En
la edición de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2017 asistí a una
conferencia de Sergio Fajardo, el colombiano que había modificado la manera de
enfocar la lucha contra el narcotráfico en pandemonios como Medellín. Al acto
asistió Enrique Alfaro en calidad de alcalde, pero ya en campaña para ser
gobernador de Jalisco. El político mexicano trató allí de lucirse, muy seguro
de sí mismo en la ilusa autoconstrucción de su imagen de político moderno.
El
auditorio, por la fama de Fajardo o quizá por el acarreo alfarista, estaba a
reventar, como se dice en la crónica deportiva. Lejos, creo, nos encontrábamos
de imaginar que en el mandato como gobernador de aquel joven calvo, fortachón y
lenguaraz se asentaría, entre otras aberraciones, un campo de entrenamiento y
exterminio como el rancho Izaguirre.
Al
ver imágenes del sitio es imposible no pensar en perversas colusiones entre la delincuencia
y el poder político. El rancho no tiene un metro cuadrado de extensión, sino
que es un predio amplio y muy visible en un lugar de escasa vegetación. No
detectarlo o no saber ni pizca de las monstruosidades que allí se perpetraban
revela inaudito contubernio o crasa ineptitud de las autoridades por supuesto
no sólo estatales en este caso, sino también federales e incluso municipales.
Tres
sexenios llevamos sin abatir los índices de violencia cuyo mayor escándalo
está, por supuesto, en la gráfica de las desapariciones, el horror en el
horror, el horror al cuadrado. Los tres partidos políticos mayoritarios del
país pueden repartirse la criminal irresponsabilidad, pero no lo harán, pues
eso sería como reconocer un fracaso que nadie quiere asumir como estigma de su
gestión y puerta de entrada a causas penales como la de García Luna. Más allá
de distribuir culpas y muy utópicos castigos, la urgencia está en detener por
fin la expansión del infierno, que se viabilicen medidas técnicas de
inteligencia, búsqueda, captura y sanción efectiva de delincuentes, ya no la
permanente politización de las inculpaciones mutuas.
No aceptar el fracaso de todas las medidas para acabar con el crimen organizado es una salida asimismo criminal, y andar el camino de la declaración analgésica es echar más combustible al fuego de la inseguridad.