Cantar
es una atracción muy poderosa, como todo lo que se relaciona con la música. Así
se tengan oídos de artillero, dos pies izquierdos o una voz de perro agripado
(algún rasgo o todos juntos), es casi imposible que la gente no guste de algún
tipo de música, aborrezca el baile o desdeñe la práctica del canto. Sé de
amigos melómanos, por ejemplo, que sin embargo ni en su boda son capaces de
bailar un simple vals ni de cantar en la regadera. Hay de todo, siempre,
incluso casos en los que el baile, el dominio de algún instrumento y del canto
se dan combinados en grado digno e incluso superlativo, pero son los menos.
Aquí
quiero detenerme sólo en el canto de lo popular, de lo comercial. Y comienzo
con un recuerdo de mi infancia. En las fiestas más remotas que retiene mi
memoria creo ver a los adultos cantar a la par de una consola o, en vivo,
frente a un grupo norteño o un mariachi. La gente cantaba al lado de los
discos, de la música ya hecha; es decir, si por ejemplo Pedro Infante entonaba
las notas de “No volveré”, el canto del admirador caminaba paralelo al del
sinaloense. La única forma de omitir la voz del también famoso actor se podía dar
mediante un conjunto en vivo o al menos con el acompañamiento de una guitarra.
Eso cambió, creo, al final de los setenta. Quizá poco antes, pero no puedo
asegurarlo.
¿Cómo?
Con la invención de las “pistas”. En mis recuerdos de la adolescencia veo a mi
padre y a un compañero de trabajo en la sala de nuestra casa. Se servían
“cubas”, la horrible bebida que estaba de moda en aquel tiempo, y ponían discos
de vinilo con pistas. De las grabaciones brotaban las notas de canciones
populares, y tanto mi padre como su amigo acompañaban su conversación y su
libaje con el seguimiento de las pistas. Eran canciones rancheras o de tríos, y
además de una voz mínimamente entonada, los intérpretes amateurs requerían
buena memoria y la obligación de entrar y salir a tiempo en el desarrollo de
cada canción. Mi padre y su amigo cantaban con decoro, no desafinaban y eso los
hacía sentir orgullosos. Durante algunos meses el descubrimiento de las pistas
los embelesó, y no faltó que en varias ocasiones convidaran a nuevos comensales
que se sumaban tanto al trago como a la caravana artística. Uno de ellos era mi
tío Ramón, hermano menor de mi padre, quien, no miento, tenía una voz profunda
y aterciopelada muy cercana a la de Javier Solís.
Pasaron
varios años y supongo que las pistas decayeron como producto para amenizar
reuniones, hasta que a finales de los ochenta o principios de los noventa
comenzó la popularidad de un producto que nos llegó de Japón con todo y nombre:
karaoke. Tenía, tiene este recurso tecnológico la pista, pero con el plus de
visibilizar la letra e incluso las entradas y las pausas en el desarrollo de
cada pieza. Siempre que recuerdo a mi tío Ramón, lo recuerdo en relación con su
goce frente a las posibilidades abiertas por el karaoke. Murió joven, y supongo
que ya no supo de los lugares comerciales en los que la gente se reúne para
beber, cenar, convivir y aparecer como intérprete frente al karaoke. Mucho
menos supo que los discos compactos con karaoke murieron pronto, todos
aniquilados por la infinita oferta de YouTube.
Hoy
sigue siento un atractivo de las fiestas familiares, aunque siento que tiene ya
menor fuerza que hace diez o más años. Frente a él, todos lo hemos visto,
pueden desempeñarse amigos o parientes con algún talento y tal vez nociones
intuitivas de canto; además, también, de voces convencionales e intérpretes
frente a quienes uno casi maldice la invención del sistema. Lo cierto es que el
embrujo del canto encontró en esta herramienta la forma más económica e inocua
de ejercer el imantado canto.