Me
ocurrió una vez más esta semana, pero es frecuente que me encuentre en la misma
situación: converso con alguien y ese alguien me descarga la siguiente confidencia:
“Siempre he querido escribir un libro”, o esta aproximada: “Tengo un tío [o
hermano o primo o cuñado o medio hermano o suegro o sobrino o exnovio o
compañero de trabajo o vecino o lo que sea, en masculino o en femenino] que
quiere escribir un libro”. En ese momento, mientras escucho con la amabilidad y
la cautela que me caracterizan en tales diálogos, especulo íntimamente en el
tipo de libro que mi interlocutor hospeda en la cabeza. En este caso, un libro
puede ser cualquier objeto que parezca libro, es decir, un puñado de hojas pegadas
en uno de los lados a una cubierta de cartulina. No imagino algo diferente,
pues con frecuencia noto que el contenido es borroso: el libro puede ser algo
aproximado a una novela, una memoria, una biografía o autobiografía, un manual,
un poemario, un anecdotario, una crónica de viaje, una historia o un libro con
aforismos al que la gente suele llamar “de pensamientos”, como si todos los
libros no implicaran, así sea rudimentariamente, el acto de pensar. La confesión
suele ir acompañada de otra frase: “Mi tío [o etcétera] ya tiene un escrito,
pero no sabe qué hacer con él”. Y pienso: he aquí la indefinición genérica, la
vaguedad del proyecto abrazado en la gaseosa expresión “un escrito”.
Bien.
Punto y aparte. Mi amigo y maestro David Lagmanovich me enseñó sin querer, en
alguno de nuestros muchos diálogos, su noción del no-libro, lo que para él era,
creo, un libro deshuesado, genéricamente difuso y organizado sin un criterio
más o menos visible de estructura. Arrejuntar (este verbo mexicano es hermoso)
papeles sueltos, tomar cualquier “escrito” y reunirlo con otros tantos no
configura necesariamente un libro, de ahí que David, consumado académico al
fin, pusiera tanto énfasis en la arquitectura del libro, en su temática, su
estilo y sus apretadas partes.
En
función de lo anterior, ¿dónde podemos colocar Continuación de ideas diversas (Jus, México, 2017, 109 pp.) de
César Aira (Coronel Pringles, Provincia de Buenos Aires, 1949)? De entrada,
apoyado en la noción ya expuesta, parece un no-libro, pues los criterios de
unidad se sienten demasiado laxos, sin trabes que unan la miscelánea de microtextos.
Cierto que podemos destacar la unidad del estilo y la extensión de las piezas,
parejamente similar, casi todas breves, de media página la mayoría, pero esto puede
parecer insuficiente. Sin embargo, hay un hilo conductor acaso muy sutil, pero
firme y elegante. No sé cómo definirlo, pero para darnos una idea se relaciona
con el, digamos, emplazamiento de la mirada: Aira reflexiona sobre temas
diversos, así importantes como banales, siempre desde una perspectiva peculiar.
Hay en él una especie de obsesión por los planteos extraños, por mirar el
costado menos saliente y obvio de los temas. Desde tal emplazamiento de la
mirada se engarzan las piezas de Continuación
de ideas diversas, y el resultado es un cajón de sastre que no por caótico
carece de interés. Puede ser que no sea el mejor libro de Aira, y de hecho no
le es, pero es interesante por su agudeza y por algo mejor: su desenfado, casi
el desacato de pergeñar un libro con los espontáneos tanteos de la sobremesa o
el insomnio, como en este ejemplo brevísimo porque ya agoté mi espacio: “Lo
difícil es escribir, no escribir bien. En los talleres literarios se puede
aprender a escribir bien, pero no a escribir. Para escribir bien hay recetas,
consejos útiles, un aprendizaje. Escribir, en cambio, es una decisión de vida,
que se realiza con todos los actos de la vida”.
“Y
así”, como dicen hoy los jóvenes.