A
los narcos mexicanos todo los ha favorecido: la ubicación estratégica del país
con respecto del principal consumidor de drogas en el mundo, el miedo que
imponen a la sociedad que los rodea, la vulnerabilidad de las instituciones
encargadas de combatir el crimen y el peso de los medios que han edificado ya
una cultura en la que se sostiene buena parte del imaginario delictivo. Esta
cultura es un estilo de vida, una forma de asumir la realidad en la que no
deben faltar signos del estatus narco: las camionetas (a las que también se les
denomina con el anglicismo trocas) de
lujo, las casas ostentosas, las armas de calibre subido, las mujeres como
objeto, el fondo musical de banda, las joyas muy visibles y la ropa en la que
no escasean camisas y pantalones “de marca”, sombreros y botas texanos.
Si
bien esos rasgos corresponden al estereotipo de los narcotraficantes mexicanos,
la necesidad de ocultarse los ha convertido en sujetos con apariencia
ordinaria: las más recientes detenciones —golpes mediáticos que el gobierno
federal siempre ha tratado de capitalizar— los muestra como personajes simples,
como ciudadanos comunes y corrientes. En 2014, por ejemplo, dos peces gordos
cayeron presos: Joaquín Guzmán Loera, alias el Chapo, fue detenido en un edificio de departamentos ubicado en
Mazatlán, Sinaloa, al noroeste de México; las imágenes que difundió la prensa
dejaron apreciar en el capo un aspecto ajeno al estereotipo: pantalón Levi’s
negro, camisa blanca, pelo corto, bigote bien recortado y tal vez teñido; es
importante consignar que la captura del Chapo dejó muchas dudas en el camino,
pues aunque hubo fotos y videos jamás circularon las declaraciones a viva voz
(como sí ha ocurrido en otros casos) del narco más buscado en México y Estados
Unidos, por lo que hasta la fecha el apresamiento es considerado un montaje.
Más común y corriente aún, Vicente Carrillo Fuentes, alias El Viceroy, fue detenido hace dos meses en Torreón, Coahuila, en el
centro-norte del país, y al momento de su aprehensión usaba jeans, camisa
desfajada y sandalias: es decir, nada que lo aproximara a la imagen cliché del
narco mexicano.
Pese,
pues, a que en estas dos capturas no salió a relucir el look del narco tal y como la entiende hoy el mexicano de a pie, lo
cierto es que la antigua imagen sigue vigente a partir de lo que ha arraigado y
sigue arraigando la industria del entretenimiento: la narcocultura asentada
sobre todo en la música y en los videoclips.
Un repaso
editorial
Felipe
Calderón Hinojosa fue presidente de México de 2006 a 2012. Como se sabe, las
elecciones que lo llevaron a Palacio Nacional fueron muy cerradas y
conflictivas, tanto que gran parte de la oposición denunció fraude electoral,
el segundo de dimensiones federales en menos de dos décadas. Seis años antes,
de 2000 a 20006, Vicente Fox ocupó la presidencia, y aunque en México se
alzaron muchas expectativas en “la transición” dado que era la primera vez que
gobernaba un político no postulado por el Partido Revolucionario Institucional
(PRI), su sexenio acusó tantos tropiezos que Calderón, también del Partido
Acción Nacional (PAN), llegó al poder en circunstancias adversas, con un
marcado déficit de legitimidad.
Entre
las primeras acciones de Calderón estuvo su anuncio de la lucha contra el
narcotráfico, lo que en los medios fue entendido, a secas, como “guerra contra
el narco”. El combate incluyó la participación no sólo de la policía federal,
sino también del ejército y la marina. México, principalmente el norte, fue
“militarizado”. Durante el calderonato se hicieron cotidianos los patrullajes
en muchas ciudades. Policías y militares perfectamente armados y montados
siempre en trocas acondicionadas para
el combate, transitaban en convoyes de tres, cuatro o cinco unidades, cada una
con cuatro, cinco o hasta seis elementos, colocaban retenes en carreteras y
podían inspeccionar lo que quisieran a la hora que quisieran.
La
“guerra” desatada por Calderón en diciembre de 2006 recibió, claro, críticas;
algunos la consideraron un pretexto para apuntalar —con la imposición de la
vigilancia y el miedo— un gobierno estigmatizado por la oposición como
ilegítimo. Lo cierto fue que durante esos seis años cundió el terror en
ciudades como Ciudad Juárez, Reynosa, Monterrey, Chihuahua, Culiacán, Ciudad
Victoria, Saltillo, Nuevo Laredo, Tijuana, Torreón, todas del norte, la franja
del país en la que desde siempre ha sido crítico el trasiego de drogas hacia
los tres mil kilómetros de frontera con Estados Unidos. Durante este periodo,
acaso el más oscuro en la historia de México, fue descomunal el número de
muertos: 121 mil según el Instituto Nacional de Geografía y Estadística
(INEGI), un promedio diario de 55.25 muertos.
Sin
resultados visibles ni durante ni después del paso de Calderón por el poder
Ejecutivo, la “guerra contra el narco” generó fenómenos colaterales. Uno de
ellos fue el auge de la literatura sobre narcotráfico. Como el mercado de los
servicios funerarios, el editorial se vio indirectamente beneficiado por la
iniciativa bélica. Decenas de libros sobre el crimen organizado comenzaron a
apoderarse de las mesas de novedades, de suerte que en muy poco tiempo
configuraron una enciclopedia en la que poco a poco fue quedando registro de
todo lo relacionado con la tragedia nacional.
Sólo
los narcólogos, que los hay, fueron capaces de nadar ese océano bibliográfico;
los títulos llegaron a ser tantos que sólo era necesaria una pizca de
curiosidad para encontrar, hasta en el supermercado, páginas sobre el tema.
Hubo de todo, entonces. Biografías sobre narcos prominentes como Osiel, vida y tragedia de un capo
(Grijalbo, 2009), de Ricardo Ravelo; reportajes sobre la mezcolanza del narco,
el empresariado y la política como Los
señores del narco (Grijalbo, 2010), de Anabel Hernández; análisis sobre
grupos delictivos específicos como El
cártel de Sinaloa (Grijalbo, 2009), de Diego Enrique Osorno; ficciones como
Balas de plata (Tusquets, 2008), de
Élmer Mendoza; testimoniales sobre las víctimas como Fuego cruzado (Grijalbo, 2011), de Marcela Turati; análisis de la
narcomúsica como Cantar de los narcos
(Temas de hoy, 2011), de Juan Carlos Ramírez-Pimienta; mujeres y sexo en el
mundo delictivo como en Miss Narco
(Punto de lectura, 2012); conclusiones como El
narco: la guerra fallida (Punto de lectura, 2009), de Rubén Aguilar y Jorge
G. Castañeda; radiografías del sexenio como Calderón
de cuerpo entero (Grijalbo, 2012), de Julio Scherer García, y así, una
larga lista de publicaciones. El tema vino a menos al concluir el mandato de
FCH, pero no ha desaparecido. Baste un par de ejemplos. Deudas de fuego (Conaculta-Gobierno de Tamaulipas, 2013) y Sin trincheras (FETA, 2014), novelas de
Paul Medrano y Habacuc Antonio de Rosario, respectivamente, ganaron sendos
premios literarios y ambas trabajan con la misma arcilla: el narcotráfico y sus
bestiales contornos.
La onda “bandera”
En
Las canciones de José Alfredo Jiménez:
una escucha analítica (Trilce, 2013), María Victoria Arechabala, su autora,
plantea esto sobre el más famoso compositor de la canción ranchera: “La
relación del hombre con la música es muy diferente de la que tiene con otras
artes (…) Se produce con la acción de cantar un performance, una experiencia real más allá de la ficción, en donde
se reemplaza la ficción la representación por la presentación. En la música el
sujeto no se coloca frente a un objeto de arte para contemplarlo, sino que se
moviliza a un comportamiento no habitual, en un espacio y en un tiempo
específicos. Da un paso más a la ficción, consigue una experiencia vivencial y
relacional y pasa de lo teatral musical al acto”.
Así
sea en parte, podemos estar de acuerdo con Arechabala: las canciones populares
hacen un viaje de ida y vuelta: cierta realidad, “el pueblo”, las inspira y a
su vez, ya convertidas en ficciones, ellas modelan de alguna manera la
educación sentimental del público. Las canciones sobre narcos, mejor conocidas
como “narcorridos”, son un reflejo de lo que ocurre fuera de las canciones pero
también han ido modelando la escala de valores de sus consumidores.
En
“Camelia la Texana”, una de las primeras canciones famosas sobre
narcotraficantes, Camelia y Emilio Varela trafican mariguana en la frontera
entre México y Estados Unidos; uno supone que sus ganancias son magras, pues
cargan la mercancía en las gomas del coche (“traían las llantas del carro /
repletas de yerba mala”). Hay un abismo entre esta pieza y las que comenzaron a
circular durante el gobierno de Calderón. De las loas inocentes a narcos y
pistoleros elogiados por su valor o por su generosidad robinhoodiana se pasó,
en el caso extremo, a los himnos del “Movimiento alterado”, el más espeluznante
tributo a la malditez del crimen organizado. Una letra podría resumirlo todo,
aunque hay muchas, todas acompañadas, gracias hoy a la magia de YouTube, por
videos que no dejan dudas sobre la facha y las actitudes de los “artistas” que fecundan,
es un decir, este género:
Que siga y que
siga, la guerra está abierta
todos a sus puestos pónganse pecheras
suban las granadas, pa’trozar con fuerza
armen sus equipos, la matanza empieza.
Carteles unidos es la nueva empresa
el Mayo comanda, pues tiene cabeza
el Chapo lo apoya, juntos hacen fuerza
cárteles unidos pelean por sus tierra.
(…)
Ahí les va el apoyo pa’tumbar cabezas
el Macho va al frente con todo y pechera,
bazooka en la mano ya tiene experiencia
granadas al pecho la muerte va en ellas.
Lo he visto peleando
también torturando, cortando cabezas
con cuchillo en mano
su rostro senil no parece humano
el odio en sus venas lo había dominado.
(…)
Sus ojos destellan empuñan sus armas
ráfagas y sangre se mezclan en una
estos pistoleros matan y torturan
desmembrando cuerpos
avanzan y luchan.
todos a sus puestos pónganse pecheras
suban las granadas, pa’trozar con fuerza
armen sus equipos, la matanza empieza.
Carteles unidos es la nueva empresa
el Mayo comanda, pues tiene cabeza
el Chapo lo apoya, juntos hacen fuerza
cárteles unidos pelean por sus tierra.
(…)
Ahí les va el apoyo pa’tumbar cabezas
el Macho va al frente con todo y pechera,
bazooka en la mano ya tiene experiencia
granadas al pecho la muerte va en ellas.
Lo he visto peleando
también torturando, cortando cabezas
con cuchillo en mano
su rostro senil no parece humano
el odio en sus venas lo había dominado.
(…)
Sus ojos destellan empuñan sus armas
ráfagas y sangre se mezclan en una
estos pistoleros matan y torturan
desmembrando cuerpos
avanzan y luchan.
Aquí
desaparece todo rastro de inocencia, casi podríamos decir que de humanidad. Como
ocurrió en la realidad de la “guerra contra el narco”, esta canción despliega sin
embozo su inventario de atrocidades: torturar, disparar armas de alto poder,
cortar cabezas, desmembrar, matar como regla de oro para mantener el control
del territorio y del negocio frente al Estado y frente a los cárteles enemigos.
Vale insistir que si bien estos videoclips no son transmitidos en televisión
abierta, de cable o satelital, han encontrado, como todo ahora, refugio seguro
en internet.
El
fondeo musical del narco, sin embargo, no ha requerido totalmente de la música
extrema para asentar la aspiración al poder material como único valor de la
existencia. El género de “banda” (agrupación en la que destacan instrumentos de
viento como la tuba, la trompeta y los clarinetes además de la tambora) en
principio no tuvo esas letras y de alguna manera conserva sus temáticas
habituales, las no “prohibidas” por la autoridad: el amor, el chovinismo
regionalista (el tema insignia de este género es “El sinaloense”) y el gusto
por la pachanga (fiesta). Lo que ha venido a modificarse en la era del video es
la asociación establecida entre las bandas y la imagen del mundo expresada en
los videoclips. Sin variantes significativas, casi cualquier canción de amor y
despecho exhibe a los integrantes de la banda en ambientes ya estandarizados:
mansiones con acabados de lujo pero de mal gusto, trocas del año marca Hummer o
Lobo, mujeres voluptuosas y permanente contacto con el trago sobre todo de
whisky Buchanan’s. Las situaciones apenas cambian de un videoclip a otro, así
que son tan repetitivas como el ritmo machacón característico del estilo
bandero. Su importancia no es, en suma, estética; radica más bien en la
construcción de una mentalidad atornillada exclusivamente a la noción de poder
material. Se explica en algo, entonces, que en una sociedad con un 25% de
“ninis” (cerca de ocho millones de jóvenes de entre 15 y 29 años que ni
estudian ni trabajan) es altamente tentador
ingresar al mundo del narco, llave para conseguir casi de inmediato las
trocas, las armas, las mujeres y todo lo que constituye, al menos en teoría, el
usufructo del universo delictivo. Miles de jóvenes en situación de pobreza,
desempleados, toman caminos como el subempleo, la migración ilegal a los
Estados Unidos (que sigue siendo masiva y peligrosa) y el robo hormiga. Unos
más, que en el caso de México son muchos
más, forman el ejército nacional de reserva del narcotráfico y de acuerdo a
sus zonas de residencia ingresan a los cárteles que les abren la puerta.
Tres iconos
caídos
La
narcocultura, ese inmenso caldo de cultivo del delito, está tan asociada en
México a la vida cotidiana que entre las bajas de la violencia se cuentan
cantantes populares asesinados por estar cerca, real o supuestamente, de un
cártel o de un capo y no de otros. En noviembre de 2006, el cantante de banda
Valentín Elizalde fue abatido luego de terminar un concierto en Reynosa,
Tamaulipas. Lo acribillaron con todo el sello del narco: mediante un comando
que usó armas AK-47 y AR-15; Elizalde, se dijo, era simpatizante de un cártel ubicado
en el extremo noroccidental del país, y fue a cantar en el territorio de otro que
dominaba el extremo opuesto del mapa mexicano.
Aunque
estos crímenes nunca quedan del todo aclarados, son vinculados por el público
como directamente relacionados con el narco. Sergio Gómez, vocalista del grupo
K-Paz de la Sierra, fue baleado en Michoacán hacia diciembre de 2008, y en
junio de 2010 varios sicarios mataron al solista Sergio Vega, el Shaka, quien iba a bordo de una
camioneta Cadillac sobre la carretera internacional México-Nogales.
Las
víctimas son incuantificables y están en todas partes, en todos los oficios.
Desde hace ocho o diez años la cifra de muertos es el pan de cada noche en los
noticieros, y por más que el actual gobierno encabezado por Enrique Peña Nieto
maquille las cifras, la violencia propiciada por el crimen organizado, coludido
con el poder político y empresarial, sigue en ascenso, imparable.