miércoles, marzo 24, 2021

Coronel sexagenario

 











Luego de recibir unos libros viejos y temáticamente malos como obsequio, nació en mí una pasión aproximada a la bibliomanía. Frisaba los 17 años, mi barcaza académica hacía agua en la preparatoria pero ya tenía, como secreto amparo, el gusto por leer. Lo que no tenía eran libros, así que por un tiempo debí conformarme con revistas, periódicos y los de regalo mencionados en el primer renglón. Llegué a la carrera y allí, en aquella época, se fijó uno de mis mejores recuerdos. Creo que hasta entonces jamás había entrado a una librería, y de hecho ignoraba que existieran en Torreón. Un día de noviembre o diciembre de 1982 reuní unos pesos y fui al centro. En la avenida Morelos casi esquina con Acuña, cuando el centro histórico de la ciudad todavía bullía de gente, entré a Librolandia. Recuerdo mi extrañeza al notar que nadie me atendería tras un mostrador, que podía caminar por los pasillos y tomar libros para ver portadas y leer contratapas. Me sentí raro, cohibido ante tantos libros. En la cabeza no llevaba una idea clara de lo que deseaba comprar, así que el azar y la limitación de plata tomaron la decisión: mi presupuesto era flaco, sólo alcanzaba para un libro chico. En una montaña de novedades eras exhibidos varios ejemplares de El coronel no tiene quien le escriba en una edición de Oveja Negra. Su portada era la foto de un joven militar vestido de gala; en los extremos de la foto el diseño incluía, como marco de la portada, las líneas diagonales azules y rojas de los antiguos sobres para cartas. En realidad era una portada fea, y la edad del militar no correspondía con la del coronel de la novela. Sobre la portada figuraba otro elemento: el pegote (de los que ahora llamamos stickers) de un círculo dorado con el mensaje “Premio Nobel 1982”. Por el precio y porque poco antes me había enterado de que ese tal García Márquez era una riata, adquirí el volumen.

Fue así como quedó registrado en mi cabeza que El coronel no tiene quien le escriba fue el primer libro que compré por mi propio pie. Aquel ejemplar me duró muchos años y en este momento no sé si lo perdí o todavía lo conservo extraviado entre papeles. Es lo de menos, pues poco después me fui dando cuenta de que los libros del colombiano aparecían hasta en la sopa. Cuando leí El coronel… yo tenía 18 años, y la novela había cumplido apenas 21 desde su primera edición de 1961. La historia me subyugó, aunque no alcancé a comprender del todo su sentido. No era necesario estar entrenado en literatura para detectar que aquello estaba muy bien escrito y lograba crear una atmósfera de melancólica tensión en las idas y las vueltas del coronel a la oficina de correos. Volví a leerla como diez años después, allá por el 2000, y ahora una vez más, en la edición de Diana, justo cuando El coronel no tiene quien le escriba ha cumplido sesenta años.

Alguna vez leí que García Márquez la consideraba su mejor obra. Ahora que volví a visitarla me queda la certeza de que no ha envejecido, de que es perfecta y puede ser capaz de iluminar pasajes de la vida de cualquier adulto metido en el peor trance matrimonial: cuando el apremio económico quema los aparejos y torna insoportable la vida. Entre el coronel y su esposa, ambos viejos, ambos acosados por la desventura de haber perdido a su hijo y todos los bienes que han vendido poco a poco para sobrevivir, se lidia un estira y afloja salpicado de terribles ironías con las que ella mete presión y él, por una mezcla de orgullo y apocamiento, no puede salir del hoyo. E insisto: sólo quienes han pasado por apuros graves pueden saber lo asfixiante que es la convivencia en la precariedad y la incierta llegada del bienestar. Antes creí que podía leerse en clave simbólica, que la espera del coronel era la espera de América Latina o algo así; ahora me parece que no: puedo leerla literal, crudamente como un retrato de la angustia por la falta de lo inmediato: la comida. La última palabra del libro, tal vez la mejor última palabra de un libro latinoamericano, no deja dudas: carecer de lo básico es abominable.

Nota. La portada que ilustra este post no es a la que me refiero en el texto, pero se le asemeja en tres aspectos: tiene las diagonales azules y rojas de las cartas antiguas, la diseñó Oveja Negra y es horrible.