“Este libro se acabó de imprimir el día 20 de mayo de 1959 en los talleres de Imprenta Nuevo Mundo (…) La edición estuvo al cuidado de Joaquín Díez-Canedo y del autor”, dice el colofón de la primera edición de Obras completas (y otros cuentos). Eso significa entonces que “El dinosaurio”, microrrelato contenido en aquel libro (p. 69), cumple hoy sus primeros cincuenta añitos de vida. Para ser una línea de apenas siete palabras se le ve todavía robusta, feliz en su trono de relato más corto de la historia. Luego otros han querido superar su rapidez y acaso lo han logrado, pero el mérito de haber llegado primero a la síntesis extrema le cabrá siempre a Augusto Monterroso. Lo demás es sombra.
A esa obra y a ese autor les dediqué un librito titulado Monterrosaurio (2008). Lo hice porque desde hace algunos años cambié mi percepción acerca del tamaño literario. Por mucho tiempo intuí que la brevedad y el fragmentarismo tenían un encanto peculiar, pero no me animaba a aceptarlo por la gravitación que en mí ejercía el mito de la novela decimonónica, del ladrillote hecho libro. Con la edad afiné mi noción de que toda obra es válida en función de su eficacia, no necesariamente de su tamaño. Así, Monterroso el brevísimo y su desdén por lo mega me sedujeron, aunque en mi caso sin desdén por lo mega, más bien con aprecio por todo aquello que ofrezca algo digno de recuerdo, use o no use muchas palabras en el trance de comunicar.
Tampoco me lo tomo muy en serio, debo decir. El escepticismo formal del microrrelato es una manifestación de un escepticismo más amplio, de una duda sembrada en todo lo que atraviesa los sentidos. El microrrelato es, a mi ver, una púa, un instante de luz. Tengo la corazonada de que su aroma siempre es humorístico y quizá por eso los microrrelatos adustos no me agradan. Una paradoja, un juego de palabras, una ironía son ingredientes básicos del molde. Allí lo importante no es lo dicho, sino lo no dicho, de ahí que el microrrelato suela ser alusivo e inquietante, como “El dinosaurio” que luego pasaría a convertirse en hito y luego en escuela.
Mi libro sobre ese tema tiene adrede un prólogo largo, para jugar desde allí con la paradoja: un prólogo de veinte páginas que desmenuza una línea de texto. Insisto que no lo tomo muy en serio, por eso hay bromas metidas en el embustero estilo académico que le calcé. Hago citas que hasta parecen de investigador, como ésta del propio Monterroso:
“—¿Cómo nació la idea de este cuento?
—No lo tengo tan presente como mi primer recuerdo erótico. Sin embargo, no creo que haya nacido en un momento dado, sino quizá en un momento de bromas con los amigos, de chistes ocurrentes que uno dice de pronto, y se conjugó esa frase. Me pareció ser un buen texto breve, lo escribí y lo más importante es que lo publiqué en forma de cuento. La valentía no estaba en escribirlo en ese tiempo (hace más de treinta años) sino publicarlo como tal. Lo metí en el primer libro de cuentos y está en medio de los dos más largos que he escrito [‘Diógenes también’ y ‘Leopoldo (sus trabajos)’], tienen 20 ó 30 páginas, éste tenía una sola línea y eso llamó la atención. Ahora se ha convertido en una pregunta un tanto obligada. No creo que tenga mayor valor”. Así, en registro falsamente docto acometí la introducción hasta llegar al meollo de mi libro, una sarta de “monterrosaurias”, piezas que son versiones chuscas inspiradas en el original. Creo que son 85, como ésta: “El lupanar: Cuando ingresó, su hermana todavía estaba allí” (por si alguien desea perder su tiempo en él, ese libro está a la venta en la librería del Teatro Martínez y en la librería Punto y Aparte).
Para acabar pronto, “El dinosaurio” cumple cincuenta y creo que no habrá meteorito yucateco capaz de aniquilarlo. Su vida estará asegurada mientras haya en el mundo exploradores que gusten cazar hormigas con el arpón de un alfiler.
A esa obra y a ese autor les dediqué un librito titulado Monterrosaurio (2008). Lo hice porque desde hace algunos años cambié mi percepción acerca del tamaño literario. Por mucho tiempo intuí que la brevedad y el fragmentarismo tenían un encanto peculiar, pero no me animaba a aceptarlo por la gravitación que en mí ejercía el mito de la novela decimonónica, del ladrillote hecho libro. Con la edad afiné mi noción de que toda obra es válida en función de su eficacia, no necesariamente de su tamaño. Así, Monterroso el brevísimo y su desdén por lo mega me sedujeron, aunque en mi caso sin desdén por lo mega, más bien con aprecio por todo aquello que ofrezca algo digno de recuerdo, use o no use muchas palabras en el trance de comunicar.
Tampoco me lo tomo muy en serio, debo decir. El escepticismo formal del microrrelato es una manifestación de un escepticismo más amplio, de una duda sembrada en todo lo que atraviesa los sentidos. El microrrelato es, a mi ver, una púa, un instante de luz. Tengo la corazonada de que su aroma siempre es humorístico y quizá por eso los microrrelatos adustos no me agradan. Una paradoja, un juego de palabras, una ironía son ingredientes básicos del molde. Allí lo importante no es lo dicho, sino lo no dicho, de ahí que el microrrelato suela ser alusivo e inquietante, como “El dinosaurio” que luego pasaría a convertirse en hito y luego en escuela.
Mi libro sobre ese tema tiene adrede un prólogo largo, para jugar desde allí con la paradoja: un prólogo de veinte páginas que desmenuza una línea de texto. Insisto que no lo tomo muy en serio, por eso hay bromas metidas en el embustero estilo académico que le calcé. Hago citas que hasta parecen de investigador, como ésta del propio Monterroso:
“—¿Cómo nació la idea de este cuento?
—No lo tengo tan presente como mi primer recuerdo erótico. Sin embargo, no creo que haya nacido en un momento dado, sino quizá en un momento de bromas con los amigos, de chistes ocurrentes que uno dice de pronto, y se conjugó esa frase. Me pareció ser un buen texto breve, lo escribí y lo más importante es que lo publiqué en forma de cuento. La valentía no estaba en escribirlo en ese tiempo (hace más de treinta años) sino publicarlo como tal. Lo metí en el primer libro de cuentos y está en medio de los dos más largos que he escrito [‘Diógenes también’ y ‘Leopoldo (sus trabajos)’], tienen 20 ó 30 páginas, éste tenía una sola línea y eso llamó la atención. Ahora se ha convertido en una pregunta un tanto obligada. No creo que tenga mayor valor”. Así, en registro falsamente docto acometí la introducción hasta llegar al meollo de mi libro, una sarta de “monterrosaurias”, piezas que son versiones chuscas inspiradas en el original. Creo que son 85, como ésta: “El lupanar: Cuando ingresó, su hermana todavía estaba allí” (por si alguien desea perder su tiempo en él, ese libro está a la venta en la librería del Teatro Martínez y en la librería Punto y Aparte).
Para acabar pronto, “El dinosaurio” cumple cincuenta y creo que no habrá meteorito yucateco capaz de aniquilarlo. Su vida estará asegurada mientras haya en el mundo exploradores que gusten cazar hormigas con el arpón de un alfiler.