Ahora le dicen bullying,
tiene un nombre. Antes, cuando fui niño, sólo le decíamos burla o golpe.
Supongo que era lo mismo: un tipo o una tipa sin escrúpulos, más fuertes, más
hábiles y más cínicos, arremetían contra alguien hasta pulverizar su ánimo y
dejarle bien sembrado el terror. Eso fue lo que sentí cuando me tocó la hora de
sufrirlo. Quien me aplicó la tortura fue un niño de ojos achinados al que
apodaban El Meñe, uno de esos babotas que reprueban un año y cuando entran a
otro grupo ya han crecido y se convierten en jefes sólo porque tienen más
centímetros de estatura. Lo detecté de inmediato. Cuando llegué a ese grupo vi
que El Meñe era el hostilizador. A todos, sin excepción, los dominaba con la
pura amenaza de los golpes, de manera que nadie se le insubordinaba. Además, dos
o tres compañeros conformaban para él una guardia pretoriana que en sí misma
era disuasiva. Quien se atreviera a algo con El Meñe podía sufrir, antes que
nada, el ataque de su séquito. Quejarse ante un maestro, denunciar sus métodos
en la dirección, confesar el miedo ante una madre, todo era demasiado riesgoso,
pues si no lograban detenerlo su venganza podía ser inmediata y brutal. Esa
circunstancia permitía que El Meñe y sus secuaces se apoderaran de las
actividades estudiantiles, eran los que pedían cooperaciones y de allí sacaban,
obvio, raja. Yo no lo entendía con claridad, estábamos en secundaria, pero
borrosamente sospechaba que El Meñe sería algo en el futuro, un líder o algo
así. Sólo una vez vi que alguien se le puso enfrente; un compañero muy callado
se le plantó, lo encaró. El Meñe aceptó el desafío y se dieron un tiro afuera
de la escuela. Ganó el que tenía que ganar, por mucho: El Meñe. Tenía además
una costumbre: agarrar un puerquito rotativo. Lo humillaba un mes y luego
pasaba a otro, y a otro y a otro. Cuando tocó mi turno padecí el horror, como
ya dije. Recuerdo que varios días lloré en silencio, pues El Meñe era cruel e
invulnerable. Pasó encima de mí y luego siguió con otro, pero los estragos de
miedo que me dejó duraron mucho tiempo. Todavía en las épocas de mi carrera lo
recordaba, sentía una especie de estremecimiento y un vago deseo de venganza.
Pero, sin darme cuenta, lo olvidé. Creo que la disolución de mi odio era signo
de que el tiempo me sanó. Pero hoy, mientras esperaba el verde en un semáforo,
lo vi con alegría. Era él. Repartía volantes políticos a los conductores, como
candidato. El destino se había vengado por mí y por muchos agraviados: El Meñe
aspiraba a ser diputado por el Partido Verde.