Muchos creen que sujetos
como Javier Duarte son lo peor entre lo peor, la crema y la nata de la
malignidad, pero se equivocan. Duarte es
a lo mucho un delincuente grotesco, frontal, burdo en el más evidente de los sentidos.
Sus fechorías comenzaron a cobrar notoriedad inmediatamente después de asumir
como gobernador de Veracruz, y hoy ha sido convertido en chivo expiatorio
funcional a las innumerables simulaciones del sistema que lo prohijó.
Los verdaderos malos de
la peli no son como Duarte. Son, esto me queda claro, como Emilio Gamboa,
Carlos Romero, Gerardo Ruiz Esparza o Miguel Ángel Yunes, actual gobernador de
Veracruz. Estos son tan hábiles que no sólo no reciben castigo, sino que siguen
brincoteando de cargo en cargo. Yunes, como sabemos, estuvo en el Issste
durante el gobierno de Calderón, y ya instalado allí convirtió en botín ese
instituto que hoy padece, como todas las instituciones públicas dedicadas a la
salud en México, un abandono que amenaza por dejar en la indefensión o en la
semindefensión a miles de pacientes.
Por razones familiares
tuve esta semana que apersonarme varias horas en el benemérito edificio de la
Donato Guerra y Allende, en Torreón. Fue inaugurado en noviembre de 1964, según
consta en la placa que cita el nombre de Adolfo López Mateos, a quien sólo le
quedaba un mes de vida como presidente para luego ceder la silla al facho Díaz
Ordaz.
El edificio, no debo
decirlo, es desde hace mucho insuficiente para el hormiguero de personas que
por cualquier razón y a diario lo deambulan. Lejos de recibir una atención de
calidad, lo que vi fue un vía crucis múltiple. A simple vista se nota la
mayoritaria presencia de señoras, como si las mujeres fueran las únicas
preocupadas por su salud. Todas improvisan conversaciones trágicas mientras esperan:
que les recetan pero que no hay medicinas, que las consultas sin esporádicas y brevísimas,
que deben hacer campamentos de un día cuando les toca hacer algún trámite, que
sus enfermedades siguen avanzando…
De veras puedo entender a
médicos, a enfermeras y demás trabajadores: su lucha hacen para que la atención
no truene y se venga a pique. Lo que me parece lamentable es saber que hace
treinta o cuarenta años tuvimos uno de los mejores servicios públicos de salud
y lo hemos ido perdiendo hasta llegar a esto: el infierno tan temido de buscar
socorro en instituciones cada vez más enfermas.