A estas alturas del partido creo que no hay quien pueda dar lecciones creíbles de civismo, pero nunca está de sobra echarle un vistazo, aunque sea de lejecitos, al concepto que uno abraza de patria y patriotismo. Escribo para este día de las madres porque pretendo contradecir el lugar común de que madre sólo hay una; no, madre sólo hay dos, la que nos parió y la otra, más grande, a la que solemos llamar patria (del latín patrĭa, patris, tierra paterna) y que sería mejor denominar matria, lo que hace oximorónico decir madre-patria y pleonástico madre-matria. Sea como sea, madre sólo hay dos, en mi caso doña Catalina Vargas, la jefa del mal hijo que esto escribe y desea no defraudarla, y México, la matria de este muy mediocre mexicano que siempre quisiera ser más masiosare de lo que es.
El viernes pasado escribí, como todo mundo ignora, un texto en homenaje de José Emilio Pacheco; lo hice por el setenta aniversario de su nacimiento, celebrado en abril, y porque recién fue galardonado con el premio Reina Sofía. En aquellos párrafos aproveché para citar, por enésima, su poema “Alta traición”, y como tengo fe en que los lectores me leen, se decepcionan y nunca vuelven, ahora lo reitero: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / y tres o cuatro ríos”. Ese puñado de versos condensa lo que, sospecho, debe ser la patria de los escépticos: un lugar concreto, asible, visibilizable, no la entidad inalcanzable que en los libros de texto ostenta un “fulgor abstracto”. Creo coincidir con esa idea de patria, pues, como Pacheco, cometo la alta traición de querer al suelo donde he nacido y sentir que inmensa nostalgia invade mi pensamiento cuando por alguna razón me alejo mucho de él, de esta patria o matria chica que es La Laguna, el Nazas, los cerros calvos, los pinabetes feos y terrosos, ciertamente, pero nuestros, pero míos.
En registro inflamado, el “Credo” de Ricardo López Méndez, el “Vate”, camina un derrotero más popular que sin duda lo torna llegador, sentimental como canción de radio y si duda auténtico en su arrebato por el orgullo de la mexicanidad: “México, creo en ti como en el vértice de un juramento, / Tú hueles a tragedia tierra mía, / y sin embargo ríes demasiado, / acaso porque sabes que la risa, / es la envoltura de un dolor callado. (…) México, creo en ti, porque escribes tu nombre con la X, / que algo tiene de cruz y de calvario, / porque el águila brava de tu escudo, / se divierte jugando a los volados, / con la vida y a veces con la muerte. (…) México, creo en ti, porque eres el alto de mi marcha, / y el punto de partida de mi impulso, / mi credo, ¡patria!, tiene que ser tuyo, / como la voz que salva, / y como el ancla”.
Anterior al poema anterior e indiscutiblemente el mejor producto literario de temática mexicanista, “La suave patria” de Ramón López Velarde trabaja con la arcilla de lo cotidiano, de lo inmediato, y borra hasta donde es posible los rastros de ese patriotismo (o patrioterismo, no sé) que varios años después Pacheco juzgará abstracto. A la peculiar observación del entorno íntimo como concreción de la patria, López Velarde aduna la espectacularidad de sus inusitados adjetivos de sulfato de cobre y el encanto casi matemático de sus rimas. Es un poema abrumadoramente hermoso, el mejor: “Yo que sólo canté de la exquisita / partitura del íntimo decoro, / alzo hoy la voz a la mitad del foro, / a la manera del tenor que imita / la gutural modulación del bajo, / para cortar a la epopeya un gajo. / Navegaré por las olas civiles / con remos que no pesan, porque van / como los brazos del correo chuan / que remaba la Mancha con fusiles. / Diré con una épica sordina: / la patria es impecable y diamantina. // Suave Patria: permite que te envuelva / en la más honda música de selva / con que me modelaste por entero / al golpe cadencioso de las hachas, / entre risas y gritos de muchachas / y pájaros de oficio carpintero. (…) Sobre tu Capital, cada hora vuela / ojerosa y pintada, en carretela; / y en tu provincia, del reloj en vela / que rondan los palomos colipavos, / las campanadas caen como centavos. / Patria: tu mutilado territorio / se viste de percal y de abalorio. / Suave Patria: tu casa todavía / es tan grande, que el tren va por la vía / como aguinaldo de juguetería. (…) Tu barro suena a plata, y en tu puño / su sonora miseria es alcancía, / y por las madrugadas del terruño, / en calles como espejos, se vacía / el santo olor de la panadería. / Cuando nacemos, nos regalas notas, / después, un paraíso de compotas, / y luego te regalas toda entera, / suave Patria, alacena y pajarera. (…) Suave Patria: te amo no cual mito, / sino por tu verdad de pan bendito / como a niña que asoma por la reja / con la blusa corrida hasta la oreja / y la falda bajada hasta el huesito. / Inaccesible al deshonor, floreces: / creeré en ti, mientras una mexicana / en su tápalo lleve los dobleces / de la tienda, a las seis de la mañana, / y al estrenar su lujo, quede lleno / el país, del aroma del estreno. / Como la sota moza, Patria mía, / en piso de metal, vives al día, / de milagro, como la lotería. (…) Suave Patria: vendedora de chía: / quiero raptarte en la cuaresma opaca, / sobre un garañón, y con matraca, / y entre los tiros de la policía...”.
En “Luvina”, el cuento de Rulfo, un profe charla con los pobladores del pueblo moribundo que da título al relato; en ese breve diálogo descansa una lección: no debemos confundir a la patria con el mugroso gobierno: “Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! —les dije—. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos ayudará’.
‘Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.
‘—¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?
“Les dije que sí.
‘—También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de Gobierno.
‘Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre’”.
El viernes pasado escribí, como todo mundo ignora, un texto en homenaje de José Emilio Pacheco; lo hice por el setenta aniversario de su nacimiento, celebrado en abril, y porque recién fue galardonado con el premio Reina Sofía. En aquellos párrafos aproveché para citar, por enésima, su poema “Alta traición”, y como tengo fe en que los lectores me leen, se decepcionan y nunca vuelven, ahora lo reitero: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / y tres o cuatro ríos”. Ese puñado de versos condensa lo que, sospecho, debe ser la patria de los escépticos: un lugar concreto, asible, visibilizable, no la entidad inalcanzable que en los libros de texto ostenta un “fulgor abstracto”. Creo coincidir con esa idea de patria, pues, como Pacheco, cometo la alta traición de querer al suelo donde he nacido y sentir que inmensa nostalgia invade mi pensamiento cuando por alguna razón me alejo mucho de él, de esta patria o matria chica que es La Laguna, el Nazas, los cerros calvos, los pinabetes feos y terrosos, ciertamente, pero nuestros, pero míos.
En registro inflamado, el “Credo” de Ricardo López Méndez, el “Vate”, camina un derrotero más popular que sin duda lo torna llegador, sentimental como canción de radio y si duda auténtico en su arrebato por el orgullo de la mexicanidad: “México, creo en ti como en el vértice de un juramento, / Tú hueles a tragedia tierra mía, / y sin embargo ríes demasiado, / acaso porque sabes que la risa, / es la envoltura de un dolor callado. (…) México, creo en ti, porque escribes tu nombre con la X, / que algo tiene de cruz y de calvario, / porque el águila brava de tu escudo, / se divierte jugando a los volados, / con la vida y a veces con la muerte. (…) México, creo en ti, porque eres el alto de mi marcha, / y el punto de partida de mi impulso, / mi credo, ¡patria!, tiene que ser tuyo, / como la voz que salva, / y como el ancla”.
Anterior al poema anterior e indiscutiblemente el mejor producto literario de temática mexicanista, “La suave patria” de Ramón López Velarde trabaja con la arcilla de lo cotidiano, de lo inmediato, y borra hasta donde es posible los rastros de ese patriotismo (o patrioterismo, no sé) que varios años después Pacheco juzgará abstracto. A la peculiar observación del entorno íntimo como concreción de la patria, López Velarde aduna la espectacularidad de sus inusitados adjetivos de sulfato de cobre y el encanto casi matemático de sus rimas. Es un poema abrumadoramente hermoso, el mejor: “Yo que sólo canté de la exquisita / partitura del íntimo decoro, / alzo hoy la voz a la mitad del foro, / a la manera del tenor que imita / la gutural modulación del bajo, / para cortar a la epopeya un gajo. / Navegaré por las olas civiles / con remos que no pesan, porque van / como los brazos del correo chuan / que remaba la Mancha con fusiles. / Diré con una épica sordina: / la patria es impecable y diamantina. // Suave Patria: permite que te envuelva / en la más honda música de selva / con que me modelaste por entero / al golpe cadencioso de las hachas, / entre risas y gritos de muchachas / y pájaros de oficio carpintero. (…) Sobre tu Capital, cada hora vuela / ojerosa y pintada, en carretela; / y en tu provincia, del reloj en vela / que rondan los palomos colipavos, / las campanadas caen como centavos. / Patria: tu mutilado territorio / se viste de percal y de abalorio. / Suave Patria: tu casa todavía / es tan grande, que el tren va por la vía / como aguinaldo de juguetería. (…) Tu barro suena a plata, y en tu puño / su sonora miseria es alcancía, / y por las madrugadas del terruño, / en calles como espejos, se vacía / el santo olor de la panadería. / Cuando nacemos, nos regalas notas, / después, un paraíso de compotas, / y luego te regalas toda entera, / suave Patria, alacena y pajarera. (…) Suave Patria: te amo no cual mito, / sino por tu verdad de pan bendito / como a niña que asoma por la reja / con la blusa corrida hasta la oreja / y la falda bajada hasta el huesito. / Inaccesible al deshonor, floreces: / creeré en ti, mientras una mexicana / en su tápalo lleve los dobleces / de la tienda, a las seis de la mañana, / y al estrenar su lujo, quede lleno / el país, del aroma del estreno. / Como la sota moza, Patria mía, / en piso de metal, vives al día, / de milagro, como la lotería. (…) Suave Patria: vendedora de chía: / quiero raptarte en la cuaresma opaca, / sobre un garañón, y con matraca, / y entre los tiros de la policía...”.
En “Luvina”, el cuento de Rulfo, un profe charla con los pobladores del pueblo moribundo que da título al relato; en ese breve diálogo descansa una lección: no debemos confundir a la patria con el mugroso gobierno: “Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! —les dije—. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos ayudará’.
‘Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.
‘—¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?
“Les dije que sí.
‘—También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de Gobierno.
‘Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre’”.