Entre
las tres más famosas novelas cortas de México ubico cuatro: en primer lugar, empatadas,
Aura (1962) y Las batallas en el desierto (1981); en segundo, la que comentaré en
este apunte; y, en tercero, La casa que
arde de noche (1971), obras de Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Ricardo
Garibay, respectivamente. Me referiré aquí a Querido Diego, te abraza Quiela (1978), de Elena Poniatowska (París,
1931). La leí hace más de treinta años en aquella compilación guinda y
gorda de Promexa que muchos recordarán, pero, como ocurre con las memorias
porosas como la mía, olvidé las sutilezas que en una segunda y reciente
lectura se me han revelado para colocarla entre las mejores nouvelles mexicanas del siglo XX.
Compuesta
mediante cartas, son una versión literaria —no sé hasta dónde real y hasta
dónde ficticia— de lo que la pintora Angelina Beloff (San Petesburgo,
1879-Ciudad de México, 1969) pudo sentir tras el alejamiento de Diego Rivera.
Como se sabe, ambos se conocieron en París hacia 1911, y pronto se casaron.
Tuvieron un hijo que sólo sobrevivió poco más de un año, y ambos padecieron no
tan indirectamente las calamidades de la Primera Guerra. Tras finalizar la
segunda década del XX, y entre carencias materiales de toda laya, Diego parte
solo, sin Angelina, de París a México, ya que no tenían dinero para dos
boletos.
Angelina
(o Quiela, hipocorístico que usaba
Diego para llamarla), queda casi abandonada en París y es cuando comienza el
envío de cartas al pintor mexicano, quien las responde con frialdad, con una línea casi telegráfica, y sólo para
mandar algunos magros francos de supervivencia. La artista rusa recurre
entonces a una escritura epistolar no tanto desesperada por la bancarrota
económica de su circunstancia cuanto por el hecho simple de que ama a Diego y
reclama de él palabras de aliento y acaso, si fuera posible, de amor.
Esas
demandadas palabras de Diego, sin embargo, jamás llegan, y por ello Quiela
bordea la locura. El hijo muerto, que la lastima hasta el tuétano, es una
calamidad tan grande como el silencio de Rivera, lo que convierte el potencial
diálogo epistolar en un monólogo.
Las
misivas enviadas desde Europa comienzan su camino sobre el Atlántico, la
primera, el 11 de octubre de 1921, y la última emprende el viaje sin palabras
de retorno el 22 de julio de 1922. En el ínterin, Quiela se desmorona frente a
su cotidianidad: le duele el hijo perdido, le duelen las vicisitudes de su
precaria subsistencia en París, le duele su frenón creativo, le duele la mengua
de su arte, pero más, mucho más le duele el hecho de presentir, y casi saber,
que el amor de Diego se ha extinguido, aunque ella misma se dé esperanzas al
pensar que no recibe respuesta porque el pintor de Guanajuato es devorado por
su trabajo.
La
historia de esta relación (real, pues ambos estuvieron casados una década)
aparece en las cartas. Allí saltan a la página las amistades (Modigliani,
Apollinaire, entre otros), el fervor artístico que ambos mantuvieron mientras
vivieron juntos, la molestia de Diego ante la paternidad, sus engaños (de Diego) con
amantes y la alegría breve de los primeros años de la relación.
Las
cartas de Beloff son muy tristes, y hoy pueden leerse con otra perspectiva, la
del feminismo, que no admitiría que una mujer se sacrifique así por un hombre,
tanto que hasta pierde su personalidad: “Tú has sido mi amante, mi hijo, mi
inspirador, mi Dios, tú eres mi patria; me siento mexicana, mi idioma es el
español aunque lo estropee al hablarlo”.
Por fortuna, lo que sabemos después de enviadas las desgarradas cartas imaginadas por Poniatowska no es desalentador: Angelina Beloff ya no tuvo respuesta ni relación con Diego, pero dado que de veras se sentía “mexicana” pudo instalarse en nuestro país y aquí, al margen de su antiguo y traumático amor, reverdeció su poder creativo y pintó hermosos cuadros en una radicación de casi cuarenta años.