La
pregunta no era infrecuente: ¿cuál es el mejor diccionario, profe? Dije “era” porque
en estos días ya no lo es, a casi nadie le preocupan en serio los diccionarios.
Mi respuesta era la misma y la sostengo hasta la fecha: el mejor diccionario es
muchos diccionarios. En efecto, desde muy joven noté que un diccionario era
insuficiente para atrapar, como en una sola redada (esta palabra significa
lanzar la red), todos los peces verbales, de suerte que al Diccionario Usual de Larousse de la carrera añadí el Pequeño…, el Porrúa en el que hallé muchos mexicanismos bien definidos, el de la
RAE en seis tomos y varios más especializados (en sociología, política,
filosofía…) del FCE y otros como el de español-latín, español-náhuatl,
modismos, lunfardo y demás curiosidades. Mis dos joyas en esta materia son el Tesoro de la lengua castellana o española,
de Sebastián de Covarrubias, y el de la Academia Española en su tercera
edición, el libro más viejo que tengo (1791).
Esta
breve enumeración puede dar una idea aproximada de todo el papel que puede
convocar una cierta obsesión por los diccionarios. Todos, a su modo, sirven
para el propósito de aproximarnos a un significado general o preciso, antiguo o
actual. Pues bien, las enciclopedias, muchos manuales y otros libros llamados
“de referencia”, como los diccionarios, han pasado, o están pasando, a mejor
vida. Internet, dada su capacidad para actualizar de inmediato cualquier
información, ha fulminado al papel, lo ha convertido en una cháchara de la cual
se puede prescindir con cierta facilidad si uno tiene, digamos, un teléfono
celular.
Por
ello Ignacio Bosque, lingüista y académico de la RAE, ha señalado
que “se han conseguido muchos logros en los diccionarios
digitales: contamos hoy con un gran número de recursos en línea, entre ellos
diccionarios multilingües (…) de ayuda a la traducción y la redacción. Se
construyen nuevos multidiccionarios que añaden otras muchas posibilidades, como
conjugaciones, citas, refranes, ideas afines…”, e incluso habla del orden
alfabético —tal vez el recurso más caro en el diccionario impreso— como “una servidumbre del papel”, dado que ahora las búsquedas se
pueden hacer como sabemos: escribiendo lo que necesitamos precisamente en un
“buscador”.
No
echaré mis diccionarios al tambo. Me gustan y los aprecio, pero es un hecho que
cada vez que los miro percibo en sus espaldas muchas tristes puñaladas de muerte.