Como dije en junio, sigo desde hace
cinco o seis años el trabajo de Ricardo Ragendorfer, periodista nacido en La
Paz, Bolivia, pero hecho en Argentina y un poco —al arrancar su carrera— en
México. La primera nota que de él leí trataba sobre un ladrón o algo así, no
recuerdo, publicada en la revista Caras y
Caretas. No recuerdo, insisto, el tema preciso de aquel texto, pero sí (incluso
con claridad) el grato impacto que me produjo el tono, el tratamiento que
Ragendorfer da a los hechos generados en el mundo de la delincuencia.
Había en aquella prosa un no sé qué distante y zumbón, la mirada cuidadosamente
desenfadada (si se me permite el oxímoron) de un redactor de noticias
policiales ya curtido para los asombros ante el amplio océano de la ruindad
humana. Desde entonces, desde hace cinco o seis años, como digo, no me perdí
cuanto artículo, crónica o testimonio que de RR encontré a merced en internet.
Sin sospecharlo, algo sabía ya sobre el
Patán, apodo de Ragendorfer tal vez
debido a su voz ronca y encigarrada, como la risa del perro célebre por los
dibujos animados. “Zippo”, acaso el cuento más famoso de Guillermo Saccomanno,
tiene como protagonista a cierto periodista boliviano que, entre otros hechos
insólitos, en su infancia fue cargado en brazos nada menos que por el nazi Klaus
Barbie, mejor conocido como El Carnicero
de Lyon, quien ya para los cincuenta residía en Bolivia con la tranquilidad
de un jubilado. Quizá desde ese momento y sin quererlo, Ragendorfer se
acostumbró a tratar de tú, sin hacer gestos, con monstruos y monstruosidades de
la más variada envergadura, como lo evidencia su largo paso por periódicos y
revistas en los que ha trabajado casi exclusivamente con lo policial y lo delictivo,
sea del fuero común o del otro, más peligroso: el fuero institucional o
político.
Una derivación no menos importante
de su labor como reportero es visible en su también amplio trabajo como autor
de libros. En su producción destacan títulos como el clásico La Bonaerense (escrito junto a Carlos
Dutil), La secta del gatillo, Historias a
pura sangre, La maldición de Salsipuedes y Los doblados. Esta
especialización lo ha llevado asimismo a laburar
en medios audiovisuales, donde co-guionó el film El bonaerense dirigido
por Pablo Trapero, o donde colaboró en el documental Parapolicial negro. Uno de sus aportes más recientes en este rubro
es el documental Presidio. Experimento Ushuaia, sobre la cárcel del fin del fin del fin del mundo que albergó,
entre otras personalidades, al Petiso Orejudo, flor y espejo de asesino que en
su momento hizo las delicias de la escuela lombrosiana, esa seudociencia de lo criminal
que podía dictar cadenas perpetuas por el delito de portación de cara.
De 2017 es El otoño de los genocidas (Punto de Encuentro, Buenos Aires, 151
pp.), una “Antología de crónicas periodísticas 2008-2017”. La compilación, lo
afirmo desde ya, es muy valiosa porque nos permite echar un vistazo a veinte
actores importantísimos del pasado inmediato argentino, todos ellos
caracterizados, en diferentes medidas, por carecer de misericordia a la hora de
relacionarse con enemigos políticos.
Ragendorfer trata en el siglo XXI con/sobre
genocidas setenteros, es decir, con tipos cuyas apariencias ya no son las de
milicos o agentes de zahúrdas parapoliciales, sino de abuelitos enternecedores.
A todos los investiga, de todos saca trapos no sucios, sino inmundos, y a todos
los busca incluso hasta entablar con ellos charlas en salas hogareñas bien
provistas de galletitas y café. La galería de criminales políticos se engalana
con la presencia de algunos pesos pesados como Emilio Massera y Albano
Harguindeguy, pero no se detiene sólo en estos habitués de los trabajos sobre
la memoria. Aborda a otros sujetos menos conocidos pero no por ello menos
vocados para el arte de torturar y desaparecer. Nombres, cifras, fechas,
lugares, nada escapa a la labor detectivesca del Patán, de suerte que en cada pieza es reconstruido el contexto en
el que actuaron aquellos “vidriosos” (el adjetivo es suyo) personajes y, por
ello, el tamaño de sus culpas históricas. Puro campeón en materia de
estropicios lesivos para la humanidad, en suma.
Hablé al principio del tono de RR.
En El otoño de los genocidas lo
confirmo. Sin renunciar al rigor de sus investigaciones, lo que en todos los
casos conlleva una denuncia a la barbarie perpetrada desde el Estado, el autor
habilita cierto humor negro frecuente en la literatura policial, pero no tanto
en la crónica periodística. El humor, la ironía, el pincelazo sarcástico, sirven siempre para subrayar la malditez sin orillas de los sujetos descritos. Traigo
algunos ejemplos. Al hablar sobre Julio Alberto Cirino, dice: “En 1976 publicó
el libro Argentina frente a la guerra
marxista. En sus páginas aconsejaba algunas sutilezas, como ‘combatir a la
subversión con fusilamientos in situ’”;
al hablar sobre un secuestrado, apunta: “A manera de saludo, Combal recibió un
culatazo en el rostro”; cuando se refiere al represor Héctor Pedro Vergez,
señala: “Después pasó a La Perla, donde asistió a la etapa más fructífera de su
carrera comandando secuestros, interrogatorios y ejecuciones”; y al tratar
sobre el obispo Manuel Menéndez, observa que era “un sujeto cuya posición
ideológica lo situaba a la derecha de Atila”. Por supuesto, este mínimo
entresacamiento de frases no es el libro de Ragendorfer, pero como ingrediente
sí constituye uno de sus atractivos. Lo fundamental, reitero, es el torrente
de datos duros que aporta para que nos hagamos una idea, lo más precisa posible,
sobre las andanzas de varios sujetos que ejercieron el terrorismo de Estado y
llegaron a sus respectivos otoños, muchos de ellos, sin el castigo que
merecían. El otoño de los genocidas es,
por esto, un libro que suma a la memoria y al imperativo permanente de cerrar
el paso a la impunidad, tenga la edad que tenga.