En
julio de 1976 el presidente Echeverría movió sus tentáculos para que se
consumara el golpe contra Excélsior,
es decir, la salida de Julio Scherer y muchos de sus colaboradores, entre ellos
Manuel Becerra Acosta, subdirector del diario. Poco después, mientras Excélsior era ya dirigido por el sinuoso
Regino Díaz Redondo, Scherer fundó Proceso,
Octavio Paz (quien dirigía Plural)
fundó Vuelta y Becerra Acosta, hacia
1977, encabezó la aparición de Unomásuno.
El segundo lustro de los setenta fue, por esto, un momento de cambios bruscos y
favorables para el periodismo mexicano, un crack
que urgía como contrapeso de la agusanada relación prensa-gobierno.
También
los géneros periodísticos se vieron rehidratados. El reportaje y la entrevista
alcanzaron notables registros de calidad en Proceso,
los géneros de opinión tuvieron más libertad en las nuevas publicaciones y la
crónica se convirtió en un género cada vez más visible en las páginas de
revistas y periódicos. Unomásuno fue
un periódico rupturista en diseño y contenido, y fue allí donde José Joaquín
Blanco comenzó a publicar textos que miraban de una manera distinta a la
capital del país. La prosa, llena de giros expresivos cultos y populares, chisporroteante,
comenzó a ser crítica sin tropezar en el lloriqueo o el panfleto. Los pasos del
cronista lo llevaron a moverse en todos los escondrijos de la ciudad y narrar sus
andanzas con garra y crudeza, sin eufemismos.
En
una crónica titulada “Cronista del PSUM”, Blanco observó lo siguiente: “Unomásuno era el periódico de todas
mis ilusiones, y le estaba particularmente agradecido a Becerra Acosta por no
sólo permitirme, sino hasta solicitarme todo tipo de ‘barbaridades’,
impublicables entonces en otros medios (recopiladas parcialmente en Función de medianoche, 1981). Ninguna le
parecía suficientemente atroz, escandalosa o inconveniente; me incitaba a ir
cada día más allá, en asuntos, en lenguaje, en perspectiva crítica, en
inconveniencias y sarcasmos. Nunca lograba epatarlo con mis crónicas ‘escandalosas’
de la vida cotidiana o subterránea de la ciudad de México. Cuando ya me sentía
todo un enfant terrible del periodismo, y tenía disgustado y
escandalizado a medio mundo, al grado de construirme una pequeña fama de ‘amargado
y disoluto’, por esos relatos urbanos que adrede cargaban la tinta en los
rincones sórdidos, trágicos o depresivos de la sociedad capitalina, para
Becerra Acosta todavía ni siquiera empezaba yo a mirar ‘con verdaderos ojos
dostoyevskianos’ la realidad mexicana. Algunas de las más ruidosas o tenebrosas
de esas páginas fueron escritas en plan de reto, para ver si por fin me pasaba
de la raya, lo escandalizaba, y se veía obligado a rechazarlas o a censurarlas;
no lo conseguí”.
El
libro que menciona fue un batazo en mi cabeza, tanto que de inmediato me impuse
la obligación de intentar algo parecido en La Laguna, mi entorno. El fruto
obtenido resultó magro, pero eso lo supe años después. Lo importante estaba en
otro lado: gracias a Función de medianoche,
que este año cumple cuatro décadas, supe que el periodismo podía tener el
impulso de la literatura, que escribir bajo presión no justificaba desdeñar el
tratamiento estético de la prosa ni extraviar la mira de lo cotidiano, de la
incesante y torcida realidad.
Luego hallé otros libros de JJB, como Las púberes canéforas, El castigador, Un chavo bien helado y Postales trucadas, entre muchos más, pero siempre me quedó zumbando en el alma la idea de que Función de medianoche nunca dejaría de ser, y lo es hasta hoy, mi favorito. Su autor nació el 19 de marzo de 1951, así que pasado mañana cumple setenta. Estas palabras desean recordarlo con afecto y admiración.