martes, agosto 09, 2022

Iscytac, hace cuarenta

 











Este 9 de agosto de 2022 ha caído en martes. Hace cuarenta años, el 9 de agosto de 1982, cayó en lunes, y ese día comencé, junto con varios compañeros, mi carrera profesional, la de comunicólogo, en el Instituto Superior de Ciencia y Tecnología, A.C., hoy extinto. Meses antes, cuando estaba en las semanas finales de la prepa, vivía la indecisión de no saber en dónde iba a estudiar. Sabía que debía ser una carrera de humanidades, y ya para entonces abrazaba el secreto propósito de que fuera la licenciatura en Letras. Lamentablemente, La Laguna no tenía, ni tiene aún, una licenciatura pública o privada de aquella disciplina, y como los recursos familiares no daban para convertirme en estudiante foráneo, decidí sin remedio que debía estudiar aquí, en mi tierra. Conseguí no sé cómo un folleto con el programa de la carrera de comunicación (exactamente Licenciatura en Ciencias de la Información) impartida en el Iscytac, y vi con sorpresa que tenía varias materias de literatura y periodismo distribuidas durante los primeros cuatro o cinco semestres. Esto fue suficiente para que no me asomara a explorar una opción que recién se abría en La Laguna, ya que la Ibero Torreón comenzó su labor educativa en agosto del 82.

Me inscribí entonces en el Iscytac y aquel lunes tomé las primeras clases junto a mis nuevos compañeros. Si no recuerdo mal, las autoridades de la Asociación Civil que regía los destinos del Instituto cambió de sede para aquel semestre. Todavía en mayo desarrollaba sus trabajos en el bello edificio principal del Francés de La Laguna, en la colonia Bellavista de Gómez Palacio. Para agosto, se había mudado todo hacia el área que ocupaba el kínder del mismo Francés, un espacio improvisado y convertido de golpe en conato de universidad. Recuerdo que la mayor evidencia de su pasado inmediato como jardín de niños estaba en los tableros de básquet: dado que habían servido para niños muy pequeños, los aros estaban a dos metros de altura y esto nos permitía clavar el balón como si jugáramos en la NBA.

Mientras avanzaban las clases, el Iscytac fue mejorando sus aulas y oficinas. Es un decir, pues todo iba quedando hacinado, “hechizo” (como decimos en México), sin un estilo mínimamente definido. Tan pequeña era la zona correspondiente a la universidad que algunas actividades debían desarrollarse fuera del campus (campus también es un decir). Por ejemplo, los talleres de televisión, radio y fotografía estaban en un chalet que muy pronto bautizamos como “la casa de los monstruos”, un recinto ideal para filmar la segunda parte de El exorcista.

Lo curioso, sospecho, es que jamás nos quejamos por la precariedad de las instalaciones. Creo que naturalizamos su estrechez, nos acostumbramos a ellas y, de hecho, puede que tuvieran una ventaja: como convivíamos en un espacio muy limitado, casi de vecindad pedroinfantesca, todos los alumnos de todas las carreras interactuábamos durante toda la mañana, y así tejimos vínculos de amistad interdisciplinarios e intergeneracionales.

Mi memoria no es la mejor, pero tampoco es deplorable. Recuerdo bien que las clases eran buenas en general, que los maestros le ponían ganas a su trabajo de enseñanza, que el personal administrativo atendía bien y que en general se respiraba un ambiente sano, muy sano pese a que en ocasiones podían fumar diez personas simultáneamente en un salón, incluido el profesor. Y ya que hablo de profes, recuerdo especialmente a tres: Saúl Rosales, quien hasta la fecha sigue siendo mi maestro y amigo; Francisco Amparán, quien murió en 2010, y Jesús Jáuregui, quien nos dio la materia de fotografía durante los ocho semestres que duró la carrera.

Sin excluir querencia y respeto por otros compañeros y otras compañeras, mi amistad se estrechó particularmente con dos cuates encontrados en el Iscytac: Saúl Vargas y Adrián Valencia. También con Ramón Guevara, pero él dejó la carrera casi a la mitad y migró a Arizona, donde continúa su ya larga radicación gringa. A Saúl Vargas lo perdí de vista, pero a Adrián no; lo veo dos o tres veces al año y por él siento un afecto de hermano y un cariño que extiendo a toda su familia.

Cuarenta años, en suma, han pasado desde aquel 9 de agosto de 1982. Si estas cuatro décadas se miran fríamente, ya forman una vida. Felicidades a mis compañeras y compañeros.  Ojalá que podamos llegar al cierre de la quinta década y, por qué no, reunirnos ya cerca del ocaso, como dijo el poeta.