En
la vida de hoy es difícil que quepa algo más dentro de una jornada estándar de
trabajo. Hagamos lo que hagamos, el mundo contemporáneo deja hoy la impresión
de ser absorbente, tiránico a veces. Esa impresión tengo, al menos, cuando me
invitan a algo más, lo que sea: ¿y a qué hora lo atiendo?, me pregunto. No
quiero imaginar siquiera la agenda de alguien importante o famoso: supongo que
ha de ser el infierno.
Ya
retirado de su vida profesional formal, mi amigo David Lagmaovich siguió
haciendo adobes. Trabajaba mucho, infatigablemente, y en una carta de enero de
2008 me dio sin querer una clave de su método: “… soy partidario de no dedicar jornadas íntegras a nada, sino
ir intercalando actividades (compatibles entre sí, claro). Al no tener un
empleo, puedo usar mi tiempo dándole a las tareas la forma que prefiero; en
otros casos esto no es posible, sino que hay que aprovechar el tiempo que queda
libre. De modo que trato de escribir algo, pero también reviso algo que escribí
últimamente, leo alguna cosa ‘profesional’, alterno todo eso con un poco de
lectura para esparcimiento, y así. La música está siempre presente, pero por lo
general no le dedico un tiempo exclusivo (curiosamente), sino que escucho
música en la computadora, que es donde más estoy: discos compactos y buenas
estaciones de radio por internet. Y así voy pasando los días. (…) En todo este panorama, sólo lamento que no he
podido todavía articular un buen plan para escuchar música, es decir,
escucharla activamente, no como fondo; pero lo que pasa es que esta disciplina
es una amante demasiado exigente, que no se conforma con ratos aislados sino
que pretende un monopolio total, o casi total”.
Un secreto de la felicidad en el trabajo puede
estar, entonces, en el pespunteo de una actividad a otra, en saber combinar lo
obligatorio con lo placentero en cuotas razonablemente armónicas, y eso hago.
Frente al semestre académico que ha arrancado en
estos días, veo un panorama que apiña como muégano una cantidad enorme de
actividades. Vislumbrada como bulto, esa imagen casi me atemoriza, pues da la
impresión de ser un muro inatravesable. Pero no, de agosto a diciembre hay
cinco meses para distribuir todos los afanes, y esto incluye la atención de los
afectos y el encuentro con alguno que otro divertimento. Al final no quedará
tiempo sin aprovechar, pues el presente de casi todos se vive hoy así: a tope.