jueves, mayo 21, 2009

Benedetti sigue siendo



Tres días con sus noches duró el luto periodístico por la muerte de Mario Benedetti. Así mueren ahora los artistas famosos, con todos los reflectores encima, incluidos los internéticos, y con una extraña unanimidad que deja fuera los matices. No recuerdo otro caso similar, que un escritor latinoamericano haya convocado tantos titulares y un aplauso tan cerrado. Muchos, aunque seguramente no la mayoría, lamentaron esa muerte con sinceridad y luego de un contacto cierto con la obra del uruguayo. Los más, como ocurre con frecuencia cuando de inercias mediáticas se trata, se sumaron a la congoja porque suena de caché adscribirse a la secta beneditteana, decirse sus lectores de toda la vida y hasta sus deudores literarios. Sea cual sea el caso, el hecho real es que fue querido hasta por quienes de haberlo conocido bien quizá no lo defenderían, pues Benedetti es (conste que hablo en presente, pues su obra todavía goza de excelente salud) uno de los intelectuales latinoamericanos más incómodos para los poderes que habitualmente han dominado los países llamados con desdén “repúblicas bananeras”. El lado más flaco y cursi de su producción, la poesía con tema amoroso, ha servido para velar su flanco subversivo, aquel que fue dinamo de innumerables críticas en su contra y en algunos momentos se tornó hasta peligroso, tan peligroso que forzó sus exilios y sus trashumancias.
En poesía no fue Neruda, en cuento no fue Cortázar, en novela no fue Vargas Llosa, en teatro no fue Elena Garro, en ensayo no fue Ángel Rama, cierto. Fue, sin embargo, uno de los casos más visibles de, como se dice hoy, versatilidad. Trabajó con varias arcillas y las vació en distintos moldes. No era su obra, en ningún género, espectacular, pero lograba tocar fibras muy peculiares del alma humana. Supo entender cuáles eran los problemas más comunes del ciudadano de hoy y convertirlos en objetos literarios de relativamente fácil digestión, y eso lo llevó a formar parte del imaginario colectivo latinoamericano.
Recuerdo en particular que en mi juventud lo leí con sumo entusiasmo. Sentí desde el principio que era un escritor ideal para las clases de literatura, así que durante muchos años fue lectura obligada en los muchísimos grupos que tuve durante mis más de quince años como trotador del aulas, eso hasta que en 2005 me retiré, harto, de la docencia. Ahora lo leo y no me trasmite la misma emoción de antes, pero de ninguna forma desdeño el innegable valor de sus creaturas. Aprecio mucho su prosa, y de su poesía me gusta la que toca, a veces con agrio humor, los temas de la vejez y el paso del tiempo, los que reflexionan sobre la amistad, la soledad, el optimismo. Los poemas amorosos suelo dejarlos un poco al margen, aunque no discuto que le gusten a quien le gusten.
Ahora que ha muerto, las necrológicas periodísticas han enunciado por encimita que Benedetti nunca le dio la espalda a su posición de escritor (digámoslo como se decía en los sartreanos sesenta) comprometido. En efecto, fue un escritor que supo conciliar el arte con la crítica, y en más de una ocasión hizo explícita su posición en un ambiente en el que la ambigüedad o la indiferencia comenzaron a ser la moda. Por eso, en Perplejidades de fin de siglo, obra de 1993, aseguró esto, casi como si fuera una profesión de fe: “Un viejo tango nombraba ‘la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser’. Hoy esos versos podrían ser un retrato de cierta izquierda vulnerable, desguarnecida, esa que encoge a la primera lluvia. En conclusión: no hay que tener vergüenza de haber sido, y, para no sentir el dolor de ya no ser, lo mejor es seguir siendo. De izquierda, claro”. Y Benedetti siguió siendo, hasta su muerte y más allá.