No son muchos, pero sí fieles. Me refiero a mis lectores, quienes por medios diversos me aproximan un reconocimiento que por supuesto no merezco pero sí acepto, pues de chiquito me enseñaron a no desairar lo que de buena gana sale del prójimo. Uno de esos lectores es una lectora; su nombre es Estela Perezgasga de Valdez, que como podemos imaginar es la esposa de don Bulmaro Valdez y madre ejemplar de trece hijos entre los que cuento como amigos a Paco, Pepe y Uriel. Pues bien, doña Estela leyó “Madre sólo hay dos”, columna que publiqué hace dos domingos, precisamente el 10 de mayo; esa columna trata sobre la noción de “patria” que han tenido algunos poetas mexicanos. Poco después, por asuntos de chamba vi a Pepe, quien además de ser un gran artista resultó puntual heraldo: me hizo llegar un texto que su madre mandó fotocopiar para que yo lo leyera. Doña Estela es una mujer de edad, una señora que vivió el otro México, el México en el cual todavía era posible respirar en paz y soñar con un futuro donde cundiera el respeto y no la barbarie insolente que hoy vivimos.
Soy de los que, sin poder explicarlo bien a bien, sobre todo desde el punto de vista económico, veo un México metido en el laberinto de su propia orfandad. Siento al país cayendo hacia el abismo, sin hijos que quieran hacer valer algún verso de su himno, hundido en el lodazal de la corrupción, de la indiferencia y el cinismo. Me pregunto, por ejemplo, qué hacer con el problema de la corrupción. ¿Se puede hacer algo para acabar con ella? ¿Por qué da la impresión de que es ubicua? ¿Por qué parece el lubricante de todas las bisagras que mueven al país? ¿Por qué detrás de todos los políticos y los funcionarios parece haber, al menos, un aura de corruptos? Cualquier semana nos da tela para cortar sobre este tema: las noticias y, en estos días, la propaganda electoral son los picos de una realidad que debajo parece agusanada, irremediablemente podrida, como les comenté ayer, en ameno pero triste coloquio, a mis cuates Jorge Zarzosa, Pepe Valdés y Chuy Burciaga. Aproveché la charla de sobremesa para refritear mi teoría de los alfileres; es una teoría que sólo tiene de teoría el hecho de que yo la llame así, pero qué importa: consiste en afirmar que el ideal de progreso, desarrollo, bienestar social, paz, estado de derecho, institucionalidad, empleo, justicia y demás son, a estas alturas, entelequias. Los políticos suelen discursear todavía con esas y otras palabras del mismo o parecido campo semántico, pero la verdad, si le echamos un poco, un poquito de realismo/pesimismo advertiremos que, en la podredumbre actual, en medio del desastre al que nos han llevado criminales tecnocráticos y empoderadas burras que no saben ni leer “epidemiológico”, la única esperanza que nos queda es prender con alfileres los jirones de país y seguir adelante, haciendo como que estamos bien, sobreviviendo hasta que por fin acabemos con lo poco que todavía queda.
Si alguna vez alcanzamos progreso, desarrollo, bienestar social, paz, estado de derecho, institucionalidad, empleo, justicia, es decir, si alguna vez llegamos a ser Finlandia o Suecia, será porque ocurra el milagro de la participación social en estado de pureza. Como los milagros no existen, como la inercia de la corrupción y el desaliento todo lo permea, que sea con alfileres como se sostenga la patria a la que por supuesto el cielo un soldado en cada hijo no dio. En fin, en fin.
Por todo, el texto que en fotocopia me mandó doña Estela Perezgasga es, más que un texto en prosa poética, una especie de imagen que sirve para medirnos por contraste. Su título es “La Patria”, lo escribió José López Bermúdez en 1948, según dice la nota escrita a mano por doña Estela. Lo transcribo y lo comparto, pues muestra un tono y una aspiración que acaso nos parecerán obsoletos exactamente porque ya nadie cree en la patria y sólo ve por su interés individual y quizá familiar, por el sálvese quien pueda. Va:
“La patria se pierde en la guerra y se pierde también en la paz. No ha menester perderse en los campos heroicos, cuando se pierde en el corazón. Ahí se prostituye y prostituir a la patria es perderla.
La patria no es sólo el concepto de la tierra ocupada, el mapa geográfico, el plano azul de los mares, el amor a lo nacional, el himno luminoso y marcial.
La patria es la suma de los recursos naturales y los elementos tradicionales. Es el derecho a la cultura, la libre concurrencia a la vida pública, el derecho a la libre vecindad, el derecho al buen gobierno, el derecho al pan justamente ganado, la libertad de la risa y el amor bajo la luna popular.
El pan en la esclavitud, la prisión en la calle, el sueño a la sombra de las bayonetas y el canto impuesto en la boca nos niegan la patria y nos hacen caer en la más terrible orfandad social.
Se comienza a tener patria cuando se tiene un rincón donde cantar y pensar. Una moral sencilla. Una ley que acatar. Un pan fresco y luchado. Un lecho sin remordimiento. Un hijo en quien perpetuarse. Un libro grato al corazón. Un balcón abierto como un surco al grano dorado por el sol.
Esa es mi patria. Elegid la vuestra”.
López Bermúdez dibuja un país que no será, desdichadamente, el que heredaremos a quienes lo habiten más delante. Pensar en una noción de país, creo, es un acto político, el mitin más importante que podemos celebrar en la conciencia. No lo hemos hecho, ni eso ni mucho más; el resultado de tal sistemática omisión salta a la vista.
Soy de los que, sin poder explicarlo bien a bien, sobre todo desde el punto de vista económico, veo un México metido en el laberinto de su propia orfandad. Siento al país cayendo hacia el abismo, sin hijos que quieran hacer valer algún verso de su himno, hundido en el lodazal de la corrupción, de la indiferencia y el cinismo. Me pregunto, por ejemplo, qué hacer con el problema de la corrupción. ¿Se puede hacer algo para acabar con ella? ¿Por qué da la impresión de que es ubicua? ¿Por qué parece el lubricante de todas las bisagras que mueven al país? ¿Por qué detrás de todos los políticos y los funcionarios parece haber, al menos, un aura de corruptos? Cualquier semana nos da tela para cortar sobre este tema: las noticias y, en estos días, la propaganda electoral son los picos de una realidad que debajo parece agusanada, irremediablemente podrida, como les comenté ayer, en ameno pero triste coloquio, a mis cuates Jorge Zarzosa, Pepe Valdés y Chuy Burciaga. Aproveché la charla de sobremesa para refritear mi teoría de los alfileres; es una teoría que sólo tiene de teoría el hecho de que yo la llame así, pero qué importa: consiste en afirmar que el ideal de progreso, desarrollo, bienestar social, paz, estado de derecho, institucionalidad, empleo, justicia y demás son, a estas alturas, entelequias. Los políticos suelen discursear todavía con esas y otras palabras del mismo o parecido campo semántico, pero la verdad, si le echamos un poco, un poquito de realismo/pesimismo advertiremos que, en la podredumbre actual, en medio del desastre al que nos han llevado criminales tecnocráticos y empoderadas burras que no saben ni leer “epidemiológico”, la única esperanza que nos queda es prender con alfileres los jirones de país y seguir adelante, haciendo como que estamos bien, sobreviviendo hasta que por fin acabemos con lo poco que todavía queda.
Si alguna vez alcanzamos progreso, desarrollo, bienestar social, paz, estado de derecho, institucionalidad, empleo, justicia, es decir, si alguna vez llegamos a ser Finlandia o Suecia, será porque ocurra el milagro de la participación social en estado de pureza. Como los milagros no existen, como la inercia de la corrupción y el desaliento todo lo permea, que sea con alfileres como se sostenga la patria a la que por supuesto el cielo un soldado en cada hijo no dio. En fin, en fin.
Por todo, el texto que en fotocopia me mandó doña Estela Perezgasga es, más que un texto en prosa poética, una especie de imagen que sirve para medirnos por contraste. Su título es “La Patria”, lo escribió José López Bermúdez en 1948, según dice la nota escrita a mano por doña Estela. Lo transcribo y lo comparto, pues muestra un tono y una aspiración que acaso nos parecerán obsoletos exactamente porque ya nadie cree en la patria y sólo ve por su interés individual y quizá familiar, por el sálvese quien pueda. Va:
“La patria se pierde en la guerra y se pierde también en la paz. No ha menester perderse en los campos heroicos, cuando se pierde en el corazón. Ahí se prostituye y prostituir a la patria es perderla.
La patria no es sólo el concepto de la tierra ocupada, el mapa geográfico, el plano azul de los mares, el amor a lo nacional, el himno luminoso y marcial.
La patria es la suma de los recursos naturales y los elementos tradicionales. Es el derecho a la cultura, la libre concurrencia a la vida pública, el derecho a la libre vecindad, el derecho al buen gobierno, el derecho al pan justamente ganado, la libertad de la risa y el amor bajo la luna popular.
El pan en la esclavitud, la prisión en la calle, el sueño a la sombra de las bayonetas y el canto impuesto en la boca nos niegan la patria y nos hacen caer en la más terrible orfandad social.
Se comienza a tener patria cuando se tiene un rincón donde cantar y pensar. Una moral sencilla. Una ley que acatar. Un pan fresco y luchado. Un lecho sin remordimiento. Un hijo en quien perpetuarse. Un libro grato al corazón. Un balcón abierto como un surco al grano dorado por el sol.
Esa es mi patria. Elegid la vuestra”.
López Bermúdez dibuja un país que no será, desdichadamente, el que heredaremos a quienes lo habiten más delante. Pensar en una noción de país, creo, es un acto político, el mitin más importante que podemos celebrar en la conciencia. No lo hemos hecho, ni eso ni mucho más; el resultado de tal sistemática omisión salta a la vista.