No
ha sido olvidada, por suerte, pero es un hecho que, como sucede con tantos otros escritores mexicanos, su obra no tiene hoy la resonancia merecida. Me refiero a Rosario
Castellanos (Ciudad de México, 1925-Tel Aviv, 1974), quien en el breve arco de
49 años pudo componer un corpus bibliográfico cuyo mérito nos obliga a tenerla
presente tanto como sea posible. El FCE ha reunido en dos gordos tomos sus
libros de narrativa, poesía, teatro y ensayo, paso importante para facilitar el
contacto con su obra y su revaloración.
Un
poco al margen de sus libros más famosos (Balún
Canán, 1957; Oficio de tinieblas,
1962; Álbum de familia, 1971), es
decir, los de narrativa, figura una mujer con pensamiento propio, dotada como
pocas para el trato con las ideas y el arte de la crítica. Muchas de sus
reflexiones gozan de cabal salud en términos de forma y fondo, como el discurso
“El escritor y su público” enunciado al recibir el premio Chiapas en 1958. Al
releerlo me asombró la agudeza de su mirada y su perfecta enunciación, todo ceñido
apretadamente a una pregunta retórica detonante: “¿Qué es un escritor?”
Luego de explicar que no es el que
padece al escribir ni el que a lo fácil suelta las palabras, apunta: “La
mayoría se confunde y acepta como escritor a quien detenta este virtuosismo de
recetario, pero nosotros procuraremos no caer en el error. Para el escritor
auténtico, escribir es una disposición de la naturaleza a la que se añade un
hábito de la voluntad. Y este hábito es una conquista del trabajo arduo, un
resultado de la paciencia lúcida. Detrás de cada página tersa, de cada texto
ordenado, deleitoso, nítido, se ocultan las infinitas tachaduras, los borrones
inconformes, los cestos llenos de papeles desechados. El aprendizaje consume
tiempo, exige sacrificios y muy frecuentemente rinde fracasos”.
Castellanos no celebra al escritor clavado
como flecha en el puro estilismo, en el esteticista que sólo se desliza en la
epidermis del texto o el regodeo de la palabra. Asimismo, rechaza al escritor
que se deja llevar por el puro instinto: “Es un error muy aceptado suponer que
el artista se circunscribe a la zona ‘sentimental, sensible y sensitiva’. Las
emociones —se afirma— lo ponen en contacto con lo trascendente y en un chispazo
de intuición le son revelados los misterios. Su instinto atina donde la razón
tropieza. El rigor esteriliza lo que toca y es en el ocio donde madura la obra,
en la improvisación donde se manifiesta (…) ¿Por qué la inteligencia había de
menoscabar la imaginación, que es uno de sus agentes? ¿Por qué había de enfriar
la pasión, que es una de sus condiciones?”
La autora de Mujer que sabe latín… observa que el escritor no debe apego a las
inercias de una secta, y al contrario debe buscar en lo profundo de su individualidad
lo que juzgue correcto, lo que crea justo. Aquí el riesgo de fracasar es muy
alto, pero, apunta, quien escribe en serio acepta el desafío y persiste incluso
ante el panorama más desolador: “Pero el fracaso no es grave más que cuando se
convierte en ponzoña, amargura o mudez. El escritor de raza acepta el fracaso
como un reto, como un puntal de su tenacidad, como una confirmación ‘a
contrario’ del propio valer. Desestima el juicio de sus contemporáneos, apela a
la posteridad, confía en el tamiz de los siglos y continúa escribiendo. ¿Por
qué? Porque supone que el fracaso es injusto”. Cuando pasa lo contrario —como
le pasaba en aquel momento a Castellanos, quien estaba recibiendo un
reconocimiento—, debe ser fuerte para no ensoberbecerse: “El incienso marea, el
aplauso ensordece. El hombre deja de serlo para transformarse en la caricatura
de un dios; un dios demasiado vigilante de su culto, exigente de homenajes,
celoso con sus fieles”.
Las citas largas tienen un propósito:
demostrar per se que un texto puede
tener vigencia a 63 años de haber sido creado. Y así toda la obra de Rosario
Castellanos, una clásica innegable.