La
conocí en una ceremonia de premiación. Yo había sido jurado y ella ganadora de
un concurso de poesía organizado en la ciudad de Durango. Supe al conversar que
se trataba de una mujer invadida de literatura. No hacía mucho había estudiado
Letras en Zacatecas, era muy joven y por los versos de su libro ganador supuse
que era una de las voces literarias más prometedoras del estado en el que nací.
Me equivoqué, como sucede con frecuencia: Atenea Cruz (Durango, 1984) no era
una de las voces más prometedoras del estado de Durango, sino del país.
Recién
leí Hágalo usted misma (An-alfa-beta,
Benito Juárez, NL, 2023, 117 pp.), su más reciente libro de cuentos, y no me
tiembla el teclado al afirmar que se trata de un gran puñado de relatos. Para
empezar, porque su autora tiene consciencia clara sobre las exigencias del
recipiente, es decir, sabe qué es un cuento y cómo desplegarlo sin que se le
desconfigure, sin que deje de ser un dispositivo gobernado por la razón más que
por la pura intuición. Sabe que se trata de un microcosmos cerrado, con pocos
personajes, con una visible tensión de fuerzas contrarias que en poco papel
deben llegar a un final satisfactorio. Pero más allá de las recetas, Atenea
Cruz tiene a su favor tres malicias más de las que no se aprenden, sino que se
traen o no se traen: una capacidad de observación muy fina, un filoso sentido
del humor y un manejo del ritmo narrativo que en todo momento mantiene la
inquietud in crescendo. Son
demasiadas pericias juntas, pero es esto justamente lo que diferencia al
cuentista maduro del cuentista que cree que sus cuentos son cuentos sólo por el
modesto rasgo de la brevedad aunque su narración incurra en la vieja técnica del burro sin mecate.
Se
nota la malicia de Atenea desde el comienzo de cada pieza. Muchas de sus
historias (no todas, para no mecanizar este gesto) comienzan con una
frase-anzuelo fácil de morder y del cual es muy difícil zafarse. Dudo que un
lector no se sienta retenido si al iniciar un cuento ve esto: “Me dio por
entrar a Tinder todas las tardes”; “Los problemas comenzaron cuando dejamos de
coger”; “Para entonces la onirectomia era casi un procedimiento estético”; “He
decidido morir de hambre”; “El ritual es poner un disco en cuanto llegas a
casa”; “Algunas mujeres anhelan ser madres; ella, no”; “Nunca se puede explicar
bien a bien cómo termina una atorada en estas chingaderas”. Estos son los
arranques de varios de los cuentos de Hágalo
usted misma, y ya desde allí se nota la preocupación de la autora por
situarnos en conflictos de los cuales no nos dejará escapar.
El
volumen contiene diez historias organizadas en tres estancias. No sé si este
artificio divisorio venga mucho al caso, pero es lo de menos. Los cuentos son
en su mayoría atrayentes y eficaces. Les echo un vistazo rápido y lineal. “Porcicultura para principiantes” es un cuento muy gracioso. Una
chica en situación precaria, recién despedida del trabajo, narra sus problemas
económicos. Ya no quiere trabajar y, mientras vive con una roomie sin apoquinar para la renta, usa Tinder y cena gratis. Le
recomiendan relacionarse con un tal Juan, sujeto mediocre pero con un poco más de
recursos. Es gordo y extremadamente sucio, y tiene de mascota a Pablito, un
pequeño cerdo casi autobiográfico del dueño. Ella se va a vivir con Juan, él engorda más todavía
y el texto avanza hacia una situación grotesca, un poco como pesadilla en la
que no se pierde del todo el marco de realidad.
“Otro
jardín secreto” narra en tercera persona la vida de Alma, gorda mórbida. Su
familia hace el esfuerzo para que baje de peso, pero ella vive en la necesidad imparable
de comer. Al fin, como de milagro, cambia de trabajo, se convierte en maestra,
baja de peso y conoce a Jorge. La relación se da bien, y de lo real pasamos
gradualmente a una situación fantástica que es complicado no etiquetar de
surrealista: a Alma comienzan a brotarle flores del cuerpo, rasgos vegetales.
La ciencia la estudia cuando ella decide ir al médico. El cierre tiene, creo,
algo de simbólico.
El
cuento “Visitas” trata sobre la desdicha mutua de un matrimonio entre un sujeto
impotente, Jonás, y Mirna, quien desea tener al menos una cuota mínima de sexo
para mitigar su necesidad. El relato está dividido en dos segmentos: la mirada
de ella y la mirada de él. Cada cual evalúa la situación desde su ángulo. Ella
lo valora porque es bueno como esposo aunque esté anulado para los
trajines amatorios dado el minúsculo tamaño de su palanca y la
imposibilidad de enhestarla. Él la valora porque ha comprendido su tragedia, pero
no deja de flotar en el ambiente la posibilidad de que ella lo engañe dada su
urgencia de satisfacción cabal. El matrimonio sobrevive a los tropezones
gracias a la oralidad, dicho esto en los dos sentidos implicados en esta palabra: porque
Jonás tira mucho rollo romanticoide y porque cada vez que puede se aplica al
baboso (sin metáfora) cunnilingus. Ella es la que se siente zozobrar (“estaba perdiendo
mis años de plenitud sexual”) ante la falta de un miembro competente. En el
cruce de los dos relatos se resuelve la historia no sin ambigüedad: acontece un
hecho real que puede ser fantástico o un hecho fantástico que puede ser real.
Es un cuento espléndido.
“El
intercambio” es un cuento en clave de diario adolescente. Una chica escribe sus
actividades cotidianas y nos enteramos por ella misma que odia a su padre, un
tipo golpeador. El resultado, en el cierre, ofrece una mutación que bordea lo
sobrenatural.
Cuento
sobre el insomnio y las pesadillas, “Las yeguas nocturnas” es excelente. Marta
trabaja en una maquila y padece pesadillas que no la dejan descansar. Se deja
operar por un charlatán y las pesadillas ahora transitan hacia su realidad, se
emboscan en la vigilia de su vida cotidiana. Es un relato dramático,
desgarrador, nada humorístico. El ojo de la autora es muy bueno para describir
la realidad, como pasa cuando Marta llega al “quirófano” donde la operarán. Es notable
si recorrido textual por ese espacio falaz. Junto con “Visitas”, el mejor cuento
del libro hasta aquí.
“La
última plaga” es una especie de juguetona distopía con, en medio, alienígenas
recicladores de basura. Cuando se van, la humanidad no tarda en acabarse todo y
sobreviene un desastre.
Por
un defecto de fábrica tiendo a disfrutar más del realismo. Siento que este
flanco de la narrativa, frente al fantástico, tiene menos puertas de salida, lo
que fuerza al narrador a trabajar y ser ingenioso sin escapar del plano de la
lógica. Pero es un defecto mío, y no voy a generalizarlo. En “Cena para una”,
cuento narrado en segunda persona, ella llega a casa, pone un CD, sabe que el
ritual es obsoleto frente a lo que hay ahora (Spotify o Amazon), pero tiene una
buena colección de discos. Mientras prepara lasaña mediante las instrucciones
de un tutorial que pespuntea en el relato, su madre le llama para avisar que
mataron a su exsuegro (el posesivo “su” crea anfibologías: al exsuegro de la
protagonista). Esto la remonta al pasado de su relación frustrada y a la
obligación de ser solidaria con su ex, llamarle para descargar el pésame, iniciativa de la
que obtiene una respuesta inesperada.
En
“Después del fuego” asistimos a una posibilidad: la de la mujer que no se ata
al imperativo de la maternidad. En “Hágalo usted misma” nos topamos con lo
contrario: una madre custodia hasta la imprudencia y el heroísmo la salud mental
de su hija frente a la nocividad de los machos abusones.
Por
último, “Pequeña tragedia griega” es un relato ibargüengoiteano: derrama gracia
al contar la historia de una poeta indefensa en un encuentro de colegas, que es
acaso un tipo de reunión que no se le desea ni a nuestro peor enemigo. Este cuento
me sirve para pensar que la mirada de la autora es tan atenta y punzante que casi
no requiere de la fantasía para lograr relatos eficaces: al captar el
comportamiento humano como lo hace, con la realidad hecha literatura logra
resultados espléndidos.
Es normal en todo libro de esta índole que algunas piezas destaquen más que otras. De la decena, mis favoritos son “Visitas”, “Las yeguas nocturnas”, “Hágalo usted misma” y “Pequeña tragedia griega”. Lo cierto es —vuelvo al principio de este apunte— que en Atenea Cruz tenemos hoy a una cuentista que le hace honor al oficio. Su denso humor (muchas veces negrísimo), su cortante malicia y su imaginación sin orillas han hecho de las suyas otra vez.