miércoles, marzo 10, 2021

Rosario clásica












No ha sido olvidada, por suerte, pero es un hecho que, como sucede con tantos otros escritores mexicanos, su obra no tiene hoy la resonancia merecida. Me refiero a Rosario Castellanos (Ciudad de México, 1925-Tel Aviv, 1974), quien en el breve arco de 49 años pudo componer un corpus bibliográfico cuyo mérito nos obliga a tenerla presente tanto como sea posible. El FCE ha reunido en dos gordos tomos sus libros de narrativa, poesía, teatro y ensayo, paso importante para facilitar el contacto con su obra y su revaloración.

Un poco al margen de sus libros más famosos (Balún Canán, 1957; Oficio de tinieblas, 1962; Álbum de familia, 1971), es decir, los de narrativa, figura una mujer con pensamiento propio, dotada como pocas para el trato con las ideas y el arte de la crítica. Muchas de sus reflexiones gozan de cabal salud en términos de forma y fondo, como el discurso “El escritor y su público” enunciado al recibir el premio Chiapas en 1958. Al releerlo me asombró la agudeza de su mirada y su perfecta enunciación, todo ceñido apretadamente a una pregunta retórica detonante: “¿Qué es un escritor?”

Luego de explicar que no es el que padece al escribir ni el que a lo fácil suelta las palabras, apunta: “La mayoría se confunde y acepta como escritor a quien detenta este virtuosismo de recetario, pero nosotros procuraremos no caer en el error. Para el escritor auténtico, escribir es una disposición de la naturaleza a la que se añade un hábito de la voluntad. Y este hábito es una conquista del trabajo arduo, un resultado de la paciencia lúcida. Detrás de cada página tersa, de cada texto ordenado, deleitoso, nítido, se ocultan las infinitas tachaduras, los borrones inconformes, los cestos llenos de papeles desechados. El aprendizaje consume tiempo, exige sacrificios y muy frecuentemente rinde fracasos”.

Castellanos no celebra al escritor clavado como flecha en el puro estilismo, en el esteticista que sólo se desliza en la epidermis del texto o el regodeo de la palabra. Asimismo, rechaza al escritor que se deja llevar por el puro instinto: “Es un error muy aceptado suponer que el artista se circunscribe a la zona ‘sentimental, sensible y sensitiva’. Las emociones —se afirma— lo ponen en contacto con lo trascendente y en un chispazo de intuición le son revelados los misterios. Su instinto atina donde la razón tropieza. El rigor esteriliza lo que toca y es en el ocio donde madura la obra, en la improvisación donde se manifiesta (…) ¿Por qué la inteligencia había de menoscabar la imaginación, que es uno de sus agentes? ¿Por qué había de enfriar la pasión, que es una de sus condiciones?”

La autora de Mujer que sabe latín… observa que el escritor no debe apego a las inercias de una secta, y al contrario debe buscar en lo profundo de su individualidad lo que juzgue correcto, lo que crea justo. Aquí el riesgo de fracasar es muy alto, pero, apunta, quien escribe en serio acepta el desafío y persiste incluso ante el panorama más desolador: “Pero el fracaso no es grave más que cuando se convierte en ponzoña, amargura o mudez. El escritor de raza acepta el fracaso como un reto, como un puntal de su tenacidad, como una confirmación ‘a contrario’ del propio valer. Desestima el juicio de sus contemporáneos, apela a la posteridad, confía en el tamiz de los siglos y continúa escribiendo. ¿Por qué? Porque supone que el fracaso es injusto”. Cuando pasa lo contrario —como le pasaba en aquel momento a Castellanos, quien estaba recibiendo un reconocimiento—, debe ser fuerte para no ensoberbecerse: “El incienso marea, el aplauso ensordece. El hombre deja de serlo para transformarse en la caricatura de un dios; un dios demasiado vigilante de su culto, exigente de homenajes, celoso con sus fieles”.

Las citas largas tienen un propósito: demostrar per se que un texto puede tener vigencia a 63 años de haber sido creado. Y así toda la obra de Rosario Castellanos, una clásica innegable.