Si uno no es un tremendo lector, pero al menos es un lector
“correcto” (el adjetivo lo tomo de Fontanarrosa), guarda un registro mental
con imágenes muy sintéticas de los libros que ha leído; en ocasiones esa idea
es difusa y sobrevive como un recuerdo condensado en una frase, en una página,
en un pasaje... Así, he olvidado la mayor parte de mis libros favoritos de
Arreola, pero ignoro por qué no se han nublado en mi memoria algunos de sus
relatos. Algo tienen, por ejemplo, “El rinoceronte”, “La jirafa”, “El ajolote”,
“Teoría de Dulcinea”, “Los bienes ajenos” y muchos otros que se me aparecen
como dechados de brevedad y los retengo íntegros, como quien retiene un soneto
o una décima. O su “Homenaje a Otto Weininger”, un diamante puro que si bien es
una pizca de palabras (187 en cinco párrafos cortos), acusa una rotundidad que
lo hace inolvidable. El “Homenaje…” es éste:
Al rayo del sol, la sarna es
insoportable. Me quedaré aquí en la sombra, al pie de este muro que amenaza
derrumbarse.
Como buen romántico, la vida se me
fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió
laberintos que no llevaron a ninguna parte. Ni siquiera al callejón sin salida
donde soñaba atraparla. Todavía hoy, con la nariz carcomida, reconstruí uno de
esos itinerarios absurdos en los que ella iba dejando, aquí y allá, sus
perfumadas tarjetas de visita.
No he vuelto a verla. Estoy casi
ciego por la pitaña. Pero de vez en cuando vienen los malintencionados a
decirme que en este o en aquel arrabal anda volcando embelesada los tachos de
basura, pegándose con perros grandes, desproporcionados.
Siento entonces la ilusión de una
rabia y quiero morder al primero que pase y entregarme a las brigadas
sanitarias. O arrojarme en mitad de la calle a cualquier fuerza aplastante.
(Algunas noches, por cumplir, ladro a la luna.)
Y me quedo aquí, roñoso. Con mi lomo
de lija. Al pie de este muro cuya frescura socavo lentamente. Rascándome,
rascándome…
Así parezca o sea una peligrosa
simplificación de mi parte, creo que este texto es Arreola explica a Arreola, constituye
el mester de su trabajo. Parece una pieza inofensiva, sin mayor jiribilla, pero
exhibe de un plumazo una de las mayores catástrofes de la vida humana: el
desamor y la decrepitud. El perro es apenas un perro, el mejor pretexto para
hablar del hombre al que se le escurre la vida luchando por el amor sin
conseguirlo. Y más todavía, “Homenaje…” trata del pobre diablo al que el amor
de su vida se le pasea por delante y lo maltrata con el látigo de su desprecio,
valga el lugar común.
Arreola dice como de pasada (nada acontece “de pasada” en sus
textos) que el perro actúa “como buen romántico”. Esa es su fatalidad, vivir
atado a un no correspondido anhelo de compañía que paulatinamente se ve
devorado por el olvido. La sarna y la pitaña merman las facultades del perro y
no sólo eso: su entorno inmediato, el muro, amaga con venirse abajo. En ese
estado, la rabia se convierte en un mal deseable (“Siento entonces la ilusión
de una rabia…”), y más aún: ser encarcelado o morir por atropellamiento. No es
necesario saber quién fue Weininger, el filósofo homenajeado en este relato.
Basta saber que todo déficit de amor puede activar una bomba de autodesprecio y
veloz acabamiento.