domingo, mayo 17, 2009

Memorias del subsuelo de un lector del boom


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Conferencia leída por Saúl Rosales en el Icocult Laguna el 22 de abril de 2009. Agradezco al autor haber aceptado la invitación a publicar en este espacio que, ante la falta de soportes impresos adecuados en La Laguna, desea poner textos de calidad al alcance del lector. La coincidencia de comenzar a publicar este tipo de colaboraciones en "Ruta Norte" el mismo día de la muerte de Benedetti es sólo eso, una coincidencia. La aprovechamos, sin embargo, para inaugurar este foro en homenaje a la memoria del escritor uruguayo. La imagen que encabeza este post es la credencial que acredita a Saúl Rosales como integrante de algunos talleres de la UNAM.
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Saúl Rosales
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Para contribuir a la llamarada de petate, dicho muy mexicano por lo menos si lo consideramos desde el nahuatlismo petate, digamos que el boom de la literatura latinoamericana es un producto de México para el mundo como lo son el chicle, el chocolate, el cacahuate y algo ya imprescindible en incontables y solazados hogares del mundo, la marihuana.
Como vemos, la humanidad tiene mucho que agradecerle a este país por haberle descubierto la gimnasia de masticar chicle, las afrodisiacas calorías del cacahuate y del chocolate y, sobre todo, por la marihuana, por lo bueno que es para las reumas. Con el fin de jugar con esta idea escudriñé los libros de Bernardino de Sahagún. Me metí a ese mundo de los antiguos mexicanos mucho antes de que la Cámara de Diputados se rebullera debatiendo la legislación de las drogas. Empecé a tirar estas líneas a principios de marzo, cuando los diputados apenas se estaban desperezando de las vacaciones de navidad. En Sahagún me encontré con que los antiguos mexicanos ofrecían al dios Opochtli “flores y cañas de humo”. Al leer “cañas de humo” no me imaginé airosas cañas de azúcar ni frondosos tallos de plantas ca-na-bi-ná-ceas, sino carrizos habilitados como rudimentarias pipas de fumar. Cañas-carrizos-carrujos. Estas cañas preparadas para venerar a Opochtli, igual que las llantas del carro de Camelia, llevaban su noble alma repleta de una hierba en polvo con el que “se emborracha y se adormece”. Estas son palabras textuales. La misma hierba con la que “se emborracha y se adormece” se le avienta a una monstruosa culebra para dominarla, le dictan a Sahagún sus informantes.
Pero para medio volver al tema diré que también en los libros de este patricio de la historiografía se lee que la hierba que emborracha y adormece la usaban los antiguos mexicanos como anestesia. No encarrujada y gasificada como podría imaginarse, no, sólo se fregaban con ella las mordeduras de culebra. Muchos años después, la lírica popular de México exportó al mundo la hierba, aunque sólo en la letrilla de la cucaracha que no puede caminar porque le falta marihuana que fumar. La exportación de la hierba, sólo en la letrilla, ocurrió durante y después de la Revolución de 1910. Como se ve, mediante la canción, y luego el cine, México exportó la hierba; por su parte la mafia, bueno, no La Mafia, el legendario “corporativo”, sino una mafia cultural, exportó el boom de la literatura hispanoamericana.

1962
Antes de comentar por qué el boom es una aportación mexicana retrocedamos al año en que para mí empieza el boom, 1962. Digo que para mí porque sus orígenes históricos los veremos más adelante siguiendo a Mario Benedetti. (Creo que no necesito adelantar quien es Mario Benedetti.) En dicho año 1962, la novela La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, recibe el Premio Biblioteca Breve de la editorial española Seix Barral. Con esa novela me inicio yo como lector del boom. Pero retrocediendo otra vez metámonos a la mañana del 5 de mayo de ese año, en la ciudad de Puebla, donde desfilan banderas mexicanas capturadas un siglo atrás durante la intervención francesa. La mañana es fresca pero con sol. Por aire, carreteras y vías de ferrocarril habían llegado desde lejos contingentes para el desfile patriótico. Francia había devuelto los lábaros mexicanos con motivo del centenario de la Batalla de Puebla que aún conmemoramos cada año con suspensión de labores y tibios actos cívicos. La Escuela Militar de Mecánicos de Aviación del Colegio del Aire de la Fuerza Aérea Mexicana instalada en Zapopan, Jalisco, proporcionó la escolta de una de las banderas reintegradas a la nación. El sargento segundo comandante de la escolta que hundiendo el filo posterior de los tacones marchaba con orgullo de seleccionado nacional de futbol por las calles de Puebla, que escuchaba los vítores con marcialidad atildada durante tres años en el Colegio de la Fuerza Aérea Mexicana, enérgico, orgulloso y henchido de patriotismo, era yo.
Unas semanas después del desfile del 5 de Mayo dejé de ser alumno de la escuela militar, por cierto de nombre igual al de una institución sudamericana de tristísima memoria. Graduado como sargento segundo, la Fuerza Aérea Mexicana me colocó en la capital de la república. Para vivir allí me hospedé en un departamento de la calle de Donceles junto a condiscípulos que habían recibido el mismo destino. Tuve la suerte de encontrarme en el comedor de la casa de asistencia la revista semanaria Siempre. Como yo ya estaba acostumbrado a leer y me pasaba mucho tiempo solo, me habitué a buscarla cada jueves. Después me enteré que me había aficionado a la revista de mayor circulación nacional. Sus páginas de temas generales eran interesantísimas y su suplemento cultural que ondeaba como páginas centrales hacía sentir al lector que se asomaba al Parnaso. En este suplemento impreso con tinta verde y llamado “México en la Cultura”, me familiaricé con la literatura mexicana y la literatura hispanoamericana, y además con ciertos teatro, cine, música, pintura, etcétera. Las notas, los comentarios, las críticas, los análisis, las opiniones impresas en verde me orientaban para dispersar de maneras diversas mi soledad, en tanto las impresas en sepia contribuían a mi educación política. Confesaré que la literatura mexicana y la latinoamericana no habían existido antes para mí porque desde niño era lector de Selecciones del Readers Digest y no tuve escuela de nivel medio superior que me las revelara con énfasis y pirógrafo mercadotécnico.

1963
Unos meses después de aquel patriótico y marcial 5 de Mayo, es decir, ya en 1963, dotado de cierta holgura económica gracias a los sobresueldos que me redituaba el ser mecánico en el hangar presidencial y a que mi vida previa de obrero temprano me acostumbró a vivir con bajo presupuesto, pude comprar La ciudad y los perros. Inducido por las reseñas, los comentarios, las notas periodísticas y las entrevistas a Vargas Llosa llevé a mi incipiente biblioteca un ejemplar de la primera edición que, por cierto, perdí en las manos de una alumna de Letras Españolas de la UNAM. La virgen de Lourdes Equis no me hizo el milagro de regresármelo. La novela y su autor empezaban a actuar como pendones de lo que sería la vanguardia del boom de la literatura latinoamericana. La novela de Vargas Llosa, permitámonos recordarlo, tiene como escenario principal una escuela militarizada. En su lectura conviví con los cadetes, compartí la prepotencia de El Jaguar, la abulia de El Esclavo y el abuso de los suboficiales y oficiales contra los alumnos. Me entregaba gozoso a la ficción trazando paralelismos con la realidad que yo había vivido durante tres años en la escuela de la Fuerza Aérea Mexicana.
Ya en ese tiempo en Vargas Llosa y La ciudad y los perros convergían las luces de innumerables reflectores puesto que habían ganado el Premio Biblioteca Breve del concurso convocado por la editorial española mencionada. Ahora yo sabía que existían premios literarios y que eran importantes y que existía la literatura latinoamericana. Leí con ansiedad y gozo el libro, sorprendido porque la historia ocurría en la escuela militar, pero también intrigado por los intrincados trazos de la narración. Me cautivaban los suspensos dosificados por el escritor y me deslumbraba la poliédrica forma de la historia. Me asombraba que se pudiera narrar de manera tan distinta a la que se usaba en las novelas que había leído antes. El tiempo libre que me dejaban mis obligaciones de mecánico del hangar presidencial y mi poco apego al ping pong con que nos distraíamos los de tierra mientras las naves volaban de gira, me facilitaban meterme en la vida de los personajes de La ciudad y los perros y visitar los lugares de Perú que poblaban. Por supuesto, me perdía en la novela durante lapsos más prolongados cuando, distante de mi vida militar de sargento segundo del Estado Mayor Presidencial, disfrutaba mi vida de civil.
La prolongada soledad se convertía en libros leídos. Sin saberlo, estaba yo convertido en lector de lo que vendría a ser el boom de la literatura latinoamericana. Mi gula de fanático explorador de líneas y líneas, páginas y páginas, libros y libros, era estimulada por la información periodística, las propias lecturas de evasión y la publicidad de las editoriales. Me sentía bien siguiendo las recomendaciones de las reseñas de libros de “México en la Cultura” y de los suplementos dominicales de los diarios de la capital de la república. En ese tiempo, cuando todavía fulguraba potente la luz de los reflectores puesta en Vargas Llosa y La ciudad y los perros se prendió otra, atraída por el mexicano Vicente Leñero, quien había ganado en el propio 1963, con Los albañiles, el mismo premio que el autor peruano.
Los índices coquetos de los premios pescalectores que engurruñados hacen la señal de ven, los premios que como cupidos tejen cardillos entre el lector y los libros me llevaban a las obras galardonadas pero yo leía también muchas que no presumían medallas ni diplomas ni veneras ni condecoraciones. Leía muchos de los libros que críticos y reseñistas recomendaban y en ese entonces la crítica y la publicidad editorial se preocupaban por llevar la mirada de los lectores hacia la literatura latinoamericana. De cualquier manera, otro análisis mostraría cómo el modo de producción económica afecta, se aprovecha y determina la estética. La determina porque al impulsar un prototipo lo convierte en modelo a seguir y hace seguirlo.

1965
A mediados de 1965 dejé el hangar. Guardé el medidor de densidad del líquido de las baterías y colgué mis uniformes e insignias del Estado Mayor Presidencial y la Fuerza Aérea y me puse a trabajar de empacador en la bodega de la cadena de librerías donde compraba los volúmenes con que llenaba mis vacíos, con los que evadía la soledad, los que me ayudaban a no hacerme ilusiones en este mundo. En otro lado he integrado a la ficción pasajes de la nueva posición que conquisté al pasar de bodeguero empacador a dependiente en una de las librerías. En este año, 1965, no sé si también en los anteriores a mi alta en el empleo de dependiente, se vendía mucha literatura hispanoamericana. Por una razón que se evidenciaría pocos meses después los lectores buscaban con avidez El Señor Presidente, novela del guatemalteco Miguel Ángel Asturias (según Enrique Anderson Imbert “una de las mejores en toda la novelística hispanoamericana”), publicada diez años antes, junto con otra que había salido en 1963, Mulata de tal. Los lectores procuraban también otras obras pero ahora me acordé de El Señor Presidente porque me conmovieron mucho cinco palabras de uno de sus personajes, el Pelele, que en el mundo de sus alucinaciones le dice a su madre: “Ñañola, me duele el alma”. Y la madre de su fantasía le responde: “Hijo, me duele el alma.” Edipo lector por ese tiempo vivía en una casa de asistencia de la colonia Roma con los libros como única familia.
Moderando la hipérbole, digamos mejor que los libros no eran su única familia porque le hacían compañía, un radiecillo y ecos de las páginas de El Señor Presidente como “¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre!”, palabras que resonaban también como eco que le llegaba desde los días de infancia en Torreón, es decir, resonancias alejadísimas en tiempo y espacio de la Guatemala de Miguel Ángel Asturias. Pero decía que acompañaba también a Edipo lector, para distraerlo en la Colonia Roma, un radiecillo. Era de transistores, neologismo mágico. Su marca era National y por supuesto made in Japan. Tenía las dimensiones de un libro de obras completas. Gracias a los transistores escuchaba Radio Universidad, emisora hertziana de la UNAM que mencionaba el boom entre música del diapasón extendido desde la Edad Media hasta la vanguardia de Pierre Boulez, música extraña y hermosa, y voces que hablaban de Latinoamérica, de la Revolución y de la literatura hispanoamericana.

1966
Como consecuencia de su búsqueda de un empleo mejor y para, sin proponérselo, envolverse más en la atmósfera de lector del boom, el de la voz, se encadenó al trabajo enajenado en la imprenta donde entonces imprimían dos publicaciones importantes para la historia del boom, la Revista de la Universidad de México y la Revista de Bellas Artes. Ambas revistas, la de la UNAM y la del INBA albergaban en sus páginas y en sus respectivos directorios a muchos de los protagonistas del boom de la literatura latinoamericana. Yo los leía en las dos poderosas publicaciones como escuchar admiradas voces familiares. La razón de que me resultaran cercanas es que muchas de ellas también eran las voces del suplemento cultural de la revista Siempre y de la Gaceta del Fondo, que también procuraba yo. Y más aún, en esa imprenta, a la que llegué a trabajar como corrector de pruebas en 1966, se publicaban y se reeditaban los libros de Editorial Era, libros como El coronel no tiene quien le escriba (1961) y La mala hora (1966), de cuyo autor, altísima figura del boom, ustedes han de acordarse; Aura (1962), cuyo autor de inmediato se adivina y en fin, Gracias por el fuego, de Mario Benedetti, quien mucho y muy pronto escribiría con claridad y tino del recién reconocido boom.

1968
Este año, 1968, es en el que ubica el auge del boom el mismo Mario Benedetti, quien es una de las personalidades más recias de la literatura latinoamericana de antes, durante y después del propio boom. En el ensayo que lleva como título “Sobre poetas comunicantes”, fechado en 1972 e incluido en El escritor latinoamericano y la revolución posible, libro de 1974, Benedetti afirma que el auge pleno del boom ocurrió cuatro años antes de la publicación de su ensayo, o sea, en 1968. Esto no quiere decir que en este año hayan aparecido las más resplandecientes obras. Surgieron muchos libros memorables. Para mencionar algunos de los más reconocidos, de los cuales la mayoría pueblan los entrepaños de literatura hispanoamericana en mi biblioteca personal –aún puede uno enorgullecerse de practicar el oficio de lector y poseer una biblioteca personal–, aparecidos a partir del año que comienza esta cronología, anoto, de 1962, la obra que me inscribió como lector fanático del boom, La ciudad y los perros, de Vargas Llosa; El Siglo de las Luces, de Carpentier; Aura y La muerte de Artemio Cruz, de Fuentes; de 1963, Mulata de tal, de Asturias y Rayuela, de Cortázar, libro que viene a asestarse y asentarse como afirmación incontrastable de que la literatura es un juego, un juego de las profundidades humanas en el que se tañen las cuerdas de las deficiencias y las virtudes evidenciadas y potenciales del alma. Debo aquí, en un acto de autopunición, confesar que en la amargura de la soledad leí Rayuela con la miope idea de que si el libro me proponía infinitas maneras de leerlo, es decir, si se podía comenzar en cualquier capítulo, entonces para qué incomodarme, así que comodonamente y paradójicamente lo leí y más tarde lo releí de la manera tradicional. La amargura es más cómplice del marasmo que del juego. También de 1963 es –lo dije antes– Los albañiles, novela que como ya también mencioné antes, ganó ese año el mismo premio que la de Vargas Llosa; de 1964 son Juntacadáveres, de Onetti y Cantar de ciegos, de Fuentes; de 1965 es la ya citada Gracias por el fuego, del admirable Benedetti, novela que empieza en el restaurante Tequila, de Nueva York y acaba en la corrupción sudamericana. De 1966 son Todos los fuegos el fuego, de Cortázar, con sus ilusionismos de realidad irrealidad; La casa verde, de Vargas Llosa, con diestros juegos de tiempo, espacio y personas, y La mala hora, de García Márquez. Esta última novela había sido publicada en 1962 en España, pero como el editor europeo se permitió “cambiar ciertos términos y almidonar el estilo”, García Márquez no reconoció la edición. De este modo, por voluntad del autor, la edición príncipe es la mexicana de 1966. La publicó Era, como ya dije.
Pero qué pasa con el boom. Sigamos a Benedetti para ver cómo el boom de la literatura latinoamericana es una aportación de México al mundo, igual que lo fueron en otro tiempo el chicle del ejercicio mandibular, el cacahuate de las calorías afrodisiacas, el chocolate del gusto sibarita y la marihuana sin epítetos, para no hablar de oídas. Claro, el escritor uruguayo no lo dice de la manera en que lo acabo de enunciar. El autor de Gracias por el fuego afirma en El escritor latinoamericano y la revolución posible: “El célebre boom fue en realidad una prolongación internacional de la mafia; y no es casual que los mexicanos hayan sido sus más fervientes y eficaces promotores.” Repito la cita: “El célebre boom fue en realidad una prolongación internacional de la mafia; y no es casual que los mexicanos hayan sido sus más fervientes y eficaces promotores.” Los mexicanos produjeron, por supuesto no toda la obra del boom pero sí parte de ella y sobre todo la hicieron retumbar en el exterior. Por qué señala Benedetti la eficacia promotora de la mafia. Aclaremos. La “mafia” a que se refiere Benedetti no era una pandilla transnacional de delincuentes ni una banda que se reunía para “hacer oración” ni un club de jardinería de los jueves. La “mafia” era un grupo de narradores, poetas, dramaturgos, pintores y en general intelectuales y artistas que tenían su nicho, o mejor dicho sus nichos, en la ciudad de México, en el ya mencionado suplemento cultural de la revista semanal Siempre; en las mensuales Revista de la Universidad de México, Revista de Bellas Artes y Gaceta del Fondo y además, en Radio Universidad. Algunos integrantes de la ubicua “mafia”, o asociables con ellos eran Carlos Monsiváis, Fernando Benítez, Emmanuel Carballo, Sergio Pitol, Huberto Bátiz, José Emilio Pacheco, Luis Guillermo Piazza, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Rosario Castellanos, Margo Glantz, María Luisa Mendoza, Juan Vicente Melo, Salvador Elizondo, Paz, Cuevas, los hermanos García Ponce, Vicente Rojo, Juan Soriano. (Por su distanciamiento recoleto no sé si hice bien en incluir a José Emilio Pacheco, pero publicaba con disciplinada constancia en los mismos lugares.)
Como conclusión provisional haré aquí un nudo para que sus mentes lo desaten: una buena cantidad de autores de la mafia publicaban sus obras en Ediciones Era. Ediciones Era era propietaria de la imprenta donde se imprimían sus propios libros pero también la Revista de la Universidad y la Revista de Bellas Artes. En estas revistas publicaban los de la mafia y formaban parte del cuerpo editorial. Además, la mayoría de los libros producidos por Era eran marxistas. (Muchos de ellos contribuyeron al despertar de mi conciencia de clase proletaria.)
Sin embargo, aparte del origen mexicano del boom indicado por Benedetti encontramos, siguiendo todavía a este autor en El escritor latinoamericano y la revolución posible, en el ensayo que lleva este mismo nombre, que también tiene un origen cubano, gestado por la triunfante Revolución con todas sus audacias ejemplares: “A través de la estallante experiencia cubana”, dice Benedetti refiriéndose al proceso revolucionario cubano de 1953 a 1959, “Europa se interesó por el resto de América Latina”. Y sigo citando al escritor uruguayo con el siguiente fragmento donde adelanto que plantea un paralelismo entre el rompimiento de Cuba con las relaciones de dependencia política tradicionales y el rompimiento de los autores con las formas antiguas de narrar: “Con la revolución cubana comenzó, pues, una nueva manera, experimental e imaginativa de llevar adelante una política antimperialista. Curiosamente la literatura latinoamericana (en particular la narrativa, pero también aunque en menor grado, la poesía y el teatro) rompió así mismo con los viejos moldes, con la vieja retórica, con la vieja rutina y se lanzó con entusiasmo a experimentar.”
Como digresión digamos que una vez más aparecen hermanados Cuba y México, esta vez como cunas del boom. Cuba lo impulsaría mucho en el campo editorial, tanto como lo hacían Buenos Aires y la Ciudad de México. La Cuba revolucionaria fundó la Casa de las Américas y promovió intensamente la creación mediante los concursos literarios.
Ahora permítanme recordar lo que presumí antes, esto es que entré a trabajar de corrector de pruebas en la imprenta donde se imprimían la Revista de la Universidad de México, la Revista de Bellas Artes (del INBA) y los libros de Ediciones Era. Era Era, como lo sugerí antes, uno de los engranajes del boom. Las instalaciones de la imprenta ocupaban una casa común de la calle Aniceto Ortega en la Colonia del Valle, en la Ciudad de México (el número y el teléfono se pueden encontrar en las páginas legales). Las labores de impresión atronaban en la planta baja; en la alta, al fondo a la izquierda, quedaba el cuarto donde trabajábamos los correctores. Frente a este cuarto quedaba el de la dirección de Ediciones Era albergando los tratos y los documentos que se resuelven en la publicación de libros que podemos integrar al boom como Aura, El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora, ya datados antes, y varios más. Mientras yo me ganaba el salario corrigiendo pruebas en el cuarto del fondo a la izquierda, haciendo resonar la duela pasaban hacia o desde la dirección de Era, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, Fernando Benítez, et al. y, diariamente varias veces, Emmanuel Carballo y Vicente Rojo. Rojo era copropietario en las siglas de Era, según me confió la correctora que ya estaba allí cuando yo llegué. A Carballo lo acercaban a Era vínculos familiares. Yo miraba entonces a aquellos integrantes de la mafia como miraría a Adela Noriega, si me la encontrara en la tiendita de la esquina.
La novela, por muchas razones superjustificadas, más llamativa del boom, Cien años de soledad, había aparecido en 1967. La ilustración de su portada, el barco de velas varado y abandonado, la reprodujo el suplemento cultural de Siempre. El premio Seix Barral que habían obtenido la novela peruana La ciudad y los perros y la novela mexicana Los albañiles, este año lo conquista la novela Cambio de piel, de Carlos Fuentes, quien el mismo 1967 había publicado otra novela, Zona sagrada. Aunque no había hecho mutis, Vargas Llosa reaparece publicando Los cachorros, relato que es un minucioso atentado terrorista contra la sintaxis por su violencia contra las personas y los tiempos del verbo. A Miguel Ángel Asturias, el de El Señor Presidente y Mulata de tal, novelas muy buscadas cuando yo trabajaba de dependiente en la Librería de Cristal, lo premian con el Nobel.
Fue un buen año para el boom 1967 y sus reverberaciones seguirían muchos años más. Por lo pronto ya había muchos libros latinoamericanos para leer durante el revolucionario 68 y platicarlos entre activismo político y canciones folclóricas también latinoamericanas.
Tras la eclosión del boom, en 1969, Vargas Llosa publica una novela de audacias formales y de atmósfera igual a la que para los lectores se había revelado con v chica y rebelado con b grande el año anterior, me refiero a Conversación en La Catedral, que se convirtió en mi favorita de las del autor peruano; Fuentes lanzó, Cumpleaños, libro de cuentos que no satisfizo al personal.
Pero el boom no había estallado sin procedimientos ni ingredientes precursores. Los hubo y muy importantes en las formas narrativas de cuento, novela corta, relato y novela de amplio volumen. Mencionaré algunos títulos sin su registro cronológico pero observando su cronología a partir de 1939, año en que aparece El pozo, de Onetti.
Al año siguiente y en los siguientes años, elevan el caudal precursor Ficciones y El Aleph, de Borges; Viaje a la semilla (deslumbrante relato de Carpentier en donde el protagonista pasa de ser viejo a ser semen, tema que repitió hace poco la película El extraño viaje de Benjamin Butto), El reino de este mundo y El acoso, de Carpentier, ya lo dijimos; El túnel y Sobre héroes y tumbas, de Sábato; La vida breve y El astillero, del ya mencionado Onetti; El llano en llamas y Pedro Páramo, de Rulfo, es decir, del “mejor narrador de América Latina”, según apreciación de Benedetti; La región más transparente y Las buenas conciencias, de Fuentes; Montevideanos y La tregua, del propio Benedetti; Los pasos perdidos, del ya mencionado Carpentier; Las armas secretas y Los premios, de Cortázar; Los jefes, de Vargas Llosa y, en fin, Hijo de hombre, de Roa Bastos.
Y si es caudaloso el torrente precursor del estallamiento del boom, lo es igualmente el que lo siguió. Es así que en 1972, corregida por Cortázar y Monsiváis, sale de Ediciones Era Paradiso, novela de Lezama Lima y para llegar sólo hasta 1981 nombraré los libros que todavía sobreviven en mi biblioteca, aunque no en mi memoria: de Cortázar El libro de Manuel y Octaedro; de Vargas Llosa, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor y la grandiosa La guerra del fin del mundo; de Carpentier El recurso del método, novela que hizo resaltar el tema de los dictadores latinoamericanos, ya tratado antes por Asturias y Valle Inclán, Concierto barroco, muy divertida novela corta, una obra magna en arquitectura y en tono, La consagración de la primavera y El arpa y la sombra; de Sábato, Abbadón el exterminador; de Roa Bastos otra de dictadores latinoamericanos y realismo mágico que es Yo el supremo; de Borges, El libro de arena; de García Márquez, también de dictadores, El otoño del patriarca y finalmente, aunque el boom seguía copioso, La cabeza de la hidra y Terra nostra, de Fuentes.
En el anterior alud de títulos y autores he mezclado libros de novela y cuento aunque en la realidad la preferencia de los editores y la tolerancia de los lectores privilegiaron la novela. Para acercarse a la literatura dramática del tiempo del boom pueden leerse varios volúmenes preparados por Carlos Solórzano, un fino colaborador de los mismos lugares ocupados por los divulgadores del boom.
Sé que omito muchos títulos y autores, pero con las ráfagas disparadas superé ya el tiempo en que mi perorata podría ser tolerable. De ese modo que acabo de narrar me gesté, me desarrollé y me templé como miembro de una generación de lectores de lo que se conocería como el boom, el boom, que para mí es un momento peculiar en la historia general de una literatura vigorosa que ya contaba en sus catálogos con nombres como Carpentier, Borges, Asturias, Vallejo, Hudiobro, Neruda y muchos más. El boom, con ese nombre identificado, es sólo un momento de la gran corriente de la literatura latinoamericana que ya se había sumado a las vanguardias literarias del siglo XX, sobre todo con la poesía.
Sentí una gran responsabilidad al tener que hablar para ustedes de ese importante tema, por eso malinterpretando impúdicamente la lección de Montaigne hablé de lo que conozco menos mal, hablé de mí, aunque en el contexto del boom de la literatura latinoamericana. Estas palabras fueron como unas memorias del subsuelo de un lector del boom.