domingo, enero 04, 2015

Apuntes sobre narcocultura














Desde 2015 colaboraré en Miradas al Sur, semanario de Buenos Aires. Este es mi primer artículo.

A los narcos mexicanos todo los ha favorecido: la ubicación estratégica del país con respecto del principal consumidor de drogas en el mundo, el miedo que imponen a la sociedad que los rodea, la vulnerabilidad de las instituciones encargadas de combatir el crimen y el peso de los medios que han edificado ya una cultura en la que se sostiene buena parte del imaginario delictivo. Esta cultura es un estilo de vida, una forma de asumir la realidad en la que no deben faltar signos del estatus narco: las camionetas (a las que también se les denomina con el anglicismo trocas) de lujo, las casas ostentosas, las armas de calibre subido, las mujeres como objeto, el fondo musical de banda, las joyas muy visibles y la ropa en la que no escasean camisas y pantalones “de marca”, sombreros y botas texanos.
Si bien esos rasgos corresponden al estereotipo de los narcotraficantes mexicanos, la necesidad de ocultarse los ha convertido en sujetos con apariencia ordinaria: las más recientes detenciones —golpes mediáticos que el gobierno federal siempre ha tratado de capitalizar— los muestra como personajes simples, como ciudadanos comunes y corrientes. En 2014, por ejemplo, dos peces gordos cayeron presos: Joaquín Guzmán Loera, alias el Chapo, fue detenido en un edificio de departamentos ubicado en Mazatlán, Sinaloa, al noroeste de México; las imágenes que difundió la prensa dejaron apreciar en el capo un aspecto ajeno al estereotipo: pantalón Levi’s negro, camisa blanca, pelo corto, bigote bien recortado y tal vez teñido; es importante consignar que la captura del Chapo dejó muchas dudas en el camino, pues aunque hubo fotos y videos jamás circularon las declaraciones a viva voz (como sí ha ocurrido en otros casos) del narco más buscado en México y Estados Unidos, por lo que hasta la fecha el apresamiento es considerado un montaje. Más común y corriente aún, Vicente Carrillo Fuentes, alias El Viceroy, fue detenido hace dos meses en Torreón, Coahuila, en el centro-norte del país, y al momento de su aprehensión usaba jeans, camisa desfajada y sandalias: es decir, nada que lo aproximara a la imagen cliché del narco mexicano.
Pese, pues, a que en estas dos capturas no salió a relucir el look del narco tal y como la entiende hoy el mexicano de a pie, lo cierto es que la antigua imagen sigue vigente a partir de lo que ha arraigado y sigue arraigando la industria del entretenimiento: la narcocultura asentada sobre todo en la música y en los videoclips.

Un repaso editorial
Felipe Calderón Hinojosa fue presidente de México de 2006 a 2012. Como se sabe, las elecciones que lo llevaron a Palacio Nacional fueron muy cerradas y conflictivas, tanto que gran parte de la oposición denunció fraude electoral, el segundo de dimensiones federales en menos de dos décadas. Seis años antes, de 2000 a 20006, Vicente Fox ocupó la presidencia, y aunque en México se alzaron muchas expectativas en “la transición” dado que era la primera vez que gobernaba un político no postulado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), su sexenio acusó tantos tropiezos que Calderón, también del Partido Acción Nacional (PAN), llegó al poder en circunstancias adversas, con un marcado déficit de legitimidad.
Entre las primeras acciones de Calderón estuvo su anuncio de la lucha contra el narcotráfico, lo que en los medios fue entendido, a secas, como “guerra contra el narco”. El combate incluyó la participación no sólo de la policía federal, sino también del ejército y la marina. México, principalmente el norte, fue “militarizado”. Durante el calderonato se hicieron cotidianos los patrullajes en muchas ciudades. Policías y militares perfectamente armados y montados siempre en trocas acondicionadas para el combate, transitaban en convoyes de tres, cuatro o cinco unidades, cada una con cuatro, cinco o hasta seis elementos, colocaban retenes en carreteras y podían inspeccionar lo que quisieran a la hora que quisieran.
La “guerra” desatada por Calderón en diciembre de 2006 recibió, claro, críticas; algunos la consideraron un pretexto para apuntalar —con la imposición de la vigilancia y el miedo— un gobierno estigmatizado por la oposición como ilegítimo. Lo cierto fue que durante esos seis años cundió el terror en ciudades como Ciudad Juárez, Reynosa, Monterrey, Chihuahua, Culiacán, Ciudad Victoria, Saltillo, Nuevo Laredo, Tijuana, Torreón, todas del norte, la franja del país en la que desde siempre ha sido crítico el trasiego de drogas hacia los tres mil kilómetros de frontera con Estados Unidos. Durante este periodo, acaso el más oscuro en la historia de México, fue descomunal el número de muertos: 121 mil según el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI), un promedio diario de 55.25 muertos.
Sin resultados visibles ni durante ni después del paso de Calderón por el poder Ejecutivo, la “guerra contra el narco” generó fenómenos colaterales. Uno de ellos fue el auge de la literatura sobre narcotráfico. Como el mercado de los servicios funerarios, el editorial se vio indirectamente beneficiado por la iniciativa bélica. Decenas de libros sobre el crimen organizado comenzaron a apoderarse de las mesas de novedades, de suerte que en muy poco tiempo configuraron una enciclopedia en la que poco a poco fue quedando registro de todo lo relacionado con la tragedia nacional.
Sólo los narcólogos, que los hay, fueron capaces de nadar ese océano bibliográfico; los títulos llegaron a ser tantos que sólo era necesaria una pizca de curiosidad para encontrar, hasta en el supermercado, páginas sobre el tema. Hubo de todo, entonces. Biografías sobre narcos prominentes como Osiel, vida y tragedia de un capo (Grijalbo, 2009), de Ricardo Ravelo; reportajes sobre la mezcolanza del narco, el empresariado y la política como Los señores del narco (Grijalbo, 2010), de Anabel Hernández; análisis sobre grupos delictivos específicos como El cártel de Sinaloa (Grijalbo, 2009), de Diego Enrique Osorno; ficciones como Balas de plata (Tusquets, 2008), de Élmer Mendoza; testimoniales sobre las víctimas como Fuego cruzado (Grijalbo, 2011), de Marcela Turati; análisis de la narcomúsica como Cantar de los narcos (Temas de hoy, 2011), de Juan Carlos Ramírez-Pimienta; mujeres y sexo en el mundo delictivo como en Miss Narco (Punto de lectura, 2012); conclusiones como El narco: la guerra fallida (Punto de lectura, 2009), de Rubén Aguilar y Jorge G. Castañeda; radiografías del sexenio como Calderón de cuerpo entero (Grijalbo, 2012), de Julio Scherer García, y así, una larga lista de publicaciones. El tema vino a menos al concluir el mandato de FCH, pero no ha desaparecido. Baste un par de ejemplos. Deudas de fuego (Conaculta-Gobierno de Tamaulipas, 2013) y Sin trincheras (FETA, 2014), novelas de Paul Medrano y Habacuc Antonio de Rosario, respectivamente, ganaron sendos premios literarios y ambas trabajan con la misma arcilla: el narcotráfico y sus bestiales contornos.

La onda “bandera”
En Las canciones de José Alfredo Jiménez: una escucha analítica (Trilce, 2013), María Victoria Arechabala, su autora, plantea esto sobre el más famoso compositor de la canción ranchera: “La relación del hombre con la música es muy diferente de la que tiene con otras artes (…) Se produce con la acción de cantar un performance, una experiencia real más allá de la ficción, en donde se reemplaza la ficción la representación por la presentación. En la música el sujeto no se coloca frente a un objeto de arte para contemplarlo, sino que se moviliza a un comportamiento no habitual, en un espacio y en un tiempo específicos. Da un paso más a la ficción, consigue una experiencia vivencial y relacional y pasa de lo teatral musical al acto”.
Así sea en parte, podemos estar de acuerdo con Arechabala: las canciones populares hacen un viaje de ida y vuelta: cierta realidad, “el pueblo”, las inspira y a su vez, ya convertidas en ficciones, ellas modelan de alguna manera la educación sentimental del público. Las canciones sobre narcos, mejor conocidas como “narcorridos”, son un reflejo de lo que ocurre fuera de las canciones pero también han ido modelando la escala de valores de sus consumidores.
En “Camelia la Texana”, una de las primeras canciones famosas sobre narcotraficantes, Camelia y Emilio Varela trafican mariguana en la frontera entre México y Estados Unidos; uno supone que sus ganancias son magras, pues cargan la mercancía en las gomas del coche (“traían las llantas del carro / repletas de yerba mala”). Hay un abismo entre esta pieza y las que comenzaron a circular durante el gobierno de Calderón. De las loas inocentes a narcos y pistoleros elogiados por su valor o por su generosidad robinhoodiana se pasó, en el caso extremo, a los himnos del “Movimiento alterado”, el más espeluznante tributo a la malditez del crimen organizado. Una letra podría resumirlo todo, aunque hay muchas, todas acompañadas, gracias hoy a la magia de YouTube, por videos que no dejan dudas sobre la facha y las actitudes de los “artistas” que fecundan, es un decir, este género:

Que siga y que siga, la guerra está abierta
todos a sus puestos pónganse pecheras
suban las granadas, pa’trozar con fuerza
armen sus equipos, la matanza empieza.

Carteles unidos es la nueva empresa
el Mayo comanda, pues tiene cabeza
el Chapo lo apoya, juntos hacen fuerza
cárteles unidos pelean por sus tierra.
(…)
Ahí les va el apoyo pa’tumbar cabezas
el Macho va al frente con todo y pechera,
bazooka en la mano ya tiene experiencia
granadas al pecho la muerte va en ellas.

Lo he visto peleando
también torturando, cortando cabezas
con cuchillo en mano
su rostro senil no parece humano
el odio en sus venas lo había dominado.
(…)
Sus ojos destellan empuñan sus armas
ráfagas y sangre se mezclan en una
estos pistoleros matan y torturan
desmembrando cuerpos
avanzan y luchan.

Aquí desaparece todo rastro de inocencia, casi podríamos decir que de humanidad. Como ocurrió en la realidad de la “guerra contra el narco”, esta canción despliega sin embozo su inventario de atrocidades: torturar, disparar armas de alto poder, cortar cabezas, desmembrar, matar como regla de oro para mantener el control del territorio y del negocio frente al Estado y frente a los cárteles enemigos. Vale insistir que si bien estos videoclips no son transmitidos en televisión abierta, de cable o satelital, han encontrado, como todo ahora, refugio seguro en internet.
El fondeo musical del narco, sin embargo, no ha requerido totalmente de la música extrema para asentar la aspiración al poder material como único valor de la existencia. El género de “banda” (agrupación en la que destacan instrumentos de viento como la tuba, la trompeta y los clarinetes además de la tambora) en principio no tuvo esas letras y de alguna manera conserva sus temáticas habituales, las no “prohibidas” por la autoridad: el amor, el chovinismo regionalista (el tema insignia de este género es “El sinaloense”) y el gusto por la pachanga (fiesta). Lo que ha venido a modificarse en la era del video es la asociación establecida entre las bandas y la imagen del mundo expresada en los videoclips. Sin variantes significativas, casi cualquier canción de amor y despecho exhibe a los integrantes de la banda en ambientes ya estandarizados: mansiones con acabados de lujo pero de mal gusto, trocas del año marca Hummer o Lobo, mujeres voluptuosas y permanente contacto con el trago sobre todo de whisky Buchanan’s. Las situaciones apenas cambian de un videoclip a otro, así que son tan repetitivas como el ritmo machacón característico del estilo bandero. Su importancia no es, en suma, estética; radica más bien en la construcción de una mentalidad atornillada exclusivamente a la noción de poder material. Se explica en algo, entonces, que en una sociedad con un 25% de “ninis” (cerca de ocho millones de jóvenes de entre 15 y 29 años que ni estudian ni trabajan) es altamente tentador  ingresar al mundo del narco, llave para conseguir casi de inmediato las trocas, las armas, las mujeres y todo lo que constituye, al menos en teoría, el usufructo del universo delictivo. Miles de jóvenes en situación de pobreza, desempleados, toman caminos como el subempleo, la migración ilegal a los Estados Unidos (que sigue siendo masiva y peligrosa) y el robo hormiga. Unos más, que en el caso de México son muchos más, forman el ejército nacional de reserva del narcotráfico y de acuerdo a sus zonas de residencia ingresan a los cárteles que les abren la puerta.

Tres iconos caídos
La narcocultura, ese inmenso caldo de cultivo del delito, está tan asociada en México a la vida cotidiana que entre las bajas de la violencia se cuentan cantantes populares asesinados por estar cerca, real o supuestamente, de un cártel o de un capo y no de otros. En noviembre de 2006, el cantante de banda Valentín Elizalde fue abatido luego de terminar un concierto en Reynosa, Tamaulipas. Lo acribillaron con todo el sello del narco: mediante un comando que usó armas AK-47 y AR-15; Elizalde, se dijo, era simpatizante de un cártel ubicado en el extremo noroccidental del país, y fue a cantar en el territorio de otro que dominaba el extremo opuesto del mapa mexicano.
Aunque estos crímenes nunca quedan del todo aclarados, son vinculados por el público como directamente relacionados con el narco. Sergio Gómez, vocalista del grupo K-Paz de la Sierra, fue baleado en Michoacán hacia diciembre de 2008, y en junio de 2010 varios sicarios mataron al solista Sergio Vega, el Shaka, quien iba a bordo de una camioneta Cadillac sobre la carretera internacional México-Nogales.
Las víctimas son incuantificables y están en todas partes, en todos los oficios. Desde hace ocho o diez años la cifra de muertos es el pan de cada noche en los noticieros, y por más que el actual gobierno encabezado por Enrique Peña Nieto maquille las cifras, la violencia propiciada por el crimen organizado, coludido con el poder político y empresarial, sigue en ascenso, imparable.