Disculpen el tema. Leí hace poco Sobre el amor y la muerte (Seix Barral, Barcelona, 2005), de
Patrick Süskind. Aunque es un ensayo breve, un objeto formateado como libro de
pasta dura gracias a las artes de la edición y del estiramiento, sin duda contiene
una reflexión encantadora sobre dos realidades humanas de enorme peso. Aunque
es muy difícil, del amor es posible escapar; de la muerte, pues no. Buenas
reflexiones, en resumen, nos comparte el autor de El perfume, quien por cierto, pese a su fama mundial, tiene un
registro de fotos y videos casi nulo en internet. Él así lo decidió: “Los
periodistas y críticos literarios no intentaron localizarlo [por su cumpleaños
setenta], pues ya sabían que el autor de El
perfume no concede entrevistas, rechaza cualquier tipo de correspondencia, evita
las apariciones públicas y únicamente permite la
distribución de dos fotografías fechadas en 1985 y 1992” (diario El Confidencial, 2019).
En una de las páginas del mentado ensayo, el alemán puntualiza
que, a diferencia del tema amoroso, hay otros asuntos olímpicamente proscritos
de la literatura: “Sin embargo, ¿no ocurre lo mismo con la respiración, la
comida y bebida, la digestión y la defecación? ¿Por qué, me preguntaba con
frecuencia de niño, la gente no va nunca al retrete en las novelas? Tampoco en
los cuentos de hadas ni en la ópera, ni en el teatro, el cine y las artes
plásticas. Una de las actividades más importantes, ocasionalmente más urgentes,
incluso vitales del hombre no aparece en el arte. En cambio, éste se ocupa, una
y otra vez, y con infinito detalle y variación, de los placeres y penas del
amor, y de todos sus preámbulos y variantes, a los que, como se creía en otro
tiempo, se podía renunciar por completo. ¿Por qué no ha habido en la historia
de la Humanidad un culto al excremento, pero sí al pecho femenino, la vagina o
el falo? La idea, aunque un tanto infantil, no es aberrante”.
Creo que la ausencia de la mierda y el acto de producirla
no aparecen en el arte porque de inmediato nos comunican desagrado visual,
olfativo y en ciertos casos auditivo, dado que las flatulencias pueden llegar a
ser tan estentóreas como ingratas sobre todo cuando son ajenas. En el erotismo
no ocurre esto, ya que en automático lo vinculamos al placer, por atrevido o
pecaminoso que a veces nos parezca. No podemos pasar por alto que en ambos
casos puede experimentarse gran satisfacción, aunque en uno quedan como resultado
evidencias nada gratas al olfato y a la vista. Al respecto, recuerdo una de las
pocas alusiones al acto defecatorio como epítome de felicidad: “No hay contento
en esta vida / que se pueda comparar / al contento que es cagar”, escribió
Quevedo, acaso el más grande escritor, ayer y hoy, de nuestra lengua, en su
famoso “Gracias y desgracias del ojo del culo”. Y añadió el siguiente dístico:
“No hay gusto más descansado / que después de haber cagado”.
Tiene razón Süskind: estos temas se han afantasmado del
arte pese a que defecar, mear y peer (en México lo conjugamos “peyer”) son el
pan de cada día, valga la metáfora, en la vida del mundo entero.
En cuanto a los flatos, yo sólo recuerdo dos menciones en
libros serios de literatura: una en la novela Trópico de cáncer, de Henry Miller, y otra en Vidas imaginarias (en el relato “Crates, cínico”), de Marcel Schwob.
En conclusión, dentro del arte nadie hace del uno ni del dos, y ni siquiera emite graves y breves estridencias por salva sea la parte.