Hace
algunos días fui a las diez de la noche a los Funerales Serna de la avenida Juárez, en Torreón, para asistir a un velorio. Al llegar
me sumé al duelo y luego salí a charlar con dos amigos que coincidieron conmigo
en el trance de mostrar su solidaridad a los dolientes. La conversación con
ellos fue larga, tanto que se prolongó hasta la una de la madrugada. Al fin nos
despedimos y tomé mi coche para regresar a casa.
En
el camino, casi frente al Museo Regional, iba en dirección oriente-poniente y
vi que las torretas de una patrulla relumbraron en sentido opuesto. Suelo
conducir despacio por varias razones: porque mi coche ya no da para andar mamoneando
con altas velocidades, porque temo a los accidentes provocados no tanto por mí
sino por otros y porque en la noche hay que manejar a ritmo de 1920 si no
queremos exponernos al tormento de las infracciones. Así lo hice. Imprimí una
velocidad exageradamente moderada y doblé por la Cuauhtémoc. A la altura de la
Allende, el rojo del semáforo me frenó. Esperé el verde y seguí hasta torcer en
la Escobedo. Fue allí cuando a lo lejos divisé, vía retrovisor, la misma
torreta rojiazul o tal vez otra. Seguí mi ruta y en la Comonfort, poco antes de
mi último viraje a la izquierda, la patrulla se colocó detrás y accionó su
claxon. En vez de detenerme, seguí a la misma tranquila velocidad y la patrulla
me siguió hasta que llegué a casa, bajé del coche y me apronté a entrar.
El
agente me alcanzó. “Por qué no se detuvo, le hicimos la seña”, dijo. Fingí
desconcierto: “¿A mí, y por qué razón?”, respondí. “¿Por qué venía usando el
celular?”, añadió. Le expliqué varias cosas: que venía a velocidad muy
moderada, que no me volé ningún rojo, que no atropellé a nadie, que no bebí
alcohol, que traía placas, que traía licencia, que traía todos mis faros
encendidos y que esa noche (podían comprobarlo si me esculcaban y hurgaban en
mi coche) había olvidado el celular en casa, lo que era cierto. Así pues, no me
detuve porque no me sentí culpable de nada. “De todos modos debió detenerse”,
replicó. Al final el agente, o los agentes, pues eran dos, se fueron cuando los
invité a que junto conmigo detuviéramos en la esquina todos los coches que,
pese a las evidencias de orden, fueran sospechosos de alguna falta. No
quisieron hacerlo, claro, pues proceder así los obligaba a detener a medio
Torreón.