El
poeta más visible en la historia de La Laguna es una poeta, Enriqueta Ochoa (Torreón,
Coah., 1928-Ciudad de México, 2008). Por suerte, su obra ha merecido frecuentes
y variadas ediciones, como la del FCE que reúne toda su producción. Hay muchas
más, claro, como Retorno de Electra
publicada en los ochenta por la colección Lecturas Mexicanas de la SEP, Material de lectura que sacó la UNAM, Que me bautice el viento. Enriqueta Ochoa
para niños, entre los que recuerdo sin consultar. De acceso libre tenemos,
en PDF, Filtrando imágenes (Gobierno
del Estado de Coahuila, Saltillo, 2020), colección que reúne una parte significativa
de su poesía.
En
tal muestra podemos encontrar “Las urgencias de un Dios”, su primer poema
publicado y una evidencia de su precocidad literaria: tenía apenas 22 años
cuando lo dio, como se decía antes, a la estampa y provocó a la par admiración
y escándalo. Al margen de la rima y los temas provincianos a los que parecía
condenada, Enriqueta se instala de golpe en un decir moderno y en una hondura
que reflejaba la angustia mundial de la postguerra (1950): “Dios es mi
inseparable, / mi más íntimo compañero / de juegos y de lágrimas: / el más
constante y tierno, / más rebelde y sumiso”.
A
la par del poema de largo aliento, hallaremos otros breves y contundentes, como
“La muerte”, del que cito la primera de sus dos estrofas: “Caminando conmigo
desde siempre… / con tormentas de incendio me sopló en la cara; / me apadrinó
en mis nupcias con la tierra; / la garganta inauguró con sed y arenas; / y en
verano caliente abrió carrera / por los montes nocturnos de mis venas”.
O
este otro, en el que nos deslumbra la sencillez de una verdad a la que siempre
nos negaremos: la de aceptar que estamos solos y esencialmente desposeídos,
ignorantes de lo fundamental (“El hombre”): “¿Qué ha visto el hombre? Nada.
Ciego y desnudo llegó, desnudo y ciego se irá del polvo al polvo”.
Cierro con una anécdota algo triste. Vi una sola vez a la autora de los versos anteriores, la última que visitó su tierra, Torreón, cuando tenía como 70 años. Terminaba el siglo XX y mi amigo Fernando Martínez iba a comer en el restaurante del hotel Marriot con doña Enriqueta. Me llamó, me invitó, y fui, pero todo fue tan acelerado que ni cámara ni libro llevé a la mano, así que no pude salir del encuentro ni con foto ni con libro dedicado. Ante esta pérdida —y aunque queda el recuerdo de una conversación muy grata—, me he resignado a leerla y recordarla. Bien mirado es más que suficiente.