La descomposición económica y social es resultado de otra, más aguda: la descomposición política que ha depredado desde las instituciones a las instituciones. La mente, gran armadora de rompecabezas, tiende a fijar su mirada en la ficha más prieta del conjunto, en este caso, la violencia, esa violencia que con sus estallidos en rojo abre la puerta a todo tipo de zozobras y preguntas. Lo malo de esa lectura es que suele ser exculpatoria: “la violencia genera más violencia”, decimos, y en esa manoseadísima frase se esconde la trampa mediante la que el Pilatos en el poder se lava las pezuñas: parece que la violencia que genera más violencia la genera de la nada, simplemente porque sí.
Muchos tratadistas, filósofos del más perro entender, han escudriñado la naturaleza violenta del hombre. “El mal”, le han llamado. Es cierto que aquí está, en nosotros, esa cosa viscosa que nos hace seres agresivos, territoriales, competidores. Son vestigios de nuestra parte animal, una parte que no ha desaparecido ni desaparecerá, pero que se mantiene sofocada por una serie de pactos que Rousseau llamó, para decirlo pronto, “contrato social”. El contrato social fundó tribus, luego estados, después naciones, y nos creó, hasta la fecha, la ilusión de que la convivencia armónica es posible, de que el hombre es, en esencia, un cavernícola más o menos bien domesticado, sometido a reglas, esas mismas reglas que hasta en Suiza llega a transgredir un violador, un defraudador, quien sea.
Desde el momento en que nacemos en una comunidad, todos somos, pues, potenciales trasgresores. No todos llegan a serlo, y, quien lo es, lo es porque ha ejecutado actos ilícitos de pequeña escala. El contrato social, opere en el sistema de gobierno que opere, dicta reglas estrictas; no matar, por ejemplo, al primero que se nos atraviese, o no tomar un bien si antes no lo ganamos o no nos fue otorgado. A esa violencia relativamente aislada y esporádica sí sobrevive una comunidad, pues las manifestaciones de trasgresión serán parte de la naturaleza humana, del mal, que en algunos contados individuos se desboca. Cuando no es así, cuando la violencia se agudiza y se propaga (los cronistas antiguos dirían “como reguero de pólvora”) no es pertinente mirar sólo al individuo que ejerce tal violencia, pues la generalización de ese mal no es la enfermedad, sino un síntoma de algo peor: alguien más grande, el Estado, es el verdadero causante del problema al relativizar/violentar/anular todos los presupuestos del contrato social: hay violencia omnipresente, en efecto, porque han sido abortados los beneficios que en teoría debe acarrear el acatamiento del contrato: no hay trabajo, no hay alimento, no hay vivienda, no hay educación, no hay cultura, no hay salud, no hay ley, no hay justicia. En ese marco, es fácil que no sean uno o dos los trasgresores, sino miles, esos miles que ven segado su futuro y, para reivindicarse o como mero gesto de resentimiento, dinamitan con violencia las bases de la convivencia.
Lo que quiero decir es que la violencia generalizada hace estragos, pero a su vez fue causada por otros estragos mayores y acaso más profundos. En nuestro país, las malas administraciones federales han ido minando, gradual y sostenidamente, sexenio tras sexenio, cada vez con menos sutileza, sin misericordia por la mayoría, con todo tipo de artimañas y mentiras, el estado de derecho. De nada ha servido cambiar de colores, pues en los hechos el desfondamiento ha proseguido; Fox y Calderón han culpado al régimen priísta, que es muy culpable, sí, del desastre, pero no menos cómplices de lo que vivimos son los ocho años recientes de decisiones erráticas y continuismo solapado apenas con barnices discursivos. En resumen, no daremos un paso para salir del hoyo mientras no entendamos que el mal se encuentra en otro lado, no sólo, o no necesariamente, donde queda sangre derramada.
Muchos tratadistas, filósofos del más perro entender, han escudriñado la naturaleza violenta del hombre. “El mal”, le han llamado. Es cierto que aquí está, en nosotros, esa cosa viscosa que nos hace seres agresivos, territoriales, competidores. Son vestigios de nuestra parte animal, una parte que no ha desaparecido ni desaparecerá, pero que se mantiene sofocada por una serie de pactos que Rousseau llamó, para decirlo pronto, “contrato social”. El contrato social fundó tribus, luego estados, después naciones, y nos creó, hasta la fecha, la ilusión de que la convivencia armónica es posible, de que el hombre es, en esencia, un cavernícola más o menos bien domesticado, sometido a reglas, esas mismas reglas que hasta en Suiza llega a transgredir un violador, un defraudador, quien sea.
Desde el momento en que nacemos en una comunidad, todos somos, pues, potenciales trasgresores. No todos llegan a serlo, y, quien lo es, lo es porque ha ejecutado actos ilícitos de pequeña escala. El contrato social, opere en el sistema de gobierno que opere, dicta reglas estrictas; no matar, por ejemplo, al primero que se nos atraviese, o no tomar un bien si antes no lo ganamos o no nos fue otorgado. A esa violencia relativamente aislada y esporádica sí sobrevive una comunidad, pues las manifestaciones de trasgresión serán parte de la naturaleza humana, del mal, que en algunos contados individuos se desboca. Cuando no es así, cuando la violencia se agudiza y se propaga (los cronistas antiguos dirían “como reguero de pólvora”) no es pertinente mirar sólo al individuo que ejerce tal violencia, pues la generalización de ese mal no es la enfermedad, sino un síntoma de algo peor: alguien más grande, el Estado, es el verdadero causante del problema al relativizar/violentar/anular todos los presupuestos del contrato social: hay violencia omnipresente, en efecto, porque han sido abortados los beneficios que en teoría debe acarrear el acatamiento del contrato: no hay trabajo, no hay alimento, no hay vivienda, no hay educación, no hay cultura, no hay salud, no hay ley, no hay justicia. En ese marco, es fácil que no sean uno o dos los trasgresores, sino miles, esos miles que ven segado su futuro y, para reivindicarse o como mero gesto de resentimiento, dinamitan con violencia las bases de la convivencia.
Lo que quiero decir es que la violencia generalizada hace estragos, pero a su vez fue causada por otros estragos mayores y acaso más profundos. En nuestro país, las malas administraciones federales han ido minando, gradual y sostenidamente, sexenio tras sexenio, cada vez con menos sutileza, sin misericordia por la mayoría, con todo tipo de artimañas y mentiras, el estado de derecho. De nada ha servido cambiar de colores, pues en los hechos el desfondamiento ha proseguido; Fox y Calderón han culpado al régimen priísta, que es muy culpable, sí, del desastre, pero no menos cómplices de lo que vivimos son los ocho años recientes de decisiones erráticas y continuismo solapado apenas con barnices discursivos. En resumen, no daremos un paso para salir del hoyo mientras no entendamos que el mal se encuentra en otro lado, no sólo, o no necesariamente, donde queda sangre derramada.