Mencioné
a Sasha Montenegro en una vieja columna titulada “Aquel cine raspa” (10-mayo-2006).
Estos son unos párrafos del ya remoto comentario: “Su gestión en esa cartera
[me refiero a la gestión de Margarita López Portillo al frente de Radio,
Televisión y Cinematografía, quien acababa de morir], ‘es calificada por
especialistas en medios de comunicación como una de las más desastrosas de la
historia’. Eso es lo que declaran los expertos, pero me atrevo a señalar que
sin el cine promovido durante el margarato a muchos nos hubieran privado de una
corriente cinematográfica que puede ser calificada precisamente como corriente,
una corriente corriente.
Se
sabe que fue doña Margarita quien, con el fin de abarrotar las salas del país,
promovió rodajes que de inmediato alcanzaron babeante éxito. Gracias a ella
tuvimos la oportunidad de ver estrenos que de artísticos no tenían nada, ni
cinco segundos de cinta, pero que al menos posibilitaron el desenvolvimiento
histriónico de Sasha Montenegro (luego señora de López Portillo), Angélica
Chaín, Rebeca Silva y Lyn May, actrices que hicieron las delicias del público
masculino y que entraban en combate de albures y pudorosos desnudos con galanes
como Lalo el Mimo, Alberto Rojas, Alfonso Zayas, Luis de Alba, Rafael Inclán y
Pedro Weber Chatanooga, cómico que alcanzó las máximas alturas en materia de
bajeza verbal”.
Pasados
los años, en 2017 publiqué un libro titulado Este desfile atónito. Antología de hermosos monstruos, hoy inhallable
más allá del que guardo en mi biblioteca y más más allá del que quizá conserva
Mempo Giardinelli, a quien le obsequié un ejemplar del que luego escribió un
elogio de esos que valen más. En aquel librito dediqué algunas palabras a
veinte de las divas que estimularon las solitarias fiebres de mi juventud, y
entre ellas está la estampa enderezada como loor a Sasha Montenegro. La
comparto íntegra ahora que acaba de partir:
“A finales de los setenta y principios de los ochenta los mexicanos padecimos la tortura de un cine inmundo, el de neocabareteras que prohijó Margarita López Portillo, hermana del entonces presidente, el célebre José que al final de su sexenio defendió el peso como un perro. A diferencia de su predecesor, el cine de ficheras añadía desnudos estúpidos y fraseología abyecta, todo metido en argumentos estrechamente ceñidos a la lógica del burro sin mecate. En medio de toda esa basura, entre cómicos de baja monta y vedettes que daban no poca lástima, un rostro enigmático entró por las pupilas de innumerables hombres que secreta y no tan secretamente lo veneraban: era el rostro de Sasha Montenegro; su nombre real es Aleksandra Aæimoviæ Popoviæ, y nació en Bari, Italia, hacia 1950. Hija de padres yugoslavos, pasó un rato en la Argentina antes de llegar a México, donde su perturbadora belleza fue obvio gancho para incorporarla al cine de aquellos años. Le tocó una mala época. O no mala: pésima. Las producciones eran infames, y aunque no tenía el mejor cuerpo, por exigencias de la taquilla fue necesario que despachara encueramientos absurdos. Luego ocurrió el encuentro con Jolopo, que la hizo todavía más famosa y la metió en otra inmundicia: el chismorreo. Pese a todo, sin duda pese a todo, la belleza de su rostro sólo admitía un adjetivo: espectacular”.