos que bebían cerveza. Paco dijo soy yo y
entonces el animal comenzó con su estallido. No te vi, pero te vio mi vecino y
sé que fuiste tú quien le dio un golpe a mi coche. Tiene quebrada una calavera
y hundido un pedazo del cofre. Es un auto nuevo, dijo, y lo que más me emputa
es que no te hayas hecho responsable del daño. Todo lo decía a gritos, y en
medio de los gritos incrustaba maldiciones que añadían violencia a la
situación, y salivaba. Paco se mantuvo en silencio. Tenía miedo, casi terror,
pero algo le decía que lo mejor era permanecer quieto, no soltar una sola
palabra hasta saber claramente la intención del agresor. Sabía que sí, que tuvo
la culpa del golpe al coche nuevo del grandulón, y que en vez de quedarse a
responder por el perjuicio se había ido sin mirar atrás, pero no dijo nada. El
monstruo repitió la descripción de la escena y exigió el pago inmediato de los
daños. Paco ya sabía qué iba a responder. Le diría al bruto que sabía que al
dar reversa le pegó a algo, pero tenía mucho apuro y pensaba volver luego para
pagar. También sabía que ese día estuvo en la casa del bruto y se vio con su
mujer, y que salió corriendo cuando supo que el monstruo volvía
intempestivamente del viaje. Traía dinero para pagar el daño —un daño menor si
se miraba bien— y entonces recordó a su padre. Sin alterarse, antes de buscar
su billetera en la nalga derecha, se arrojó un poco de sal al envés de la mano
izquierda y se dio un tranquilo, un confiado lengüetazo con sabor a paz.