Juan Sasturain, el gran Juan Sasturain, ha afirmado que tiene un sueño terco y lo ha expuesto así: “El único sueño recurrente que me acompañó por mucho tiempo era apenas una situación futbolera, una jugada inconclusa: venía un centro alto y pasado desde la derecha y yo entraba libre del otro lado para definir. El sueño se suspende ahí, en la duda de darle de primera y de volea con una zurda inepta con el riesgo de mandarla a los caños (o de hacer el gol memorable) o en bajarla, buscar otro perfil, asegurar el destino y, tal vez, perder la oportunidad”.
Cuando leí eso noté que nos pasa algo similar a muchos ex jugadores que no pasamos el perímetro de la mediocridad cascarera. Yo no tengo un sueño pertinaz, pero sí una visión conciente y reiterada; se da en cualquier lugar, a cualquier hora. Digamos que estoy en la banca de un parque o en una sala de espera; para alejar las preocupaciones que me estresan mi mente comienza a trazar un mapa del terreno: veo los árboles, las puertas, los pasillos y de golpe imagino una situación de tiro libre, imagino un balón en el piso e imagino cómo debo perfilarme y patear para colocarlo en el ángulo de un árbol y su rama o en el de una puerta.
No sé si los psicólogos tienen un nombre para eso que jamás me abandona (supongo que es una evasión): golpear una pelota, sacar un chanflazo, librar una barrera y perforar un ángulo. No es un sueño, sino un acto racional, quizá un tenaz sedimento de las épocas en las que disparaba con el balón real para que hiciera combas y pegara en una portería pintada en la pared de un rústico patio gomezpalatino, el de mi casa.
El único logro público que alcancé con todo ese entrenamiento se dio en la Expo-Feria de Gómez hace como diez años. En un pabellón comercial de Lala había una portería dibujada en una amplia lona de vinil impreso con publicidad. La lona tenía, colocados en los ángulos superiores e inferiores, cuatro hoyos con diámetros apenas más grandes que un balón. Una enorme fila de hombres esperaba su turno para patear un penal y clavarlo en cualquiera de los ángulos, eso mientras dos edecanes con licra ad hoc animaban bailadoras al lado de una mesa con regalos. Yo iba con mi esposa y le dije que se me antojaba probar suerte. Aceptó esperarme, me formé y poco después de mí también se formó mi único testigo imparcial: el arquitecto Fernando Máynez, primo de mi amigo Alfredo Ídem. La fila avanzó y nadie logró anotar. Llegó mi turno y como durante la espera calculé que mi tiro iría al ángulo inferior izquierdo, así lo hice y anoté limpiamente. La gente aplaudió y una edecán me dio el premio consistente en un pinchurriento frasquito de yugurt para beber. No me importó la miseria del usufructo, pues yo estaba íntimamente feliz por mi gol, por la eficacia del entrenamiento con el que me había “mentalizado” (qué neologismo éste, señoras y señores) para anotar aquel pepinillo y demostrar que mi vida sí tenía sentido.
Hasta allí el relato de esa obsesión. Paso ahora a contar un sueño que espero no se convierta en testarudo fantasma. Lo viví durante la madrugada del lunes. En él, un sujeto con mi cara juega con la selección y enfrenta a la Argentina en un mundial. El juego lo dominan ellos hasta el minuto 25, pero luego hay una jugada confusa donde rebota un balón y un compañero me habilita cuando estoy metro y medio en fuera de lugar. Pese a ello, cometo el error de cabecear, la bola entra a la portería y el árbitro apunta al centro de la cancha. Los argentinos reclaman, pero el juez decreta gol. Entonces ocurre algo extrañísimo en el sueño: turbado, confundido, como soñando en el sueño, corro hacia el árbitro y le digo que no fue gol legítimo, que yo estaba en fuera de lugar. Las cámaras captan el instante, los argentinos presionan y se apoyan en mi dicho para que el silbante cambie la decisión. Al fin lo hace, anula el gol y entonces mis compañeros me reclaman. Algo como una iluminación me dice que hice lo correcto, pero dudo. El debate se abre y las repeticiones de mi aclaración al árbitro se ven en todas partes. Declaro que fue un acto intuitivo, pero lo aprovecho para decir que si bien México tiene fama de ser un país corrupto, todavía quedamos quienes deseamos demostrar lo contrario. Pese a la descalificación que obtenemos al final, soy tomado como ejemplo de fair play. Aquí se deshace mi sueño dentro del sueño, y cuando vuelvo a la realidad, es decir, al primer envase de esa matrioska de sueños, estoy festejando mi gol en fuera de lugar mientras los argentinos manotean iracundos frente al árbitro y el abanderado. Concluyo que también los sueños dentro de los sueños, sueños son.
Cuando leí eso noté que nos pasa algo similar a muchos ex jugadores que no pasamos el perímetro de la mediocridad cascarera. Yo no tengo un sueño pertinaz, pero sí una visión conciente y reiterada; se da en cualquier lugar, a cualquier hora. Digamos que estoy en la banca de un parque o en una sala de espera; para alejar las preocupaciones que me estresan mi mente comienza a trazar un mapa del terreno: veo los árboles, las puertas, los pasillos y de golpe imagino una situación de tiro libre, imagino un balón en el piso e imagino cómo debo perfilarme y patear para colocarlo en el ángulo de un árbol y su rama o en el de una puerta.
No sé si los psicólogos tienen un nombre para eso que jamás me abandona (supongo que es una evasión): golpear una pelota, sacar un chanflazo, librar una barrera y perforar un ángulo. No es un sueño, sino un acto racional, quizá un tenaz sedimento de las épocas en las que disparaba con el balón real para que hiciera combas y pegara en una portería pintada en la pared de un rústico patio gomezpalatino, el de mi casa.
El único logro público que alcancé con todo ese entrenamiento se dio en la Expo-Feria de Gómez hace como diez años. En un pabellón comercial de Lala había una portería dibujada en una amplia lona de vinil impreso con publicidad. La lona tenía, colocados en los ángulos superiores e inferiores, cuatro hoyos con diámetros apenas más grandes que un balón. Una enorme fila de hombres esperaba su turno para patear un penal y clavarlo en cualquiera de los ángulos, eso mientras dos edecanes con licra ad hoc animaban bailadoras al lado de una mesa con regalos. Yo iba con mi esposa y le dije que se me antojaba probar suerte. Aceptó esperarme, me formé y poco después de mí también se formó mi único testigo imparcial: el arquitecto Fernando Máynez, primo de mi amigo Alfredo Ídem. La fila avanzó y nadie logró anotar. Llegó mi turno y como durante la espera calculé que mi tiro iría al ángulo inferior izquierdo, así lo hice y anoté limpiamente. La gente aplaudió y una edecán me dio el premio consistente en un pinchurriento frasquito de yugurt para beber. No me importó la miseria del usufructo, pues yo estaba íntimamente feliz por mi gol, por la eficacia del entrenamiento con el que me había “mentalizado” (qué neologismo éste, señoras y señores) para anotar aquel pepinillo y demostrar que mi vida sí tenía sentido.
Hasta allí el relato de esa obsesión. Paso ahora a contar un sueño que espero no se convierta en testarudo fantasma. Lo viví durante la madrugada del lunes. En él, un sujeto con mi cara juega con la selección y enfrenta a la Argentina en un mundial. El juego lo dominan ellos hasta el minuto 25, pero luego hay una jugada confusa donde rebota un balón y un compañero me habilita cuando estoy metro y medio en fuera de lugar. Pese a ello, cometo el error de cabecear, la bola entra a la portería y el árbitro apunta al centro de la cancha. Los argentinos reclaman, pero el juez decreta gol. Entonces ocurre algo extrañísimo en el sueño: turbado, confundido, como soñando en el sueño, corro hacia el árbitro y le digo que no fue gol legítimo, que yo estaba en fuera de lugar. Las cámaras captan el instante, los argentinos presionan y se apoyan en mi dicho para que el silbante cambie la decisión. Al fin lo hace, anula el gol y entonces mis compañeros me reclaman. Algo como una iluminación me dice que hice lo correcto, pero dudo. El debate se abre y las repeticiones de mi aclaración al árbitro se ven en todas partes. Declaro que fue un acto intuitivo, pero lo aprovecho para decir que si bien México tiene fama de ser un país corrupto, todavía quedamos quienes deseamos demostrar lo contrario. Pese a la descalificación que obtenemos al final, soy tomado como ejemplo de fair play. Aquí se deshace mi sueño dentro del sueño, y cuando vuelvo a la realidad, es decir, al primer envase de esa matrioska de sueños, estoy festejando mi gol en fuera de lugar mientras los argentinos manotean iracundos frente al árbitro y el abanderado. Concluyo que también los sueños dentro de los sueños, sueños son.