En
uno de sus prólogos, Borges escribió esto: “Quiero dejar escrita una confesión,
que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un
hombre les ocurren a todos”. A algo parecido aspira lo que leeré a continuación.
Como
sabemos, hace poco estuvo en Torreón el escritor cubano Leonardo Padura.
Presentó Ir a La Habana, su más
reciente libro, un recorrido por su íntima, por su visceral convivencia con la
capital de la isla. En algún momento de la presentación se destacó que Padura no
entiende su cubanía a partir del himno, de la bandera y otros símbolos
intangibles, sino a partir de su casa, de su barrio, de los amigos con los que
jugó beisbol y discurrió su vida. Esta idea, claro, me recordó “Alta traición”,
tal vez el más célebre poema de José Emilio Pacheco:
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
ciertas gentes,
puertos, bosques de pinos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia
montañas
(y tres o cuatro ríos)
¿Qué
significa esto? Simplemente que amar a la patria en términos tan generales es
una especie de embuste, pues “Su fulgor abstracto es inasible”. Pacheco propone
entonces que es prudente aterrizar el amor a la patria en realidades más concretas,
en “diez lugares”, en “ciertas gentes”, en “tres o cuatro ríos”, es decir, en
aquello que uno alcanza no sólo a conocer, sino a vivir de manera entrañable, cotidiana.
Más o menos esta misma es la noción que palpita en toda la “Suave patria” de
López Velarde: no cantar a lo abstracto, sino a lo inmediato, al “relámpago
verde de los loros”, al “santo olor de la panadería” o al “paraíso de
compotas”.
Asimismo,
en mi dimensión lagunera la “alta traición” que puedo cometer se debe a una
casa de Gómez Palacio y otra de Torreón, a un río huérfano de agua, dos o tres
parques, una escuela secundaria, una esquina de barrio, algunas librerías, una
universidad, varias cafeterías, todos mis afectos familiares, cinco o seis
amigos y por supuesto un teatro, el Isauro Martínez, institución que es parte
de mi vida desde un momento ubicado entre 1983 y 1984. ¿De dónde saco esta
fecha? Para mí es simple. Hacia 1982 empecé la carrera, y un año después tuve como
profesor a Saúl Rosales, quien desde el D. F. había retornado hacía poco a
Torreón. Saúl estableció vínculos laborales con el Iscytac (la escuela donde lo
conocí), el diario La Opinión y el Teatro
Martínez. En cierta ocasión, lo recuerdo bien, por algún asunto me pidió que lo
buscara en las oficinas del teatro que ya tenían entrada por la calle Galeana.
Creo que fue la primera vez que ingresé aquí. Las oficinas estaban en construcción
o remodelación, inconclusas, sin acabados, pero ya habían sido habilitadas para
sus trabajadores administrativos. Aquella también fue la primera vez que vi de
lejos a Sonia Salum, primera directora del teatro.
A
partir de allí, sin quererlo, yendo y viniendo al paso de los meses y los años,
comenzó una relación de cercanía con el teatro que hasta la fecha se mantiene y
se me aparece en forma de imágenes, de nombres propios, de anécdotas que
justifican mi querencia. Por supuesto, en mis frecuentes visitas vi la
terminación de las oficinas, luego la construcción del llamado “anexo del TIM”
que hoy es la Galería de Arte Contemporáneo y el gradual y sostenido
remozamiento de todos los rincones del teatro salvado casi milagrosamente de la
muerte en los setenta, cuando era un cine decadente, tan estropeado como
sórdido. Tras su rescate y primera etapa de restauración, allá por el 88 me
presenté en el foyer por primera vez en una lectura colectiva tras la que se
sucedieron otras hasta que alcancé el mayor de los privilegios: presentar mi
primer libro en 1990, hace 35 años, a los 25 de mi edad, en el escenario donde hoy
leo estas palabras.
En
ese largo tramo de historia conocí y traté con variable proximidad a su
personal (aquí trabajaron un tiempo Gilberto Prado y Saúl Rosales, dos de mis
más grandes amigos). Trabé contacto, insisto que en distinto grado de
colaboración, con sus directoras, la ya mencionada Sonia Salum, Márgara Garza,
Laura Eraña, Claudia Máynez, Lourdes Bernal y ahora Cecilia Cansino, y desde
2017 tengo con el teatro una relación profesional de trabajo gracias a la
coordinación de los espacios del café y el taller literarios.
Una
lista necesariamente incompleta de las personalidades que he visto y escuchado
aquí puede dar idea del valor que el TIM tiene como escenario de actividades en
este caso literarias (todas, por cierto, gratuitas). En el recinto que hoy
festejamos vi a todos o casi todos los escritores laguneros con producción
desde 1985 a la fecha, y entre los foráneos a Fernando del Paso, Carlos
Monsiváis, José Agustín, Luisa Valenzuela, Felipe Garrido, Luis Alberto de
Cuenca, Juan Domingo Argüelles, Sabina Berman, Arturo Azuela, Emmanuel Carballo,
Beatriz Espejo, Cristina Rivera Garza, Óscar de la Borbolla, Juan Gelman, Fernando
Vallejo, Ignacio Padilla, Martín Solares, Jorge Valdés, Roberto Bardini, Fernanda
Melchor y Marcial Fernández, entre muchos otros. Vi también, por supuesto,
numerosas obras teatrales, como las encabezadas por Ignacio López Tarso, Germán
Robles, Ofelia Guilmáin, Diego Luna y Ofelia Medina.
En
algunos casos tengo incluso anécdotas. Por ejemplo, cuando vino Fernando del
Paso, el narrador estaba en la cumbre de la fama pues no hacía mucho había
publicado Noticias del imperio, su
novela-monstruo. Muchos laguneros llenamos el espacio y al final, en la sesión
de preguntas, un colega escritor, desesperado, casi a gritos imploró al maestro
que ayudara a la literatura lagunera: “¡Ayúdenos, maestro Del Paso!”, le rogó.
Recuerdo que escritor hizo notar que se sentía como candidato a gobernador en
campaña. Otra anécdota se dio con Ofelia Medina. Yo era director de cultura en
Torreón y el área presentaría en el TIM un monólogo de la actriz. En la mañana
del ensayo vine a saludarla como una deferencia y en ese momento no sé qué pasó
que se requería un técnico más en el área de iluminación o audio. Ofelia no lo
dudó y me pidió que entrara a la sala de controles para que yo apoyara bajando
y subiendo unas palanquitas. La última anécdota que contaré aquí es la que se
dio con Diego Luna, quien venía a exponer también un monólogo. Uno de los
coorganizadores del gobierno estatal me dijo que el actor necesitaba, como parte
de su utilería para la escena, una máquina de escribir no descompuesta. Me
preguntó que si yo tenía una, le respondí que sí, y prometió devolvérmela
apenas terminara la representación. Vine a ver la obra, vi que Luna tecleaba en
mi máquina con preocupante furia, y al final creo pasaron dos años para que el
funcionario y yo nos coordináramos hasta ver de regreso la Olympia que todavía
conservo, por suerte no descompuesta.
En
suma, la relación que uno tiene con las cosas y con los espacios es lo que
afianza el cariño, diría incluso que el amor. Me podrán decir que el
Metropolitan de Nueva York o La Scala de Milán son más grandes, famosos y
bonitos, pero más allá del respeto que uno puede tener por esos iconos de la
cultura mundial, a mí me concierne y me emociona el Teatro Martínez. Junto a su
fachada, sus muros interiores, sus butacas, su escenario, sus luces y sus
murales he pasado muchas horas felices de mi vida y es aquí, en este recinto,
donde mi emoción calza a la medida, donde me siento en casa, bienvenido
siempre.
Aquí
he visto y escuchado además a la Camerata de Coahuila, el Festival de la
Canción de la Esperanza, la Banda Municipal, espectáculos de baile
diversificado en ballet, tango, folclor y jazz; obras de teatro locales, el Festival
internacional de piano, recitales de academias como los organizados por la
maestra Mariana Chabukiani, conferencias, exposiciones, informes de gobierno y
el Festival de la Palabra, entre muchísimas otras actividades. Además, cómo no
voy a considerar que el teatro es mi casa si aquí, en este escenario, vi bailar
ballet a mis hijas cuando tenían menos de diez años y tomaban clases en la Academia
Nijinsky.
El
Teatro Isauro Martínez es, en suma, un sitio que me atañe de manera honda y es
parte esencial de mi laguneridad, y
supongo que muchos podrán adherir al sentimiento que he compartido. Celebro por
ello su nonagésimo quinto aniversario, y más celebro que haya sido rescatado de
la barbarie y que actualmente goce de muy buena salud arquitectónica y
administrativa, garantía de que este tesoro artístico, patrimonio de los
laguneros, nos sobrevivirá, llegará fácil a su centenario y nunca más estará en
riesgo de usos denigrantes o, lo que es mucho peor, de demolición.
Muchas gracias por escucharme y larga vida a este teatro que tanto nos enorgullece.
Nota. Texto leído el 5 de marzo de 2025 en la sala principal del Teatro Isauro Martínez. Compartí mesa con la doctora Laura Orellana Trinidad.