Como
lector frecuente de libros viejos y ya inhallables en muchos casos, me he
topado con páginas por supuesto olvidadas y aún meritorias. Es el caso de Lope-Calderón y Shakaspeare. Comparación de
dos estilos dramáticos (Ediciones Teatro Clásico de México, 1969), título
de Álvaro Custodio, escritor español exiliado en México de 1944 a 1973. Había
nacido en Écija, Andalucía, hacia 1914, y murió en 1992 cerca de Madrid. Tengo
además un ensayo suyo en el que analiza el corrido mexicano, que me intrigó
cuando lo leí. Se dedicó principalmente a la escritura teatral y al guion
cinematográfico, aunque también dejó una novela y numerosos ensayos.
De
este último género, el dedicado a los dos clásicos españoles y al inglés, que
recién leí, le sirve para destacar los rasgos más salientes de sus obras y
además para observar las circunstancias históricas en las que fueron escritas.
En cuanto a calidad, se inclina por Shakaspeare, lo que no es tan raro en
muchos expertos del arte teatral. En uno de los pasajes dice lo siguiente, y es
aquí en donde quiero detenerme. “Lope no tiene una comedia que pueda caracterizar
su enorme producción; según Menéndez Pelayo ‘habiéndolo intentado todo y
habiendo dejado en todas partes impresa su garra de león, rara vez logró
perfección suma: a su ingenio, a fuerza de tener extensión, le faltó
profundidad’”.
Las
palabras de Menéndez y Pelayo citadas por Custodio se parecen a una afirmación
que he leído en otros lados. Encierran una amenaza para el escritor, ya que lo
fuerzan a crear alguna obra, al menos una, con la cual se le pueda identificar.
De no hacerlo, una producción grande pero sin ese parteaguas corre el albur de
ser ninguneada por la posteridad.
Tan
falso esto no es, y a las pruebas podemos remitirnos con algunas creaturas
salientes en medio de una producción abundante: El Quijote, Los Miserables, Los hermanos Karamazov, Madame Bovary, La
metamorfosis, Pedro Páramo, Cien años de soledad son libros que se
confunden con el nombre de sus autores, tanto como si en ellos hubiera quedado
una impronta imposible de superar por los mismos creadores en otras obras de su
hechura.
Supongo que urdir ese libro no es fácil. Más: supongo que para alcanzar una cumbre así ni siquiera es posible la premeditación. El genio no se propone obras maestras; simplemente las ejecuta y el tiempo decide si alguna cuajó en eso o no cuajó. Obviamente lo segundo ocurre con muchísima mayor frecuencia.