sábado, agosto 13, 2022

Estilo sonriente

 











A la palabra “estilo” le sucede lo mismo que a “calidad”: aunque debería servir para designar un estado bueno o malo, tiende en el habla a identificar sólo lo bueno: “Producto de calidad” (¿de calidad qué, buena, regular o mala?), “Tiene estilo” (¿estilo qué, bueno, regular o malo, clásico o barroco, formal o informal?). Su uso se ha inclinado a ser útil en el espacio de lo estético: en el arte siempre destacamos “un estilo” como sinónimo de orientación o tendencia, y más allá de este espacio también se emplea para identificar lo bello en otros rubros: “Es un auto con estilo”, “El decorado de su oficina tiene estilo”, sin que sepamos con claridad qué significa esto. En literatura, alguien que se preocupa mucho por el cuidado de la forma, como Arreola, es llamado “estilista”. O era llamado, pues del ámbito de la escritura pasó, con fórceps, al de la alta peluquería: quienes cortan el pelo en “salones” o “¡estéticas!” distinguieron su trabajo de los peluqueros talachones y se hicieron llamar “estilistas”, lo que pudrió esta palabra.

“Estilo” proviene del latín “stilus”, que significa “punzón”, instrumento de metal terminado en punta espatulada que servía para incidir en una tablilla usada como cuaderno con superficie de cera. Si se cometía un error o se quería eliminar (tabula rasa) todo lo escrito, se usaba el extremo chato del estilo. De escribir con el punzón la idea fue pasando a escribir bien, bellamente, y de allí su semántica se desplazó hasta designar todo aquello que tuviera rasgos hermosos y definidos, creadores de “estilo”.

Bueno, todo lo ya dicho sirve como preámbulo de un rasgo que me asaltó al releer La palabra mágica (ERA, México, 1983, 119 pp.) libro de ensayos de Augusto Monterroso (Tegucigalpa, 1921-México, 2003). ¿Qué estilo tiene?, pensé mientras leía, y así como podemos decir, no sin simplismo y arbitrariedad, que el de Carpentier es un estilo barroco; el de Paz, poético; el de Reyes, clásico; y el de Cortázar, oral, me animo a señalar que el de Monterroso es un estilo sonriente.

Si una marca destaca en su escritura es esta: al avanzar por sus renglones es viable percibir que detrás de cada afirmación se esconde la expresión de un rostro autoral en el que no declina una sonrisa algo giocondesca. Ni en el ensayo, género que suponemos serio, el también autor de La oveja negra y demás fábulas incurre en la solemnidad, como si la suya fuera una lucha sin armisticio posible contra el tono grave. Por supuesto que hay momentos de su escritura que fuerzan una mirada un tanto solemne, pero es claro que la índole, el natural de Monterroso jala en el sentido ya destacado.

La palabra mágica es una “edición espacial”, así la llama ERA en su colofón, diseñada por Vicente Rojo, uno de los fundadores de la editorial. Es un libro-objeto hermoso, lleno de variantes tipográficas, ilustraciones y cambios de tinta, lúdico, un recipiente grato para escanciar la prosa sonriente de Monterroso, como en el pasaje —con el cual termino— donde comenta la invitación que le hizo Vargas Llosa para que escribiera sobre “su” dictador: “Pero la verdad es que el tema me dio miedo, miedo de meterme en el personaje, como inevitablemente hubiera sucedido, y de empezar con la tontería de buscar en su infancia, en sus posible insomnios y en sus miedos y en terminar ‘comprendiéndolo’ y teniéndole lástima; y así (…) renuncié a trabajar en un Somoza al que como juez me hubiera gustado mandar fusilar pero que como escritor hubiera llegado a presentar en toda su indefensión y miseria, y cobardemente renuncié al proyecto, y pocos días después de recibida la carta le contesté a Mario Vargas Llosa que no, que muchas gracias”.