jueves, diciembre 31, 2020

Eternas gracias

 








¿Cómo hizo mi madre para tener siete hijos y no perder la serenidad? ¿Ocultaba y disimulaba bien el estrés o realmente se mantenía tranquila? Por supuesto que a veces se enojaba, pero era por hechos nimios, cuando nos hacía un pequeño encargo (“Tiende tu cama”, “Lava esos dos platos”) y no le hacíamos caso. Nunca, que yo recuerde, me transmitió una sensación de inseguridad. Aunque jamás hubo de más, siempre se las arregló para que tuviéramos lo básico: el alimento, la ropa, la escuela… Si algo me comunicó, creo, fue siempre la certeza de que lo indispensable jamás nos faltaría mientras ella estuviera allí.

Como la vida, le debo la fortuna de haber atravesado una carrera universitaria. Ella me inició en el proceso de estudiar cuando de su mano me llevó al kínder. Es un día que jamás he olvidado: en agosto de 1970 llegamos al “Jardín de Niños Pdte. López Mateos” de la colonia Santa Rosa, en Gómez Palacio; yo tenía seis años, y me dejó allí, metido en un aula junto a muchos niños y dos educadoras. Cuando se dio la vuelta y salió, recuerdo que corrí a alcanzarla, gritando y llorando, pero me detuvieron e, impotente, vi que mi madre se alejaba. De inmediato me tranquilizaron y allí comenzó mi peregrinaje escolar.

Salí del kínder público, luego pasé a la primaria, la secundaria y la preparatoria también públicas, donde fui, como lo he dicho siempre, sin vergüenza, un estudiante menos que mediocre. Digamos que era mal alumno, pero como sucede con algunos beisbolistas, sabía pegar de hit a la hora buena. Y así sobreviví sin reprobar ningún año hasta que llegó el momento de elegir carrera y universidad.

Por razones que omito describir, opté por comunicación, una carrera que en su menú incluía muchas materias de literatura. Lamentablemente, esa carrera era ofrecida en La Laguna por una escuela privada y, a su modo, inaccesible para la economía familiar y más para mi madre, quien en casa era la encargada de administrar todo lo relacionado con nuestras escuelas. Tras conversarlo con ella, me alentó, agarré valor y fui a la universidad. Hablé con la directora de la carrera, le mostré mi papeleta de prepa, y no muy convencida vio mi promedio de 8.5. Por suerte, la boleta mostraba sólo el promedio total, y ella no podía saber que en el camino había aprobado once materias en exámenes extraordinarios. La directora me oyó y entendió que en realidad me interesaba la carrera, así que me abrió la puerta desde la primera entrevista. Pero había un problema no menor: el dinero. Pagar la colegiatura completa me resultaba imposible. Dudó un poco, mencionó de nuevo mi promedio y al final dijo que me otorgaría un 20% de beca. Creo que le caí bien.

Volví feliz a casa, y le di a mamá el notición: fui aceptado y me dieron una beca. Ella preguntó: “¿Y cuánto hay que pagar con ese 20% menos?”. Compartí la cifra y, tranquila, respondió: “Creo que es muy alta”. Ella echaba cuentas en su cabeza, y de alguna forma sumaba y restaba lo necesario para sacarme a flote sin descuidar a sus otros seis hijos.

Volví con la directora, me disculpé y le dije que no podría estudiar porque la colegiatura seguía siendo elevada. Sin más, agrandó la beca: 40%. Fui con mi madre, hicimos cuentas y la cosa seguía mal. Volví con la directora, le di las gracias, y subió la beca a 60%. Regresé con mi madre (tomaba dos camiones para ir de un lado al otro, hacía una hora de viaje), y lo mismo: imposible. La directora, al verme entrar de nuevo a su oficina, se anticipó y dijo: “80%”. Tras compartir el nuevo porcentaje con mi madre, hicimos cuentas y dijo “Sí, eso sí se puede”, y así fue como entré a la carrera.

Consciente de lo que significaba, y orgullosa también, mi madre estuvo discretamente atenta a mis necesidades de estudiante universitario. Jamás dejó de estar pendiente de la colegiatura y, entre otras herramientas, me compró la hermosa cámara Pentax K1000 para los ocho semestres que duró la clase de fotografía con el profe Jáuregui. En ese tiempo comencé a comprar libros como loco, y recuerdo que cada vez que me veía llegar decía, alegre pero fingiendo resignación: “Ay, tú y tus libros”.

Le debo tanto a mamá que siempre me quedo corto al recordar sus hazañas familiares.

Hoy, 31 de diciembre de 2020, cumpliría 90 años. Felicidades y eternas gracias, ma.