miércoles, mayo 13, 2009

Porcino complot



Si no fuera trágico, sería cómico lo que ocurre con buena parte de la prensa mexicana. Lo que antes fue motivo de burla, indiferencia o descalificación, ahora es una especie de verdad a la que de todos modos no hay que ponerle mucha atención, pues ya es cosa del pasado. Bonita memoria histórica, pues. Por eso nos ha ido como nos ha ido y ahora nos va como nos va, porque tenemos la extraña costumbre de manejarnos con la historia lejana y cercana con una ligereza que frisa en lo caricatural. Me estoy refiriendo, claro, a la conspiración del eje Salinas-Fox para acabar con un enemigo peligroso, lo que en aquel momento fue denominado complot y para muchos comunicadores resultó algo así como el petate del muerto; aquel complot hoy es todo, menos una fantasmagoría de la cual podamos reír, sino una verdad que nos obliga a vomitar ante el comprobado estatus excrementicio de la polaca mexicana.
Dije la semana pasada que el libro de Ahumada había levantado ampolla en medio de la influenza porcina, y aseguré que el tema iba a durar unos días más en la marquesina informativa. No era necesario tener dotes nostradámicos para saber eso, pues resultaba evidente que un asunto en apariencia enterrado se mantiene vivito y ladrando: ese asunto es, sin pelos, el del fraude electoral. Se dijo mucho que sí, que no, que quizá; la aseveración de que hubo fraude pasaba por el argumento de la conjura: varios interesados en el descarrilamiento de la opción mejor encaminada acordaron hacer pedazos a un candidato y aprovecharon ilegal, impúdicamente toda la fuerza del Estado para lograrlo. En la conjura se dio algo que parecía demasiado bien coordinado para ser espontáneo: el armónico vocerío de muchos opinadores que, como siguiendo un libreto, aprovechaban las pifias más insignificantes del blanco para dispararle todo tipo de dardos. Al final lograron su propósito, pero por un margen que no dejó dudas sobre las dudas, esas que siguen vigentes hasta la fecha y que de alguna manera se han ido difuminando, para convertirse en barruntos de certeza, con las truculentas revelaciones del empresario corrupto y corruptor.
Al final, no me asombra tanto que se vaya sabiendo una verdad que para muchos ya lo era con o son libro polémico mediante. Lo que asombra es que antes, en los tiempos del bombardeo, muchos se rasgaban las vestiduras y reclamaban respeto a la “institución presidencial” cuando un candidato cometía (¡oh, oh y mil veces oh!) el tremendo error de decirle a Fox “¡Cállate, chachalaca!” y reían cuando ese mismo candidato boquisuelto, apodado jocosa y krauzeanamente “mesías tropical”, insinuaba que todo era un complot, hoy digan tan poco y como si no fuera grave que un ex presidente diabólico y un ranchero horroris causa que simulaba ser presidente estuvieran metidos hasta el coño en una jugarreta a todas luces putrefacta. Me extraña, de paso, que figuras repugnantes como la de Diego Fernández de Cevallos, lesivas por añales al mismísimo tuétano del país, no reciban programas especiales, columnas, revistas enteras o calificativos como el de “mesías empresarial”. Pues no, eso no, lo que lleva a conjeturar que entre los opinadores y los corruptos hay un pacto de no agresión o agresión insulsa, casi casi manita sudada, connivencia en los dichos y en los hechos.
Los opinadores han diluido el efecto Ahumada con cuatro maniobras: 1) generalizar la culpa: todos son corruptos, o sea que da lo mismo lo que diga Ahumada; 2) rozar lo que antes negaron: decir de pasadita que sí hubo complot, como si fuera peccata minuta aunque en el fondo sea la razón de ser del actual gobierno con pecado original concebido; 3) desacreditar a la fuente: Ahumada es una basura, ¿para qué hacerle caso? 4) cruzar el pantano sin mancharse: escribir y hablar como si no fueran parte de, como habitantes de un Olimpo al que no pueden acceder los anzuelos del poder político. Así que, como dicen los españoles: ¡joder!