jueves, mayo 28, 2009

Cortázar retomado



Nunca he gustado de jugar a las interpretaciones con la literatura. Las obras que salpican símbolos en sus páginas no son las que más me cuadran, y eso es, claro, un defecto de fábrica (mío, obviamente). No soy bueno, pues, para los rollos esotéricos. Por eso, cuando oí o leí, hace añales, una interpretación simbólica de “Casa tomada”, acaso el más famoso cuento de Cortázar, pensé que aquello era una exageración. No lo es tanto, lo sé, pues ese relato no se deja leer en sentido demasiado estricto; luego entonces, si lo leemos sin esfuerzo connotativo, lo empobrecemos, pues simplemente trata de una pareja de hermanos que vive sola en una amplia casona que es herencia de los dos: “Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse”. Él lee literatura francesa, y ella teje. Ambos han quedado solterones: “Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos”. Sobre su hermana, dice el narrador personaje: “Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella”
Pero no desea tanto hablar sobre ellos, sino sobre la casa: “Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño”.
Esa casa, poco a poco, sufre un ataque invasor, lo que, irremediablemente, confina a sus inquilinos a un menor espacio: “Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado”.
Así, gradualmente, pieza tras pieza, la casa va siendo tomada por un ente misterioso, lo que impone a los hermanos una reclusión cada vez más sofocante. Nunca sabemos quién o qué toma la casa, pero es un hecho que ese ente invasivo, sea lo que sea, parece inexorable. El final no lo traigo. Sólo concluyo que aquel cuento es, en la interpretación simbólica que alguna vez oí o leí, una metáfora del país que paulatinamente va siendo cercado por fuerzas oscuras, fuerzas que terminan por adueñarse del entorno.