sábado, febrero 02, 2013

El carpintero infinito
















Mucha gente se las arregla para sobrevivir a punta de falacias. No sé cómo, pero sale airosa y va por la vida así nomás, remando malagueña y salerosamente en el encrespado mar de la mentira. Uno se topa a tales personas, entabla relación tenue o estrecha con ellas y pasado un tiempo puede ver el espectáculo casi pirotécnico de su desfachatez. Eso me pasó con un amigo profesor. Lo conocí cuando ambos éramos maestros de la UIA Torreón, allá por 1990. Siempre creí que era un tipo informado, sensible y, sobre todo, solidario. Daba clases de cine y creo que también de filosofía, pero no recuerdo exactamente qué carrera había estudiado, creo, en la UNAM.
Mientras daba clases en la Ibero comenzó a vincularse, caso raro, con el fascinante mundo de la carpintería. Desarrolló tan bien esa habilidad que poco a poco, supongo, la bonanza material que le trajo tal oficio desplazó otras chambas, las académicas. Pasaron los años, y aunque no nos frecuentábamos, de alguna forma yo sabía de él por los amigos comunes que a fuerza uno se topa en este rancho. Supe que mudó su taller una o dos veces, pero jamás investigué exactamente hacia qué puntos de la ciudad lo desplazó.
Así llegó el 2007. En marzo, con un ahorrito disponible entre los sacrificios de todos conocidos, me animé a procurar arreglos a la casa, entre ellos la instalación de una nueva cocina. Coincidió que de casualidad me encontré con el susodicho, y entusiasta, como de costumbre, me dijo que él podía construirla. Le creí porque sé que es capaz de hacerlas muy bien hechas. Tuvimos una cita, tomó medidas con su cinta métrica y me planteó un presupuesto. Recuerdo bien que la cotizó a quince mil pesos. Le pregunté si requería un anticipo y me respondió “con cinco mil basta por ahora”. Se los di así, sin recibo ni nada, pues yo lo consideraba un tipo de confianza. Era marzo de 2007, como ya dije, y me pidió un mes de plazo para llegar con la chingonsísima cocina lista para ser armada en el espacio calculado.
Pasó el mes. Le llamé y con rodeos me pidió un poco más de plazo, otro mes, pues según él tenía mucho trabajo. Acepté. Llegó mayo. Le llamé, y me dijo que estaba a punto de terminarla, que le diera otros quince días. Volví a llamarle y ya no respondió. Pensé en buscarlo, pero, como siempre ocurre, no sé qué trabajo me abrumó. Así se escurrieron dos o tres meses, o más. El caso es que, pasado un tiempo ya absolutamente absurdo, le llamé de nuevo y siguió sin contestarme. Quise buscarlo personalmente, pero no di con nadie que supiera su paradero y su nuevo teléfono.
A mediados de 2008 me lo topé por accidente, en la calle. Lo primero que le pregunté fue lo obvio: ¿y mi cocina? Nunca me enojo en esos trances, menos con alguien a quien considero amigo. O sea, mantengo la ecuanimidad porque quiero conservar, así sea lejana y pese a lo que sea, la amistad, además de que la ira no es buena consejera en tales situaciones. No sé qué me dijo sobre su alejamiento, o algo así, de la carpintería. Lo comprendí, pero le solicité que no fuera mala onda, que al menos me regresara el dinero. Me dijo entonces que andaba pasando una mala racha, pero que sin duda me pagaría luego de cuajar un negocio cuya ganancia estaba cerca. Fue entonces cuando acuñó la frase más desconcertante que he escuchado en trotes de este tipo. Para explicar que me pagaría, enunció esta perla:
—Espérame tantito y te echo la mano con ese dinero.
“Te echo la mano”, así dijo. La frase era tan disparatada que pasó un rato antes de que yo pudiera digerirla. Por supuesto que hasta reí, pues mi amigo, insólitamente, me iba a “echar la mano” con mi propio dinero. De locura.
Es más que lógico, dado que ahora escribo estas palabras, que el dinero no volvió. Los meses siguieron pasando, y creo que ya estábamos en 2010 o 2011 cuando otra vez me lo topé, ahora en la librería El Libro Usado. Nos saludamos, le pregunté por mi plata, y otra vez se hizo bolas con una explicación embustera y jocosona, digna de Cantinflas. Me dijo que no tenía el dinero, pero aclaró que había vuelto a la carpintería y podía sacarme alguna chamba de ese tipo. En ese momento yo necesitaba renovar las puertas interiores de la casa, así que bueno, en un rapto de ingenuidad (o pendejez, ya sé que ustedes están pensando eso), le compartí esa necesidad. Con mentiroso entusiasmo dijo que sí, que iría a tomar medidas y etcétera. Nos despedimos y nunca me visitó, así que hice las puertas con otro carpintero.
De esa forma llegamos a diciembre de 2012. De casualidad coincidimos como espectadores en una obra de teatro. Al salir del Teatro Martínez platicamos y preguntó que qué se me ofrecía. Ya desahuciado, le dije que ahora necesitaba tres libreros. Se apuntó para trabajar en ellos durante diciembre. Ya ni siquiera le dije de qué tipo ni nada. Le llamé a principios de enero de 2013, y me dijo que no había elaborado nada, pero que tenía unos libreros ya hechos, suyos, y que me los cedía restaurados del color que yo quisiera. Fui a verlos y sí, estaban muy bien armados, macizos, pero su color no me gustó. Quedamos en que los pintaría y me los llevaría en quince días. Le llamé pasado ese tiempo y no los tuvo. Me pidió una semana más. Se la di. No cumplió. Me pidió una semana más. Se la di. No cumplió. Le llamé hoy sábado 2 de la Candelaria. No contestó otra vez y aquí, con este desahogo cómico-mágico-artesanal, termino la historia sobre la cocina, las puertas y los libreros invisibles que me hizo el carpintero infinito, el más extraño mentiroso que he conocido jamás.