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miércoles, abril 30, 2025

Por qué algunos poemas

 








Quizá el único espacio que me queda como lector hedónico es el de la poesía. Todo lo demás, así sea placentero, tiene algo de utilitario, de pragmático: los cuentos para escribir cuentos, las novelas para aprender a escribir novelas, los ensayos para aprender a observar mejor tal o cual asunto, los artículos y las columnas para obtener información. Esto es aproximadamente así, supongo, para quien escribe: que en todo o casi todo lo que lee hay un tufillo a búsqueda de dividendos que van más allá del mero gusto.

La poesía, digo, no presupone en mi caso una necesidad de nada, salvo la de obtener el mayor placer estético posible. Creo incluso que esto debe ser así, aunque también debo suponer que los poetas leen poesía para hacerse de herramientas que les puedan ser útiles a la hora de escribir. Como mi aspiración al leer poesía es casi virginal, leo poemas para encontrar semejanzas con mi propia experiencia de ser humano. En otras palabras, cuando cruzo un poema me agrada hallar en él la sencillez de una vivencia que me roce, un eco de mi propia circunstancia, la sensación de que yo ya lo había intuido y por ello debí escribirlo.

Esto se me ocurrió pensar a propósito de Islas a la deriva (Siglo XXI, México, 1976), libro de José Emilio Pacheco. Como siempre, el azar me deparó algunas piezas que de inmediato establecieron un nexo con mi experiencia. Doy sólo un ejemplo: este poema me trajo a la memoria un viejo recuerdo, aquel en el que me juré jamás sentir aburrimiento ante un juguete amado. Como se lee: de niño me juré no abandonar nunca un juguete. Me lo había comprado mi padre como regalo para la navidad de 1971. Lo usé y lo guardé a diario durante meses, siempre azorado por su funcionamiento y los detalles de su diseño. No sé cuándo ni dónde lo abandoné. El título del poema de JEP es “Los juguetes”, y es breve: “Cuando la infancia pasa / los juguetes se vuelven tristes / Una melancolía sorda aparece / en sus desgarradores ojos de vidrio // Sienten su muerte / Saben que los espera en un desván / su infinito destierro de cadáveres / y con ellos han muerto para siempre / los días del niño // Oso conejo ardilla de un bosque antiguo / hecho ceniza / Ni ahora ni nunca volverán a los brazos / que acompañaron”.

¿Por qué algunos poemas? Porque son, quizá, un espejo de la memoria.

miércoles, abril 02, 2025

Trato de borrador

 










Hay escritores que escriben apenas amanece, otros prefieren trabajar de noche y algunos incluso de madrugada; hay escritores que aman los reflectores, otros prefieren vivir ocultos; hay escritores que beben para poder trabajar, otros lo evitan; hay escritores que escriben primero a mano, hay otros que van directo a la computadora. Cada cual sus gustos, cada cual sus métodos y sus manías. En cuanto a lo publicado, hay escritores que releen y corrigen, y hay otros que prefieren olvidarse por completo de volver a las páginas ya puestas en circulación. Hay, en suma, de todo.

Sabemos que José Emilio Pacheco fue de los obsesivos. Cada vez que se presentaba la oportunidad de reeditar alguno de sus libros, metía mano al contenido, pulía y repulía como si los textos fueran un borrador y no un producto definitivo. Más allá de que no simpaticemos con su política, es un hecho que en el fondo le asistía la razón: toda obra literaria publicada supone una renuncia al menos provisional, la del autor que en algún momento del trance creativo dice “hasta aquí” porque no tiene otro remedio, no porque de veras sienta que ha concluido tal o cual obra.

Esta es la razón por la que Alfonso Reyes, se dice, afirmó que publicaba para no pasarse la vida corrigiendo, o en otras artes, da igual, Leonardo al comentar que las obras no se terminan, sólo se abandonan. Si son ciertas esas afirmaciones, no se equivocaron, de ahí que por más terminada que parezca, la obra es susceptible de una eterna mejoría, lo que de paso supone la posibilidad de no mejorarla e incluso estropearla en el camino de los cambios.

En uno de sus incontables artículos, Pacheco dice que Jaime García Terrés opinó sobre una muestra con poemas de varios autores. Allí, al opinar sobre José Emilio Pacheco, el crítico señala: “cuando se poseen capacidades, como es el caso, es necesario no dejarse llevar por la facilidad, convertirse en el amo, y no el esclavo de la materia verbal”. Pacheco concluye: “Interioricé la advertencia y cada vez que se me presenta la oportunidad reviso ‘Árbol entre dos muros’ [su poema] y le doy trato de borrador aunque ya esté en varios libros”.

Dar “trato de borrador”, dijo, y vuelvo al inicio: unos creen que esto no es recomendable, pues multiplica las versiones publicadas. Otros no: quisieran corregir hasta que la vida, y no la obra, llegue a su punto final.

sábado, febrero 08, 2025

Anotación bajo una foto

 







Gerardo García, Fernando Fabio Sánchez y quien esto apunta intercambiamos casi a diario información sobre todo literaria. Gerardo está en Texas, Fernando en California y yo en Coahuila, así que entre los tres formamos un amplio escaleno que nos mantiene al tanto de las novedades y uno que otro chisme. Hace poco, mediante mi corresponsal texano nos llegó una foto muy interesante acompañada de un pequeño texto escrito por Salvador Novo. En la imagen aparecen 19 personajes de la literatura mexicana del siglo XX. Al verla, mis amigos y yo comenzamos a comentarla, y unos días después se la mostré a Saúl Rosales, con quien amplié algunas observaciones.

El comentario de Novo, extraído de sus memorias, trae como fecha el 22 de enero de 1965, y supongo que se refiere al día en el que describió la imagen, pues más adelante, ya en el cuerpo del texto, señala que la reunión se celebró el 16 de diciembre “del año pasado” (1964). Da igual: de lo que podemos estar seguros es de que data de mediados de los sesenta. Observa Novo: “Porque estoy convencido del valor documental de esta foto, me empeño en nombrar y describir a los personajes que en ella aparecen; pues luego ocurre que uno arrumbe una foto ocasionalmente tomada en algún banquete, comida o reunión; la olvide y pasados los años le cueste trabajo reconocer o recordar el nombre de muchos de los que en ella aparecen”.

El autor de Nueva grandeza mexicana estaba seguro, y no se equivocaba, del valor de aquella imagen, por eso le dedicó unos párrafos. La reunión a la que se refiere estuvo motivada por la reciente publicación del libro Protagonistas de la literatura mexicana, de Emmanuel Carballo. Es un libro de entrevistas en el que su autor dialogó con escritores que sin duda eran eso, protagonistas de nuestras letras. Dado aquel producto editorial, el editor y Carballo convocaron a los autores que seguían vivos. Otros, como Alfonso Reyes y José Vasconcelos, habían muerto pocos antes.

La foto incluye pues a algunos escritores entrevistados en el famoso y abultado libro, y suma a dos editores y a otros autores en ese momento muy jóvenes pero ya destacados, aunque por supuesto no incluidos entre los entrevistados por Carballo. Novo precisa que seis habían muerto ya, y que cinco más (Torri, Ramón Rubín, Yáñez, Arreola y Fuentes) no asistieron por equis o zeta motivos. El caso es que en la foto aparecen, de pie, Gastón García Cantú, José Gorostiza, Rafael F. Muñoz, Rafael Giménez Siles y Rafael Giménez hijo (editores los dos últimos), Alí Chumacero, Rosario Castellanos, Salvador Novo, Nellie Campobello, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet y Martín Luis Guzmán; en cuclillas, Henrique González Casanova, Emmanuel Carballo, Pedro Bayona, Ernesto de la Torre, “y por último tres jóvenes demonios de la más nueva ola”: “el terrible” Carlos Monsiváis, Miguel Capistrán y José Emilio Pacheco.

Quizá me equivoco en algún caso, pero hoy todos los convidados al ágape ya murieron. Ahora bien, y disculpen que hable en términos autorreferenciales, ¿esa foto me atrajo nomás porque en ella aparece gente literaria? La respuesta es sí, pero luego reparé en algo más: esa foto también me atrae porque en ella veo flashazos de mi pasado. Yo tenía menos de un año de vida cuando la tomaron, y no fue sino hasta 1980 cuando comencé a sentir los primeros pálpitos de mi vinculación con la literatura, pero así haya sido, y sea hoy todavía, un mero tundeteclas de provincia, tuve la suerte de conocer y cruzar algunas palabras con seis de los personajes que aparecen en la imagen tomada en el jardín del coyoacanense restaurante La Capilla, propiedad de Novo. Cuento cada caso con una fecha de encuentro totalmente insegura:

Alí Chumacero. Al poeta de Acaponeta (¿Acapoeta?) lo conocí en Torreón (2007), cuando vino a hacer una lectura comentada de su obra. Ya era un hombre muy entrado en años, pero pese al calor lagunero no perdió figura dentro de su traje oscuro. Recuerdo que por culpa de un compromiso docente no pude asistir a su presentación, pero sabía que unos amigos (como la poeta Ivonne Gómez Ledezma) lo llevarían a cenar a La Marioneta, un restaurante luego cerrado a balazos, a donde recalé para insumir una cerveza y pedir que el maestro me dedicara un par de libros. De este encuentro quedó una foto en la que luzco una lamentable playera de Ocean Pacific.

Emmanuel Carballo. Lo vi y lo saludé en el Teatro Isauro Martínez (1990), cuando vino a presentar un libro sobre Torri junto a Serge I. Zaïtzeff, su autor; en aquella ocasión no quedó registro fotográfico. Carballo venía acompañado por su esposa, la escritora Beatriz Espejo.

Ernesto de la Torre Villar. Es el único de la lista con quien crucé algunas palabras en la Ciudad de México (2001). Asistí a un encuentro del Seminario de Cultura Mexicana (cuya sede estaba en la avenida Presidente Mazaryk, en Polanco) y en algún receso lo saludé y le presumí tener en Torreón dos de sus libros. Ya era un hombre grande, había nacido en 1917 y moriría en 2009. No quedó registro fotográfico ni con él ni con alguno de los miembros del Seminario de Cultura Mexicana que andaban por allí: Alberto Beltrán, Víctor Sandoval, Carlos Prieto, Sergio García Ramírez, Arturo Azuela, entre otros.

Carlos Monsiváis. Lo vi cinco veces, cuatro en Torreón y una en Guadalajara, y es el único con quien compartí mesa en el sentido literario y gastronómico. Como era ubicuo, no fue nada raro que viniera seguido a Torreón. En la última lo presenté antes de que diera una conferencia y de allí partimos a comer en un restaurante con menú español ubicado en el Paseo La Rosita. La única buena foto que tengo con él fue tomada en la FIL. Lo vi buscando afanosamente libros en una estantería, me acerqué, lo saludé, le pedí la foto y sonó el click sin que me dijera una sola palabra, pues estaba más apurado en hallar no sé qué volúmenes que en atender a un lector impertinente.

Miguel Capistrán. No tengo idea del año en el que lo vi acá, en La Laguna. Quizá en el 2003. Vino a ofrecer una conferencia sobre no recuerdo qué tema, y al final, en el restaurante Garufa, hubo una cena donde me quedó del otro lado de la mesa, inaudible.

José Emilio Pacheco. Lo vi en 1991, en el museo Quinta Gameros, de Chihuahua capital. Dio allí una conferencia y al final me acerqué con dos objetivos: saludarlo e infligirle el inútil regalo de mi primer libro. Lo recuerdo ya algo encorvado, tímido y pese a esto muy amable.

Finalizo. Al comentar la foto con Saúl en la gordería de nuestro desayuno semanal, se me ocurrió preguntarle cuál era el personaje por él más admirado. Algo nos distrajo y ya no supe su respuesta, pero sí alcancé a mencionarle mi gallo: Martín Luis Guzmán.

Nota. Tarde descubrí que sobrevive Pedro Bayona, en cuclillas y de moño en la foto. Nació en Guadalajara hacia 1937. El otro personaje posiblemente vivo es Rafael Giménez hijo, pero no conseguí datos sobre su vida.

sábado, marzo 09, 2024

Paseo por López Velarde

 














En 2021 celebramos, siempre infinitamente menos de lo que merece esta efemérides, el centenario luctuoso de Ramón López Velarde (Jerez, Zac., 1888-Distrito Federal, 1921). Como un óbolo de cuya trascendencia no puedo jactarme, escribí un par de apuntes y con eso obtuve la vana sensación de que al menos me sumé un poquito al elogio de quien es, quizá, el mejor poeta mexicano del siglo XX. En aquel año, me refiero otra vez a 2021, vi a Saúl Rosales varias veces y sé, porque lo conversamos, que también se sumó al recuerdo mediante varios comentarios publicados en sus espacios periodísticos.

Por él supe que en el quincuagésimo aniversario luctuoso hubo ya nutridos homenajes a la figura del jerezano, entre ellas una colección de revistas monográficas de la SEP que Saúl todavía conserva. Tenía repetido uno de los ejemplares, así que me lo regaló; al hojearlo quedé pasmado: la publicación trataba de agotar lo inagotable ya en 1971: la vida y la obra del poeta. Eso significaba que, pese a su brevedad, la existencia del autor de Zozobra había sido suficiente para alentar un tributo de dimensiones nacionales, y significaba a la vez que su importancia no amenguó al cumplirse el centenario en el aquí tres veces recordado 2021.

Poco antes, de José Emilio Pacheco, uno de los lopezvelardistas más tenaces, fue editado Ramón López Velarde. La lumbre inmóvil (Era, México, 2018, 138 pp.). JEP murió en 2014, de manera que él no pudo armar la selección ofrecida en este libro. La hizo, y también el epílogo del libro, Marco Antonio Campos, y en la compilación podemos seguir el énfasis crítico de JEP al enigmático y venerado poeta de Jerez. Digo “énfasis” porque en lo amplio de su variada escritura JEP mostró un interés permanente por López Velarde, lo que se demuestra en los catorce acercamientos contenidos en este libro.

Quiere decir entonces que Pacheco entintó la pluma desde 1970 (fecha de publicación del primer ensayo) hasta 2009 (fecha del último) para escribir sobre el tema López Velarde. Se nota que lo hizo en general para explicar, sobre todo, zonas un tanto borrosas de la vida y de la obra lopezvelardeanas. Ninguno de los textos tiene desperdicio, pero hay algunos que recomendaría por notables. Uno de ellos es el titulado “Notas sobre una enemistad literaria: Reyes y López Velarde”, en el que JEP explora y documenta los detalles que explican la grieta de malquerencia que abriría un desconcertante Reyes, quien viviría hasta 1959 nunca conforme con una reseña —escrita y publicada por el zacatecano— sobre El plano oblicuo; este comentario, inocuo para mí al menos en el trozo citado, subrayaba la calidad estilística de Reyes casi como único atributo, lo que el regiomontano pudo ignorar, pero no hizo.

La lumbre inmóvil, producto de una vida de escritura frecuente sobre el tema, indaga asimismo en algunos de los poemas más famosos de López Velarde y también en sus misteriosos enamoramientos, en sus influencias, en sus amigos, en su póstuma conversión a “poeta nacional” y en su prosa, que también la tuvo.

Además de sus libros de creación poética y narrativa, además de los tres tomos de sus “inventarios”, podemos sumar este apretado racimo de aproximaciones, La lumbre inmóvil, a la siempre atendible bibliografía de Era sobre JEP. Bienvenida.

sábado, febrero 06, 2021

Manía gramatical

 











En El principio del placer (José Emilio Pacheco, Joaquín Mortiz, México, 1972) figura el cuento “La fiesta brava”. El título del libro es un empréstito de la psicología que se refiere, según sabemos, a la noción formulada por Freud según la cual el sujeto busca fuentes de placer para mantener el equilibrio en relación con el displacer que provoca no obtenerlo. En este caso, la palabra “principio” es usada no como sinónimo de “inicio” o “comienzo”, sino como equivalente, en el lenguaje científico, a “ley” o “regla”. Así, cuando decimos “el principio de Arquímides” no nos referimos “al comienzo de Arquímides”, sino a una ley o regla cuya postulación se debe al físico siracusano: “Todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de fluido desalojado”. Igualmente se habla del “principio de Pascal”, del “principio de Bernoulli” y de muchos principios más.

Esta introducción, en apariencia digresiva, se vincula con el contenido del relato “La fiesta brava” y justifica el título del apunte que aquí avanza. Es, a mi juicio, el mejor o uno de los mejores cuentos fraguados por JEP, un artefacto literario con ángulos sociopolíticos y arquitectura peculiar. Cuando lo leí por primera vez, más o menos a mediados de los ochenta, me impresionó Andrés Quintana, su protagonista, un traductor y narrador enfermo de (la llamo así de manera tentativa) manía gramatical. En efecto, Quintana no sólo es un obseso de la corrección de sus textos, sino de todo lo que a su alrededor cuaja en palabras. No poco tiempo se le va en rumiar lo que lee, oye, escribe o piensa, y dado que la realidad se expresa abundantemente con palabras, material no le falta al tal Quintana, como en este ejemplo situado en el metro capitalino: “Bajó en la estación Insurgentes. Los magnavoces anunciaban el último viaje de esa noche. Todas las puertas iban a cerrarse. De paso leyó una inscripción grabada a punta de compás sobre un anuncio de Coca Cola: ASESINOS, NO OLVIDAMOS TLATELOLCO Y SAN COSME. / Debe decir: “ni San Cosme”, / corrigió Andrés mientras avanzaba hacia la salida. Arrancó el tren que iba en dirección de Zaragoza”.

No es extraño pues que en los oficios de escritor, traductor, corrector, periodista, profesor de español, similares y conexos, se trajine en el placer, o acaso en la tortura, de pensar y repensar palabras y frases. En todas partes se agazapan el acierto o el error, la rareza o el tópico, la fealdad o el arte amonedados en palabras. Quien padece esta manía disfruta con la reflexión de lo que lee, oye o piensa, pero también puede sentir una suerte de molestia pues su cabeza se desentiende de la realidad sólo para ponderar la viabilidad de una palabra o la ineficacia de otra. La lectura, por ello, se torna algo tortuosa, no tan fluida como la del lector ajeno a la enfermedad.

Hablé al comienzo del libro de Pacheco publicado por Mortiz. Recordé a Freud y en seguida comenté el matiz de la palabra “principio” colocada en el mundo de la ciencia. Curiosamente, yo publiqué en Mortiz una novela titulada El principio del terror que desde el punto de vista verbal tiene dos peculiaridades: una parte literal y otra, digamos, metafórica. Se refiere en efecto al principio como comienzo, y al terror como sinónimo de pavor político: con la decapitación de un tal Pelletier comenzó la etapa llamada “del terror” en la Revolución Francesa. Si no se explica esto, es fácil, como de hecho sucedió, que los potenciales lectores piensen erróneamente en terror gótico, en “literatura de terror”.

Como dije, hasta en la palabra o la frase más insípidas es posible acometer algún análisis. La manía gramatical no tiene llenadero.


sábado, diciembre 27, 2014

El amor es el (inevitable) demonio




















En el lenguaje más o menos patrimonial de la crítica literaria existe la palabra “paratextos”, que es una forma elegante de referirnos a todos aquellos elementos obviamente textuales —aunque también podríamos incluir en cierto grado los icónicos— que acompañan al texto principal de un libro. Aludimos pues con esta palabra al título, a los epígrafes, a las dedicatorias, a las palabras de la cuarta de forros y a las referencias biográficas. Son paratextos porque todas, de alguna forma, pueden llegar a modificar el texto, es decir, que en diferentes niveles orientan la lectura de una manera específica. Acerco dos ejemplos. Hay un “texto” de Guillermo Samperio titulado “El fantasma”. En estricto sentido se trata de un microrrelato, acaso el más corto de la historia, pues su contenido sólo es el título. Dado que el título (o paratexto) se refiere a un fantasma, la página aparece en blanco, de manera que los lectores vemos que el “protagonista” es invisible. Aquí es absolutamente claro cómo el paratexto determina la lectura que hacemos o podemos hacer.
El otro ejemplo brevísimo que se me ocurre es el del poema titulado “Alta traición”. Si sólo tenemos a la mano estas dos palabras, pensamos en efecto en una alta traición a algo, a lo que sea. Luego, al leer el texto, advertimos que es una ironía, que José Emilio Pacheco usó esas dos palabras para “darles” burlonamente la razón a quienes se desgarran las vestiduras por la patria abstracta y olvidan que también la patria puede ser amada en concreto, por sus seres y objetos más inmediatos:

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
     es inasible.
Pero (aunque suene mal)
     daría la vida
por diez lugares suyos,
     cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
     fortalezas,
una ciudad deshecha,
     gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
     montañas
—y tres o cuatro ríos.

Todo este rollote introductorio me sirve para destacar que hay al menos dos paratextos atendibles en El amor es el demonio, primer libro individual de cuentos publicado por Salvador Sáenz (Toluca, Estado de México, 1980). El primero es, claro, el título: gracias a él podemos anticipar que en las páginas de este libro deambularán personajes, la mayoría jóvenes, acuchillados por la gracia y la desgracia del amor, aturdidos por encuentros y desencuentros que los mantendrán entrando y saliendo (más lo segundo que lo primero) del estrechísimo reducto que es la felicidad amorosa. Y confirmado: de las nueve largas historias que configuran El amor es el demonio, al menos seis o siete tienen el condimento del amor malogrado, del cortocircuito afectivo.
El otro dato significativo está en la ficha biográfica: Salvador Sáenz es cantautor y como tal, suponemos, ha recorrido bastantes kilómetros de “antro”, como denominan hoy los jóvenes a lo que vagabundos de otras épocas llamábamos “bares” o “cantinas”. Gracias a esa información y desde el primer relato, asistimos como lectores al mundo casi desconocido de los foros urbanos donde alguien canta y muchos beben, donde los artistas conviven con una fauna donde hay de todo, incluido el amor pasajero, la juerga infinita y el fracaso como ingrediente casi indispensable de la ensalada.
Ya con esta información a la mano, accedemos a los cuentos de Sáenz y notamos que muchos de sus personajes viven al borde de la alucinación, caminan por la cornisa del esoterismo, la ufología o yerbas de similar peligro y son tan clavados en su “romanticismo” que muchas veces terminan apaleados por la realidad. Hay algo que batallo para definir en los cuentos de Sáenz: muchos parecen enrarecidos por atmósferas nocturnas y vaporosas en las que no falta el acoso del deseo ni el apetito por hallar la trascendencia en el contacto con lo sobrenatural, pero en casi todos los casos (habrá uno o dos cuentos que no me complacen a cabalidad) sentimos que esos sujetos y esos escenarios están cerca, en realidad existen aunque los personajes que allí operan sean sujetos medio pirados. Un ejemplo muy claro de esto lo veo en el cuento “No estamos solos”, donde se pasa de lo extraterrestre a lo terrestre de la manera más campechana:

La nota que dejó P. por debajo de la puerta me desconcertó, no tanto por lo que decía sino por el hecho de que se encontraba justo ahí, en mi casa. Nos conocimos virtualmente en un foro sobre temas de conspiración, de los muchos que hay en Internet, porque ambos somos apasionados de las cuestiones OVNI. Hacía unas semanas atrás empezamos a charlar por messenger, a través de cuentas falsas; por eso me inquietó hallar una advertencia escrita de su puño y letra en mi propio hogar, a pesar de que yo nunca le había dado mi nombre, dirección o teléfono. No hallaba qué pensar. Por un lado, sabía lo que insinuaba con aquellas palabras, pues el día anterior le conté vagamente sobre una chica de mi trabajo con la que estaba saliendo, Sara, sin revelarle, por supuesto, su nombre; y por otra parte, comencé a sospechar de él mismo pues, ¿por qué querría un desconocido prevenirme de algo que no estaba del todo claro? ¿Y por qué se había tomado la molestia de averiguar mi ubicación por ese simple hecho y con qué medios lo consiguió?

Así pues, El amor es un demonio (cuyo cuento homónimo, “Dos misiones para Santa Cecilia”, el ya mencionado “No estamos solos” y “Sólo me queda un consuelo” son los cuentos que más me gustan) es un libro diverso, rico en sugerencias, un producto literario que sin duda contiene historias que nos rozarán, tristes y risueñas, gratas en suma.

miércoles, noviembre 05, 2014

Tres evidencias de amor




















En tiempos de desolación como los que vivimos, de descreimiento y sensación de abismo social, o, visto de otro modo, a la hora de la poesía patriótica es común que pensemos en ristras interminables de exaltados versos, en pechos erguidos y manos declamatorias para enfatizar lo mucho que alguien ama el suelo que nos vio nacer. Ya López Velarde nos mostró que no es necesario vociferar ni desgarrarse las vestiduras para que el amor a la patria quede bien descrito sobre la página, con toda la emoción y la buena literatura que sea posible convocar.
El procedimiento del jerezano en su “Suave patria”, lo sabemos, fue sencillo y genial: aunque desde el comienzo declara que alzará la voz a la mitad del foro para cortar a la epopeya un gajo, lo hará en “épica sordina”, es decir, sin que atruene destempladamente su canto. Eso en cuanto al tono; en cuanto al asunto, pasará torrencial revista a México desde el horizonte, a ras de suelo, como transeúnte que poco a poco atraviesa calles, surcos, ríos, lo que le permite apreciar detalles en apariencia insignificantes, pero valiosos porque quizá allí, en ellos, se esconden las claves de lo que somos o podemos ser.
López Velarde desidealiza a la patria, la despoja del recubrimiento vaporoso que nos impide verla llana, concreta e inmediata. La ama entonces por lo que tiene de tangible, porque está allí, al alcance de la mano y la mirada:

Suave Patria: te amo no cual mito,
sino por tu verdad de pan bendito;
como a niña que asoma por la reja
con la blusa corrida hasta la oreja
y la falda bajada hasta el huesito.


Muchas décadas después, José Emilio Pacheco escribió “Alta traición”, quizá su poema más conocido. Son apenas catorce versos que por eso mismo significan mucho: para declarar amor a la patria no requirió los kilómetros y kilómetros de palabras que supondríamos debido al descomunal tamaño del asunto. No, con catorce versos cortos fue suficiente. Otra vez vemos aquí, pero en versión sintetizada, la necesidad de no hacerse pasar como patriota sólo con amor abstracto, sino con una visión terrestre y por ello capaz de contener en unos cuantos objetos todo lo que uno puede, humanamente, abrazar, ni más ni menos:

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
     es inasible.
Pero (aunque suene mal)
     daría la vida
por diez lugares suyos,
     cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
     fortalezas,
una ciudad deshecha,
     gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
     montañas
—y tres o cuatro ríos.

En 1980 fue publicado Fraguas, de Víctor Sandoval. Es un largo poema armado en tres estancias, todas con piezas poéticas breves. A su manera, el poema de la página 36 declara su amor a la patria sin patriotería, y conmueve porque —pese al desapego de lo que en apariencia es importante— la realidad del país lo hiere por dentro y le provoca llanto:

No soy una pancarta
ni un desfile de aguas triunfalistas.
No luciré jamás la escarapela tricolor,
no pertenezco a esa estirpe.
El himno nacional no me conmueve.
Mármol y bronce de los monumentos patrios
no son sino mármol y bronce.
Nunca he ido a la plaza la noche de las
celebraciones.
Definitivamente no soy un buen ciudadano.
Soy, eso sí, un hombre
al que se le humedecen los ojos
cuando le preguntan por su patria.

miércoles, septiembre 15, 2010

Sentimientos del bicentenario



A Heriberto Ramos Hernández le gusta recordar “Alta traición”, aquel poemita en el que Pacheco declara no amar a su país en abstracto pero sí dar la vida por diez lugares suyos, por cierta gente, por puertos, por bosques de pinos, por fortalezas, por una ciudad deshecha, gris y monstruosa, por varias figuras de su historia, por montañas y por tres o cuatro ríos. Cómo no estar de acuerdo con esa forma concreta y racional de querer al país. Finalmente, uno llega con el tiempo a derivar en la idea de que la patria querible es muy pequeña y de que en esa querencia al mundo íntimo que nos cupo en suerte está resumido y manifiesto el amor al país, a la Patria con mayúscula. Por eso pienso que “Alta traición” de JEP es una forma escueta, minimalista, de expresar la “Suave patria” de López Velarde, pues en ambos casos es enfática la idea de cantar —el jerezano en “épica sordina”— aquello que de íntimo y personal tienen los frutos de la cornucopia mexicana.
Como Pacheco y como Ramón, no me creo capaz de patriotismo abstracto y acaso he dado ya la vida—al vivir en y con ellos— por algunos lugares suyos, por cierta gente, por “los veneros del petróleo”, por “el santo olor de la panadería” y todo eso. No me creo un buen mexicano, sé que podría ser mejor, pero tampoco he dañado al país. Como tantos, he mentido, he ofendido innecesariamente, he desperdiciado tiempo y recursos, he hecho en suma mucho menos de lo que en potencia puedo hacer. A mí, como a Borges y a muchos, “mis padres me engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida”. Siento estarlos defraudando; a ellos y al país, pero tampoco me desgarro las vestiduras, pues, por otro lado, algo enseñé en las aulas por pagos generalmente módicos, he escrito palabras de reconocimiento y aliento para muchos colegas y no colegas, he compartido la felicidad del libro, he hablado y hablado para aclarar ideas en público y he creado ficciones cuyo propósito ha sido entretener y mostrar algunas facetas de la complejísima realidad. Digamos que si me pidieran un balance, mi fiel se ladearía un poco hacia el lado bueno, pues sin fariseísmo estúpido puedo afirmar que no he robado, dañado ni perpetrado todo eso que al acumularse ha colaborado en la enfermedad de nuestra alicaída patria.
Siempre he creído que ser mexicano es distinto pero no es menos valioso que ser keniano o francés, ruso o paraguayo. Fue un accidente que yo fuera mexicano, sí, así que eso no enardece mi nacionalismo, pero disfruto saber que gracias a eso tengo esta nacionalidad, hablo español (un idioma perfecto, bellísimo), puedo caminar (casi) libremente por costas, montañas, desiertos, selvas, cuidades coloniales, modernas, frías, cálidas. Por ser mexicano soy también lagunero y he convivido con una cocina estupenda, variada y económica. Gozo con nuestra música, con la conversación de la gente, con la lucha libre popular, con nuestra literatura, con nuestro arte todo. Me da gusto que lo mexicano tenga un toque de color, un timbre peculiar que lo distingue en cualquier parte. Me gusta ser mexicano, disfruto su espacio público, su ingenio para la picardía, su sentido de la amistad.
Por supuesto, también detesto sus vicios, los que todos conocemos, como la impunidad, la indiferencia política, el tráfico de influencias, el desdén ante las crueldades de la miseria, el cinismo de muchos servidores públicos que sólo sirven para el cinismo. Detesto la poca o nula sensibilidad de muchos de sus políticos (que darán el Grito hoy, increíble), la rapacidad de su más encumbrada casta empresarial, la ineficiencia de tantos servicios, el innoble papel de muchos medios, y en fin, tanto que casi se cae la cara de vergüenza.
A pregunta directa, respondí a algunos de mis compañeros de trabajo que desde el inicio de la propaganda bicentenaria me sentía un poco mal, es decir, que desde 2007 o 2008 quería que no llegara así la fecha de hoy. Un viscoso e indefinible sentimiento de pena me embarga ante la certeza de que estamos viviendo una efemérides mayúscula en medio de calamidades sin par en la historia de nuestra república. Siento una pena íntima e incomunicable, quizá una mezcolanza de tristeza, rabia e impotencia que me impide celebrar. Respeto la alegría de los demás, sus “gritos” nacionalistas. Yo, mientras tanto, apuraré el trago de esta noche casi oculto en la clandestinidad de mi pesadumbre. Serenamente orgulloso de lo que fuimos, contrito por lo que somos, confundido frente al futuro y vivando a México en silencio, en la solitaria bóveda del corazón, en “épica sordina”, precisamente.

sábado, diciembre 05, 2009

Pacheco Cervantes



Todos sabemos que el Premio Cervantes es el Nobel en español. Tras recibirlo, José Emilio Pacheco llega en materia de galardones a la máxima altura que un escritor pueda alcanzar si escribe en nuestra lengua. El reconocimiento es, pues, para él, pero también lo es para México, país con no pocos aportes en la vigorosa historia de este idioma común a tantos pueblos. Con éste, suman ya cuatro mexicanos con el Cervantes en la alforja; antes lo obtuvieron Octavio Paz, Carlos Fuentes y Sergio Pitol, lo que distribuye el paquete, si nos atenemos a los géneros que más han abrazado, en dos poetas (Paz y Pacheco) y dos narradores (Fuentes y Pitol). Como dato curioso, la estadística indica que a los escritores mexicanos les conviene tener un apellido con P inicial.
En el ensayo “Cuatro estaciones de la cultura mexicana” (La historia cuenta, 1998), Enrique Krauze ubica a Pacheco entre los poetas de la generación de 1968. Entre otros, aparecen en el mismo grupo Carlos Montemayor, Juan Bañuelos, Jaime Labastida, Elsa Cross, David Huerta, Jaime Augusto Shelley y Ricardo Yáñez. También en la generación del 68 destaca a los novelistas Jorge Aguilar Mora, José Agustín, René Avilés Fabila, Arturo Azuela, Parménides García Saldaña, Hernán Lara Zavala, Gustavo Sáinz y Ignacio Solares; en el ensayo, la misma generación así clasificada por Krauze resalta a Héctor Aguilar Camín, Roger Bartra, José Joaquín Blanco, Lorenzo Meyer, Carlos Monsiváis y Guillermo Sheridan. Esos son algunos de los escritores que, como digo, han aportado una obra innegablemente valiosa al español, poetas, narradores y ensayistas de una generación (si creemos en eso: que existen las generaciones) nacida, meses más o menos, entre 1940 y 1950, es decir, cuando México dizque se abría al mundo moderno y cambiaba las riendas del caballo por el volante de automóvil. Creo ver en esos escritores el tirón definitivo hacia el cosmopolitismo; en diferentes medidas, por supuesto, los autores mencionados junto a Pacheco ya no miraban tanto hacia el país como hacia el exterior. Quiero decir que para estos escritores era tan valioso lo nacional como lo foráneo y ya no era incluso necesario hacer distingos que en algún otro momento derivaron en guerras de papel como la abundantemente documentada en México en 1932: la polémica nacionalista de 1929 (FCE, 1999) de Guillermo Sheridan. Como Pacheco, los escritores de ese tándem podían ya, con todo desparpajo, oír rock, leer en inglés o francés, traducir, mover a sus personajes por calles y ya no por brechas, mezclar géneros, experimentar con estructuras, describir sin velo escenas sexuales, preocuparse por las minorías y dialogar con el arte pop, entre otras novedades.
Como sus contemporáneos, Pacheco es un escritor todoterreno. El género de su mayor dominio es la poesía, pero tiene cuentos estimables, un par de novelas y una muchedumbre de textos críticos publicados igualmente en una muchedumbre de revistas y periódicos; en esto sólo es superado por su amigo y casi hermano Monsiváis, aunque Pacheco se diferencia de aquél en un mayor ceñimiento al ensayo literario breve y no a la todología manejada por el autor de Escenas de pudor y liviandad.
Los premios son siempre bienvenidos por todo escritor, o por casi todo escritor, y más si son como el Cervantes, que no surge por convocatoria ni obliga a la revisión de una obra específica. El máximo premio para un escritor de lengua española es concedido por trayectoria, como el Nobel, así que quien lo recibe quizá puede soñarlo, pero, se supone, no operar para que se lo den. El monto en metálico, 125 mil euros, no es nada despreciable, y esta cantidad se suma a la difusión que recibe la obra del galardonado. Pacheco estaba en la FIL cuando recibió la noticia, lo que de inmediato colocó sus declaraciones en el centro de la atención y cotizó a la alza sus autógrafos. Con el Cervantes, Pacheco gana además otra ubicación; sale de la vitrina de escritores mexicanos y se coloca en la que también ocupan Carpentier, Borges, Onetti, Sabato, Roa Bastos, Bioy Casares, Vargas Llosa, Cela, Mutis, Gelman, entre otros ganadores del premio que recibirá el 23 de abril de 2010 en la Universidad de Alcalá de Henares. Tal vez Pacheco parezca poco junto a monstruos como Carpentier o Borges (¿quién no parece poco junto a Borges?) o Vargas Llosa, o junto al mismo Paz. Tengo para mí que su obra vale, más que por su tamaño, por la congruencia de su sentido humanista, por ser ventana siempre abierta a la reflexión: mirador apuntado sin descanso hacia el corazón del hombre, es decir, obra que compendia las virtudes de su generación.

domingo, mayo 10, 2009

Madre sólo hay dos



A estas alturas del partido creo que no hay quien pueda dar lecciones creíbles de civismo, pero nunca está de sobra echarle un vistazo, aunque sea de lejecitos, al concepto que uno abraza de patria y patriotismo. Escribo para este día de las madres porque pretendo contradecir el lugar común de que madre sólo hay una; no, madre sólo hay dos, la que nos parió y la otra, más grande, a la que solemos llamar patria (del latín patrĭa, patris, tierra paterna) y que sería mejor denominar matria, lo que hace oximorónico decir madre-patria y pleonástico madre-matria. Sea como sea, madre sólo hay dos, en mi caso doña Catalina Vargas, la jefa del mal hijo que esto escribe y desea no defraudarla, y México, la matria de este muy mediocre mexicano que siempre quisiera ser más masiosare de lo que es.
El viernes pasado escribí, como todo mundo ignora, un texto en homenaje de José Emilio Pacheco; lo hice por el setenta aniversario de su nacimiento, celebrado en abril, y porque recién fue galardonado con el premio Reina Sofía. En aquellos párrafos aproveché para citar, por enésima, su poema “Alta traición”, y como tengo fe en que los lectores me leen, se decepcionan y nunca vuelven, ahora lo reitero: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / y tres o cuatro ríos”. Ese puñado de versos condensa lo que, sospecho, debe ser la patria de los escépticos: un lugar concreto, asible, visibilizable, no la entidad inalcanzable que en los libros de texto ostenta un “fulgor abstracto”. Creo coincidir con esa idea de patria, pues, como Pacheco, cometo la alta traición de querer al suelo donde he nacido y sentir que inmensa nostalgia invade mi pensamiento cuando por alguna razón me alejo mucho de él, de esta patria o matria chica que es La Laguna, el Nazas, los cerros calvos, los pinabetes feos y terrosos, ciertamente, pero nuestros, pero míos.
En registro inflamado, el “Credo” de Ricardo López Méndez, el “Vate”, camina un derrotero más popular que sin duda lo torna llegador, sentimental como canción de radio y si duda auténtico en su arrebato por el orgullo de la mexicanidad: “México, creo en ti como en el vértice de un juramento, / Tú hueles a tragedia tierra mía, / y sin embargo ríes demasiado, / acaso porque sabes que la risa, / es la envoltura de un dolor callado. (…) México, creo en ti, porque escribes tu nombre con la X, / que algo tiene de cruz y de calvario, / porque el águila brava de tu escudo, / se divierte jugando a los volados, / con la vida y a veces con la muerte. (…) México, creo en ti, porque eres el alto de mi marcha, / y el punto de partida de mi impulso, / mi credo, ¡patria!, tiene que ser tuyo, / como la voz que salva, / y como el ancla”.
Anterior al poema anterior e indiscutiblemente el mejor producto literario de temática mexicanista, “La suave patria” de Ramón López Velarde trabaja con la arcilla de lo cotidiano, de lo inmediato, y borra hasta donde es posible los rastros de ese patriotismo (o patrioterismo, no sé) que varios años después Pacheco juzgará abstracto. A la peculiar observación del entorno íntimo como concreción de la patria, López Velarde aduna la espectacularidad de sus inusitados adjetivos de sulfato de cobre y el encanto casi matemático de sus rimas. Es un poema abrumadoramente hermoso, el mejor: “Yo que sólo canté de la exquisita / partitura del íntimo decoro, / alzo hoy la voz a la mitad del foro, / a la manera del tenor que imita / la gutural modulación del bajo, / para cortar a la epopeya un gajo. / Navegaré por las olas civiles / con remos que no pesan, porque van / como los brazos del correo chuan / que remaba la Mancha con fusiles. / Diré con una épica sordina: / la patria es impecable y diamantina. // Suave Patria: permite que te envuelva / en la más honda música de selva / con que me modelaste por entero / al golpe cadencioso de las hachas, / entre risas y gritos de muchachas / y pájaros de oficio carpintero. (…) Sobre tu Capital, cada hora vuela / ojerosa y pintada, en carretela; / y en tu provincia, del reloj en vela / que rondan los palomos colipavos, / las campanadas caen como centavos. / Patria: tu mutilado territorio / se viste de percal y de abalorio. / Suave Patria: tu casa todavía / es tan grande, que el tren va por la vía / como aguinaldo de juguetería. (…) Tu barro suena a plata, y en tu puño / su sonora miseria es alcancía, / y por las madrugadas del terruño, / en calles como espejos, se vacía / el santo olor de la panadería. / Cuando nacemos, nos regalas notas, / después, un paraíso de compotas, / y luego te regalas toda entera, / suave Patria, alacena y pajarera. (…) Suave Patria: te amo no cual mito, / sino por tu verdad de pan bendito / como a niña que asoma por la reja / con la blusa corrida hasta la oreja / y la falda bajada hasta el huesito. / Inaccesible al deshonor, floreces: / creeré en ti, mientras una mexicana / en su tápalo lleve los dobleces / de la tienda, a las seis de la mañana, / y al estrenar su lujo, quede lleno / el país, del aroma del estreno. / Como la sota moza, Patria mía, / en piso de metal, vives al día, / de milagro, como la lotería. (…) Suave Patria: vendedora de chía: / quiero raptarte en la cuaresma opaca, / sobre un garañón, y con matraca, / y entre los tiros de la policía...”.
En “Luvina”, el cuento de Rulfo, un profe charla con los pobladores del pueblo moribundo que da título al relato; en ese breve diálogo descansa una lección: no debemos confundir a la patria con el mugroso gobierno: “Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! —les dije—. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos ayudará’.
‘Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.
‘—¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?
“Les dije que sí.
‘—También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de Gobierno.
‘Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre’”.

viernes, mayo 08, 2009

Setenta de Pacheco



José Emilio Pacheco cumple setenta años en 2009. Nacido en la Ciudad de México, desde muy joven dio trazas de ser un escritor y periodista de los que sí escriben, de esos que prefieren el estudio (en los dos sentidos de la palabra, como acto de estudiar y como lugar propicio para hacerlo) al reflector. Es considerado (junto a Monsiváis, Pitol, Lizalde, Elizondo y García Ponce), componente esencial de la generación de medio siglo, aquélla que se forjó en el alemanismo del desarrollo estabilizador. Ese es el marco sociocultural, por cierto, de Las batallas en el desierto, su muy leída noveleta.
Al también autor de Morirás lejos lo he visto una sola vez. Fue en Chihuahua, en una lectura que el poeta hizo en la sala principal de la Quinta Gameros. Aquello ocurrió en 1990 o 1991, no recuerdo con precisión. Lo que sí recuerdo es que ya para entonces lo admiraba por tres razones: por su columna “Inventario”, publicada con disciplina semanal en Proceso; por su poesía, accesible a toda hora y, sobre todo, por los cuentos reunidos en El principio del placer (Joaquín Mortiz, 1972). Esos cuentos, que compré en un lote de saldos de la Librería de Cristal de la Morelos y Falcón, en Torreón, fueron para mí, de veinte años en aquel momento, una revelación, los primeros relatos en los que advertí el rico poliedrismo del cuento, las formas convencionales y no convencionales de narrar una historia. Entre esos cuentos destaca en mi memoria “La fiesta brava”, un cuento que, como caja china, guarda otro cuento, lo que en aquella época me deslumbró.
No fue lo único que le leí, claro, pues muchos años seguí frecuentando su columna en la revista fundada por Julio Scherer. Además, sumé algunos de sus libros de poesía hasta tener Tarde o temprano (FCE), el título que reúne la totalidad de sus libros de poesía publicados hasta 2004. En cuanto a su narrativa, Las batallas en el desierto pasó a formar parte de mis materiales básicos en clases de narrativa; era fácil de conseguirlo en La Laguna, lo que sumado a su brevedad y a la sencillez de su trama daba como resultado que fuera un librito inmejorable para el aula. Por todo eso me dio gusto ayer la nota que comunica otro reconocimiento para Pacheco, el Premio Reina Sofía 2009. El mexicano se embolsa el prestigio de ese galardón y 42 mil 100 euros (alrededor de 56 mil dólares), morlacos nada despreciables que le caen por su aportación literaria “al patrimonio cultural común de Iberoamérica y España”.
El premio le fue otorgado por la totalidad de su obra poética, que en general es de cuño harto trasparente y siempre muestra una preocupación al rojo por los problemas esenciales del hombre contemporáneo. No hay estridencias en la poesía de Pacheco, sino una voz que susurra, reflexiona y se pregunta por los innumerables destinos rotos de la humanidad. Hay dos poemas de su cosecha que siempre son citados, y ésta no será la excepción. “Alta traición”, una pequeña pieza que vaya le hace falta a nuestro país en momentos como el que atravesamos: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / y tres o cuatro ríos”. Y el otro, con el que termino (“Fin de siglo”): “La sangre derramada clama venganza”. / Y la venganza no puede engendrar / sino más sangre derramada / ¿Quién soy: / el guarda de mi hermano o aquel / a quien adiestraron / para aceptar la muerte de los demás, / no la propia muerte? / ¿A nombre de qué puedo condenar a muerte / a otros por lo que son o piensan? / Pero ¿cómo dejar impunes / la tortura o el genocidio o el matar de hambre? / No quiero nada para mí: / sólo anhelo / lo posible imposible: / un mundo sin víctimas. // Cómo lograrlo no está en mi poder; / escapa a mi pequeñez, a mi pobre intento / de vaciar el mar de sangre que es nuestro siglo / con el cuenco trémulo de la mano / Mientras escribo llega el crepúsculo / cerca de mí los gritos que no han cesado / no me dejan cerrar los ojos”.

sábado, marzo 21, 2009

Sabines prosigue



Recuerdo que en el 87 u 88, o tal vez un poco antes, cuando yo era feliz y desempleado y recién ex convicto del hoy cumpleañero Iscytac, conocí la poesía de Jaime Sabines. Los ímpetus de la juventud se identifican fácilmente con esos versos de apariencia fácil, conversacional, tristona y en más de algún momento deliberadamente cursi. Por eso me identifiqué con el chiapaneco: sus versos emitían descargas emotivas más o menos adaptables al estado de ánimo de alguien (en este caso yo) que tenía la obligación de añadirle amargura a la existencia para parecer de veras escritor. Cumplía a ciegas con el imperecedero mito del romanticismo (me refiero al romanticismo de la época del Romanticismo, no al actual, que es pura melcocha): uno debía imponerse la tarea de ser infeliz, pues se suponía que la dicha no era buena argamasa para construir literatura. Hoy, al contrario, ya al final de la vida, uno quiere ser feliz, hacer mierda el mito de la tristeza romántica, y ahora es la realidad la que se obstina en no permitirlo. Pero en fin.
Leí con gusto, digo, a Sabines. Poco después con algo de pena, pues me enteré de que para muchos críticos era un poeta “popular”, un escritor “no intelectual”, de poesía elaborada con los intestinos más que con la razón. De hecho, como murió casi al mismo tiempo que Paz, recuerdo que alguna revista hizo una especie de sondeo para saber qué poeta había tenido más punch entre los lectores: el intelectual Paz o el visceral Sabines. A estas alturas me parecen improcedentes tales comparaciones, pues uno puede gustar sin favoritismos de varios platillos del bufet, es decir, podemos probar la fruta y gozarla a fondo porque es el momento de la fruta, así como los chilaquiles saben de maravilla cuando les llega su ocasión. Paz, Sabines, Bonifaz Nuño, Lizalde, Enriqueta, Pacheco, Cross, Chumacero, Cervantes (Francisco), Bartolomé, todos los grandes poetas mexicanos tienen su sitio en el santoral, de manera que es ejercicio infantil andar diciendo que Paz es mejor (¿mejor por qué?) que Sabines. Pero ese debate caminó con suerte en el periodismo mexicano, tal vez porque los dos encarnaban los polos del hacer poético: uno, Paz, el frío, el calculador, el milimétrico, el erudito que bordeaba con sus versos la lingüística, la filosofía, la antropología, la teología; el otro, Sabines, el cálido, el desgarrado, el callejero, el mundano, el vocero de los desesperados y los amorosos. A diez años de su muerte, Sabines se ha alejado un poco de mis lecturas, pero cuando topo con alguno de sus poemas vuelvo, secretamente, a ser el joven desesperado por alcanzar un poco de desesperación, de rabia, de dolor y de fe en la redención de la carne cuando ésta interactúa bajo las sábanas.
¿Un poema que lo pinte de cuerpo entero? Hay muchos, casi todos pintan completo al chiapaneco muerto el 19 de marzo del 99. Comparto un fragmento de “El llanto fracasado”, donde se nota el fraseo de Sabines, su aproximación sin tapujos al Eros y al Tánatos: “Roto, casi ciego, rabioso, aniquilado, / hueco como un tambor al que / golpea la vida, / sin nadie pero solo, / respondiendo las mismas / palabras para las mismas / cosas siempre, / muriendo absurdamente, / llorando como niña, asqueado. / He aquí éste que queda, el que me queda todavía. / Háblenle de esperanza, / díganle lo que saben ustedes, lo que ignoran, / una palabra de alegría, otra de amor, que sueñe. // Todos los animales sobre la tierra duermen. / Sólo el hombre no duerme. / ¿Han visto ustedes un gesto de ternura en el rostro de un loco dormido? / ¿Han visto un perro soñando con gaviotas? / ¿Qué han visto?”.
o
Una felicitación
Felicito con jaimesabineano arrebato a Gerardo García Muñoz, uno de mis mejores amigos: que la aventura venidera le depare (o les depare, más bien) un futuro pleno de alegría. Es lo menos que puedo desear para mi gran secuaz y, claro, para Martha Yadira también.