En la página 73 de Ante
el dolor de los demás (Debolsillo, 2020, México, 109 pp.), Susan Sontag
(1933-2004), al comentar el efecto de las horribles imágenes que adornan las
actuales cajetillas de cigarros, dice: “¿Seguirán perturbando a los que aún
fumen dentro de cinco años? La conmoción puede volverse corriente. La conmoción
puede desaparecer. Y aunque no ocurra así, se puede no mirar. La gente tiene medios para defenderse de lo que la
perturba; en este caso, información desagradable para los que quieren seguir
fumando. Esto parece normal, es decir, adaptación. Al igual que se puede estar
habituado al horror de la vida real, es posible habituarse al horror de unas
imágenes determinadas”. Este efecto de desgaste semántico, de anulación del impacto
deseable en quien mira, es el eje de la reflexión que propone la famosa
escritora nacida en Nueva York.
Inteligente
hasta la coronilla, Sontag había publicado Sobre
la fotografía (1977), libro que de inmediato la ubicó como una de las más
agudas observadoras del fenómeno fotográfico en todas sus posibles vertientes:
periodística, artística, familiar… En el ocaso de su vida, que como ya vimos terminó
en 2004, publicó Ante el dolor de los
demás (2003), ensayo que continúa su examen de la fotografía como
herramienta compleja, como objeto que por ubicuo supone una fuerte gravitación en nuestra actual aprehensión de la realidad.
La
idea regente de este libro puede ceñirse, así sea con trazo demasiado grueso, a
esta inquietud: ¿la representación fotográfica del dolor, sobre todo el
producido por las guerras, desgasta al receptor y termina por ser desagradable
o inocua? En poco más de cien páginas, Sontag examina fotos y guerras,
fotógrafos y medios, todo lo que puede envolver a la fotografía como medio de
comunicación en un mundo atestado de medios de comunicación y por tanto, más todavía,
saturado de imágenes. Entre paréntesis debo decir que Sontag murió antes de que
estallara el éxito de las principales redes sociales y plataformas
movilizadoras de imágenes, incluidos los videos: Facebook (2004), YouTube
(2005), Twitter (2006), Instagram (2010), Pinterest (2010) y TikTok (2017). De
haber vivido hasta la actualidad, es de suponer que sus observaciones se
hubieran visto por lo menos ampliadas, aunque es evidente que ya para el 2000
se veía venir la avalancha que, en efecto, experimentó un mundo en el cual
todos somos, potencialmente, generadores de “contenido”.
Tras
articular una cronología de la fotografía de la guerra y pensar en la recepción
que tuvo, por ejemplo, en publicaciones como la revista Time (recuerda el caso de Vietnam), Sontag analiza el sentido que
puede tener hoy la mostración del horror, y si esto mueve en algún grado el
ánimo de quien observa. No es muy optimista en este sentido, pues “La compasión
es una emoción inestable. Necesita traducirse en acciones o se marchita”.
En
general, la mirada actual observa y pasa de largo, si acaso se apiada de las
víctimas mientras ve, pues “Siempre que sentimos simpatía, sentimos que no
somos cómplices de las causas del sufrimiento”. En la saturación, en el impulso
por evadir aquello que nos desagrada o, en el peor de los casos que nos atrae sólo
por su costado morboso, las fotos del horror son imágenes que simplemente se
agregan al collage vertiginoso
disponible hoy para todos, razón por la que la autora confía más (para efectos
de compasión/movilización) en el relato que en la imagen. Además, como señala
casi al final, “Es difícil encontrar espacio reservado para la seriedad en una
sociedad moderna cuyo modelo principal del espacio público es la megatienda”.
Todo, pues, hasta el más elevado dolor revelado por una imagen, es carne de mercado,
objeto sometido al esquema del úsese y tírese.