El título de este apunte parafrasea el de una obra muy famosa en la Argentina; nomás le hago, pues, un leve cambio, el del sustantivo, al título del libro El hombre que está solo y espera, del maestro Raúl Scalabrini Ortiz. Ese libro es un clásico de la literatura argentina, y a mi apresurado juicio es algo así como El laberinto de la soledad de los porteños. No sé si exagero, pero es un título bellísimo pese a su sencillez: El hombre que está solo y espera. ¿Por qué me gusta, por qué me emociona ese puñadito de palabras? Veo tanto allí, imagino tanto allí. Para empezar, el peso de la vida en el lomo del ser humano. Todos somos un poco, o un mucho, eso: hombres que estamos solos y esperamos. Y tenemos tan escasa información sobre todo esto: no sabemos bien a bien por qué o para qué somos, por qué o para qué estamos solos y qué demonios estamos esperando. El hombre, la soledad y la esperanza: carajo, esa parece ser la vida, y sólo un observador, un gran observador como Scalabrini Ortiz, puede condensar tanto en tan pocas y tan sencillas palabras.
Aunque
los mexicanos en general no tenemos la visión desolada e introspectiva de los
porteños, su flanco, digamos, existencial, hay un cuadro que, creo, puede
asimilarse al título de Scalabrini Ortiz, al sentido profundo de su mirada
sobre el habitante de Buenos Aires. El cuadro es “El fílder del destino”, del
pintor y dibujante Abel Quezada (Monterrey, 1920-Cuernavaca, 1991). No digo
nada si digo que el maestro Quezada fue lo que ya sabemos: uno de los más
importantes cartonistas que ha tenido jamás nuestro país. Por el estilo de su
trazo y de su humor, ambos inconfundibles, Quezada pasó a convertirse, como
Gabriel Vargas, como Chava Flores, como José Alfredo, como el Piporro, como
Cri-Cri y algunos cuantos más, en traductor y caja resonante de nuestra idiosincrasia.
Su fuerte estuvo en el periodismo, pero dejó una obra más que digna en el
terreno de la pintura. De una web tomo estas palabras que, me parece, dan idea
de la idea que él mismo tenía sobre su trabajo con el pincel y el lienzo:
El título de este libro [Los
tiempos perdidos] se debe a que yo sólo
pinto en “tiempos perdidos”, los fines de semana. Soy pintor aficionado, “sunday
painter” como se dice en inglés.
Pinto solamente como una forma de descansar cambiando de actividad. No tengo ninguna pretensión académica ni económica. Nunca he expuesto mis cuadros (…)
La mayoría son producto de mi imaginación, pero otros son resultado de apuntes que hice durante viajes, en bares y restaurantes, en aviones, vestíbulos de hoteles, en cafés, en cualquier parte donde tuviera a mano un papel y un lápiz.
Me gustaría tener el tiempo para poder pintar todo lo que he dibujado. Me hubiera gustado aprender a pintar desde mucho antes, desde muy joven, y tener un recuerdo de tantas cosas que vi.
Es curioso, pero habiendo yo sido un dibujante profesional toda mi vida, he sido también, desde que empecé a pintar, un pintor vergonzante. Hasta hace poco tiempo solamente mi familia había visto mis cuadros y unos cuantos de mis amigos sabían de mi afición dominical. Contados de ellos me han visto pintar. Yo no lo decía nadie, porque pintar es muy distinto a dibujar, aunque parezca lo contrario.
Mi dibujo profesional fue siempre la caricatura, el trazo con burla. En la caricatura se adquiere un estilo, una forma de hacer las líneas. Cuando un caricaturista intenta pintar es muy difícil quitarse los vicios que ha adquirido dibujando. Para mí esto ha sido imposible. En muchos de mis cuadros se ve una tendencia a hacer cabezas desproporcionadamente grandes en comparación a sus cuerpos, cosa que en la caricatura resulta bien. Se nota una incapacidad para la perspectiva, pues la falta de ésta no perjudica, sino favorece la caricatura.
Pinto solamente como una forma de descansar cambiando de actividad. No tengo ninguna pretensión académica ni económica. Nunca he expuesto mis cuadros (…)
La mayoría son producto de mi imaginación, pero otros son resultado de apuntes que hice durante viajes, en bares y restaurantes, en aviones, vestíbulos de hoteles, en cafés, en cualquier parte donde tuviera a mano un papel y un lápiz.
Me gustaría tener el tiempo para poder pintar todo lo que he dibujado. Me hubiera gustado aprender a pintar desde mucho antes, desde muy joven, y tener un recuerdo de tantas cosas que vi.
Es curioso, pero habiendo yo sido un dibujante profesional toda mi vida, he sido también, desde que empecé a pintar, un pintor vergonzante. Hasta hace poco tiempo solamente mi familia había visto mis cuadros y unos cuantos de mis amigos sabían de mi afición dominical. Contados de ellos me han visto pintar. Yo no lo decía nadie, porque pintar es muy distinto a dibujar, aunque parezca lo contrario.
Mi dibujo profesional fue siempre la caricatura, el trazo con burla. En la caricatura se adquiere un estilo, una forma de hacer las líneas. Cuando un caricaturista intenta pintar es muy difícil quitarse los vicios que ha adquirido dibujando. Para mí esto ha sido imposible. En muchos de mis cuadros se ve una tendencia a hacer cabezas desproporcionadamente grandes en comparación a sus cuerpos, cosa que en la caricatura resulta bien. Se nota una incapacidad para la perspectiva, pues la falta de ésta no perjudica, sino favorece la caricatura.
Poco
se puede agregar a la severidad autocrítica de esta opinión. Sólo diré que,
pese al dictamen que Abel Quezada hizo sobre la pintura de Abel Quezada, me
atrevería a contradecirlo si estuviera vivo. Su pintura me gusta tanto como sus
dibujos precisamente porque las telas conservan, con el agregado del color, la
frescura de su inconfundible espontaneísmo infantil. De hecho, gracias al color
hay una vida que los dibujos del periódico no tienen, y eso, como me ocurre con
coloristas aniñados como el genial Miró, me alegra la pupila.
De
los cuadros de Quezada hay uno que no sólo es mi favorito entre los que le
conozco, sino entre todos los que figuran en la hipotética galería de mi alma: “El
fílder del destino”. Me gusta por supuesto su título, el uso del sustantivo “fílder”
que puede parecer intruso a la poesía insinuada en el complemento “del destino”.
Fílder, una palabra del argot beisbolero y ya castellanizada de fielder a fílder, tan aparentemente humilde, desacraliza desde allí el
asunto, baja lo trascendente, de manera literal, al terreno de juego, o sube lo
popular al cielo de lo espiritual. Es, lo sentí así desde que conocí ese
hermoso título, un gran gran nombre para una obra de arte.
Aparte
de su nombre, hay varios detalles que atrapan mi atención como si fueran un guante de beisbol. Su composición clásica,
para empezar: dos masas de color, una azul y otra verde, dominan el cuadro. El césped
atraviesa toda la línea áurea inferior y forma el horizonte: a partir de allí,
inmenso, se abre un cielo amenazante, cerrado por nubarrones. Exactamente en la
zona áurea inferior izquierda, un minúsculo ser habita el todo: es nuestro
fílder, nuestro humilde fílder. La ausencia de otros elementos refleja la
soledad absoluta del pelotero, y su mirada al cielo y su guantecito abajo, no
en posición de cachar, reflejan una tremenda desesperanza, algo así como la
poca fe que ya tiene en su destino. Por eso mismo digo que es el fílder que
está solo y espera con la mirada lo que de alguna manera sabe que ya no llegará
a su guante.
Es,
por todo y pese a la palabra fílder
en el título y el estilo caricatural del dibujo, un cuadro conmovedor, la prueba,
para mí, de que cualquier motivo puede gotear arte si sabemos, como Abel Quezada y su pelotero, hallar el modo preciso de batear la esférica.