Nuestra
lectura es tozudamente endogámica. Aunque por la globalización nos parezca que
no es así, los lectores latinoamericanos tenemos una tendencia muy marcada a
quedarnos con los libros del entorno más cercano, el nacional. Cierto que
internet y las plataformas de venta como Amazon o Mercado Libre nos ponen a
merced un menú bibliográfico que parece no tener orillas, la verdad es que
solemos deambular por los rumbos conocidos, no aventurarnos a recorrer otros
autores ni otras latitudes.
Una
vez, a la vera de cualquier digresión profesoral, afirmé esto en un taller
literario, es decir, en un espacio en el que se supone hay presencia de
lectores. Alguien, sin mal ánimo pero con desconcertante seguridad, me
contradijo. Creía que no era del todo atinada mi observación, que el mundo
ahora no nos permitía vivir aislados.
No
quise polemizar, pero agarré el balón de aire y traté de rematarlo como venía: se
me ocurrió un experimento exprés. Propuse mencionar países de América Latina y
lograr que entre todos los asistentes del grupo me dieran los nombres de diez
escritores de cada lugar. Accedieron y pusimos manos al desastre. De países
como Bolivia o Ecuador no afloraba ningún nombre. De otros como Chile o
Argentina surgían los harto previsibles lugares comunes: Huidobro, Neruda,
Isabel Allende; Borges, Cortázar, Sábato…
Pronto
advirtieron que no era fácil alcanzar la friolera de diez nombres por país, así
que reduje a cinco el desafío. Como también resultó complicado, les pedí que me
dieran diez nombres mexicanos, y en este caso no sólo llegaron a la decena,
sino que la desbordaron.
La
conclusión de la historia fue la que yo ya había intuido en alguno de mis
viajes a la Argentina, cuando con alarma vi que al preguntar allá por
escritores mexicanos, los nombres que brotaban eran pocos: Sor Juana, Reyes,
Rulfo, Paz, Arreola y paren de contar.
Supe
en aquella ocasión que preguntar por escritores totémicos en México como
Guzmán, Revueltas, Garro, Poniatowska, Del Paso, Garibay y demás, era inútil:
muy pocos los ubicarían aunque fuera por el puro nombre.
Así fue pues como llegué a la conclusión antedicha: los lectores latinoamericanos somos endogámicos, lo cual no está tampoco mal, pues es mejor ser lector endogámico que no ser lector.