México no se ha caracterizado precisamente por ser un país donde la verdad deambule con trasparencia. Al contrario, allí donde hay dinero, política y corrupción (si es que esas palabras no son esencialmente lo mismo en nuestro caso), hay opacidad, así que no es un crimen sospechar, al menos sospechar, que detrás del manejo mediático de la epidemia hubo cuidadosas y no tan cuidadosas manos negras dispuestas a llevar aguas a distintos molinos. Ahora, ya con el electrochoque de la influenza en picada, las autoridades se afanan en mostrar que no estaban equivocadas. A posteriori, entonces, manejan las pruebas irrefutables de que el mal nos hubiera devorado si ellos no actuaban con tanta diligencia.
Esa defensa aposteriorística me recordó un cuento de Conrado Nalé Roxlo (Buenos Aires, 1898-1971). Poeta, narrador, guionista y periodista, Nalé Roxlo escribió una rara tanda de pastiches literarios que ordenó en Antología apócrifa (1944), libro en el que risueñamente desgreña a varios clásicos. En el cuento “Los crímenes de Londres”, el argentino parodia a Sir Arthur Conan Doyle y a sus personajes estrellas: Sherlock Holmes y su asistente Watson. La trama es muy sencilla. Mientras desayunan, Holmes lee el periódico. De pronto se asoma a la ventana y ve a un tipo con impermeable amarillo. Le dice a Watson que mire y saque una conclusión. Watson sólo atina a decir que ve a un policía y neblina. Sherlock, como siempre, lo corrige, le hace énfasis en la importancia del hombre del impermeable amarillo y saca una intrigante conclusión: “Y ahora escúcheme bien, amigo Watson; ese hombre no trae nada bueno”.
La trama avanza: “El hombre misterioso entró en el portal de nuestra casa y a poco volvió a salir; se acercó a la puerta de una casa de enfrente, penetró en el portal y a los pocos instantes lo vimos reaparecer y doblar la esquina”. Holmes, seguro de que el hombre misterioso esconde algo, sale en su persecución. Narra Watson: “Desde la ventana lo vi doblar la misma esquina que el misterioso desconocido del impermeable amarillo. Presa de gran inquietud, me puse a hacer un solitario para calmar mis nervios mientras esperaba el regreso del gran detective. Una hora después estaba ante mí, pero tan cubierto de barro, que tardé mucho en reconocerlo. Se cambió de ropa, sin decir palabra, luego tomó su violín y ejecutó una tarantela, señal de que estaba muy preocupado. Yo guardaba un respetuoso silencio”. Holmes conjetura que incluso el hombre puede tener nexos corruptos con Scotland Yard, así que decide investigar en los sitios a los que entró el del impermeable. Platica con una mujer, quien le afirma con tranquilidad que aquel hombre es un lechero. No contento, Holmes le pide a la mujer el frasco con la leche, y pasa una madrugada entera sometiendo el líquido a un minucioso examen químico. Al final, luego de algunas peripecias más, se da este diálogo:
“—Watson. ¿Qué le dije yo cuando vimos por primera vez al misterioso personaje del impermeable amarillo?
—Que ese hombre no podía traer nada bueno.
—Y así es, querido Watson, he analizado la leche y contiene un treinta y cinco por ciento de agua y un quince por ciento de cal. ¿Tenía o no tenía razón?
Una vez más tuve que inclinarme ante el genio de Sherlock Holmes”.
Así, la afirmación inicial de Holmes queda al final plenamente justificada; su conclusión es, en sentido estricto, perfectamente lógica, aunque no se relacione con el crimen que al principio imaginamos los lectores.
Con la crisis epidémica en su agonía, me queda la sensación de que el rollo no fue para tanto. Tal vez sí, tal vez no, eso no lo podemos saber en la selva de datos que arrojó. Pero eso de justificar situaciones pavorosas a posteriori suena raro, tan raro como Holmes haciendo del lechero un delincuente.
Esa defensa aposteriorística me recordó un cuento de Conrado Nalé Roxlo (Buenos Aires, 1898-1971). Poeta, narrador, guionista y periodista, Nalé Roxlo escribió una rara tanda de pastiches literarios que ordenó en Antología apócrifa (1944), libro en el que risueñamente desgreña a varios clásicos. En el cuento “Los crímenes de Londres”, el argentino parodia a Sir Arthur Conan Doyle y a sus personajes estrellas: Sherlock Holmes y su asistente Watson. La trama es muy sencilla. Mientras desayunan, Holmes lee el periódico. De pronto se asoma a la ventana y ve a un tipo con impermeable amarillo. Le dice a Watson que mire y saque una conclusión. Watson sólo atina a decir que ve a un policía y neblina. Sherlock, como siempre, lo corrige, le hace énfasis en la importancia del hombre del impermeable amarillo y saca una intrigante conclusión: “Y ahora escúcheme bien, amigo Watson; ese hombre no trae nada bueno”.
La trama avanza: “El hombre misterioso entró en el portal de nuestra casa y a poco volvió a salir; se acercó a la puerta de una casa de enfrente, penetró en el portal y a los pocos instantes lo vimos reaparecer y doblar la esquina”. Holmes, seguro de que el hombre misterioso esconde algo, sale en su persecución. Narra Watson: “Desde la ventana lo vi doblar la misma esquina que el misterioso desconocido del impermeable amarillo. Presa de gran inquietud, me puse a hacer un solitario para calmar mis nervios mientras esperaba el regreso del gran detective. Una hora después estaba ante mí, pero tan cubierto de barro, que tardé mucho en reconocerlo. Se cambió de ropa, sin decir palabra, luego tomó su violín y ejecutó una tarantela, señal de que estaba muy preocupado. Yo guardaba un respetuoso silencio”. Holmes conjetura que incluso el hombre puede tener nexos corruptos con Scotland Yard, así que decide investigar en los sitios a los que entró el del impermeable. Platica con una mujer, quien le afirma con tranquilidad que aquel hombre es un lechero. No contento, Holmes le pide a la mujer el frasco con la leche, y pasa una madrugada entera sometiendo el líquido a un minucioso examen químico. Al final, luego de algunas peripecias más, se da este diálogo:
“—Watson. ¿Qué le dije yo cuando vimos por primera vez al misterioso personaje del impermeable amarillo?
—Que ese hombre no podía traer nada bueno.
—Y así es, querido Watson, he analizado la leche y contiene un treinta y cinco por ciento de agua y un quince por ciento de cal. ¿Tenía o no tenía razón?
Una vez más tuve que inclinarme ante el genio de Sherlock Holmes”.
Así, la afirmación inicial de Holmes queda al final plenamente justificada; su conclusión es, en sentido estricto, perfectamente lógica, aunque no se relacione con el crimen que al principio imaginamos los lectores.
Con la crisis epidémica en su agonía, me queda la sensación de que el rollo no fue para tanto. Tal vez sí, tal vez no, eso no lo podemos saber en la selva de datos que arrojó. Pero eso de justificar situaciones pavorosas a posteriori suena raro, tan raro como Holmes haciendo del lechero un delincuente.