Leo
la cronología preparada sobre Cervantes en un libro que por ahora no viene al
caso mencionar, y quedo una vez más aturdido ante los vericuetos por los que
debió atravesar el más grande escritor de nuestra lengua antes de llegar a la
composición de su obra cumbre y no cumbre. Si me pidieran una sola palabra para
resumir toda su andanza, diría ésta: odisea. Y sí, su vida fue una odisea tan
agitada y agobiante que apenas es posible creer que en medio de tan incómodas
peripecias el Manco fue capaz de crear lo que creó. Si no fuera porque es
cierta, la suya parece una cronología fantástica, el itinerario de un ser
salido de la imaginación de un fabulador que nos quiere ver la cara.
Ya
desde pequeño comenzó su trashumancia. Había nacido, como sabemos, en el
ombligo de España, en Alcalá de Henares, hacia 1547. En 1551 su familia pasó a
Valladolid, donde los huesos de su padre recalaron en la cárcel, un hábito,
como se vio luego, que también bullía en el ADN de Miguel. Bajo el sol
vallisoletano llega a 1566, cuando pasa a radicar en Madrid. Allí le ocurren
dos hechos significativos: publica por primera vez (unos poemas que no ha
celebrado la posteridad) y cae en prisión por un altercado (diríamos hoy “de
nota roja”) cuya víctima fue un tal Antonio Sigura. Según la cronología, este
desaguisado pudo ser la causa de su salida de una península para deambular en
otra, la italiana, donde arreció una movilidad que no halló sosiego durante
décadas, puede decirse que hasta su muerte.
Sin
reposo, ajeno a las comodidades del business class o de los hoteles
contratados por internet, un poco por culpa de su voluntad y otro poco por la
mano invisible del azar, Cervantes erró por Roma, Palermo, Milán, Florencia, Venecia,
Parma, Ferrara; participó en el combate de Lepanto, luego en otros por zonas de
la costa africana como Corfú, Bizerta y Túnez; cuando desea regresar a España lo
toman cautivo y llega a su célebre confinamiento en Argel. Tras un lustro de
prisión, es rescatado, vuelve a España y sigue allí su errancia; viaja a
Lisboa; se casa; en Sevilla cae preso y ya para no marear más el periplo, llega
a Madrid siempre a los tumbos, sin saber cuál iba a ser su siguiente derrota (“derrota”
en ambos sentidos de la palabra).
En
todo aquel trajín, como pudo se las arregló para leer y aprender en los libros
que se le atravesaban, y es de suponer que debió obligarse a la comprensión
inmediata de lo leído, pues no tendría luego la oportunidad de revisitar las
mismas páginas. Más importante fue su lectura de la vida: en sus viajes
mediterráneos se las vio con todo género de personas, de todas las calidades,
condiciones y estados, desde el sujeto prominente al desvalido, desde el lúcido
al imbécil. Todos le enseñaron a conocer la entreverada naturaleza humana,
tanto que en su cautiverio argelino concibió la idea de escribir la historia
del caballero andante y de toda la caterva de personajes que en su historia se
congregan.
Para
los parámetros de su época y aún de la nuestra, Cervantes fue longevo: vivió
casi setenta años. Podemos decir que en los primeros cincuenta, entre caídas y quebrantos
más que entre ascensos y caricias, aprendió lo necesario para trabar en sus
últimos veinte años —que tampoco fueron mullidos— la obra que lo haría aterrizar
en la inmortalidad.
¿Cómo pudo ser que este hombre desventurado, apaleado, ninguneado, molido en el trapiche de una existencia errabunda y tortuosa, haya podido escribir lo que escribió? Su cronología basta para advertir que es un milagro, y que, contra lo que se piensa, la mejor obra de Cervantes fue Cervantes.