Hace dos semanas, cuando todavía no sospechábamos que una epidemia nos iba a regalar bastantes horas para leer y, de reojo, para ver y oír los noticieros cada vez más enredados con las cifras de la influenza, vimos y leímos las noticias sobre la V Cumbre de las Américas celebrada en Puerto España, capital de Trinidad y Tobago. Como siempre, un detalle pintoresco le robó cámara a lo nodal, pero ese hecho mínimo, anecdótico si queremos, no dejó de tener su fleco simbólico y trascendente. El polémico Hugo Chávez tuvo la ocurrencia de regalarle Las venas abiertas de América Latina (1971) a Barak Obama. Cuando leí la nota pensé que el gesto de Chávez fue muy oportuno, pues aunque hayan pasado casi cuarenta años desde que fue publicada, aquella obra del uruguayo Eduardo Galeano sigue siendo inmejorable para documentar nuestras miserias y la posición periférica que los países de América Latina siguen teniendo en relación a Europa y a los Estados Unidos.
Qué mejor, pues, que enseñarle pruebas al rico de su histórica rapacidad, de sus robos, de sus saqueos, de su inhumana sed de oro. Claro que, dirán algunos, la historia es así: el poderoso triunfa frente el débil, pero no está de más echarle un ojo a esa dinámica cuando el dominador se pavonea en la actualidad de justo, democrático, tolerante, civilizado y rico frente a las sociedades rezagadas y dependientes en las que vivimos. Las venas abiertas de América Latina es un recordatorio puntual, cronológicamente pormenorizado, del proceso depredatorio que durante siglos y hasta le fecha ha permitido empobrecer la realidad de nuestros pueblos para enriquecer a otros, de ahí que nunca sea impertinente su lectura en los círculos más altos de poder, allá donde tradicionalmente son tomadas las decisiones que se apoyan en la paparrucha del destino manifiesto.
El libro de Galeano muestra que las epidemias fueron también útiles para diezmar, sobre todo, a los débiles. Hoy ocurre lo mismo: los grandes problemas de salud, con o son epidemia, con o sin escandalera mediática, los comparten a diario quienes no tienen acceso a servicios médicos privilegiados ni cuentan con un nivel de vida que los aleje de la indigencia. Al contrario, una inmensa minoría de la población mundial goza de mayores expectativas de vida en función no sólo del tratamiento oportuno de sus padecimientos, sino de su nivel de vida. Se podrá argüir que, por ejemplo en el caso mexicano, el Seguro Social, el Issste y todas las demás instancias y programas oficiales del sector, incluido el seguro popular, garantizan el acceso de casi todos a los servicios médicos, pero no es suficiente, pues en el rubro “salud” no sólo entra la infraestructura hospitalaria, el personal, el abasto de medicamentos y el padrón de derechohabientes, sino lo que está al lado del ciudadano en su vida diaria: la alimentación, el desarrollo de sus aptitudes físicas por medio del deporte, la cultura de la nutrición y los servicios públicos relacionados con la salubridad como el drenaje, el control de fauna nociva, el cuidado del agua y la vegetación. Todo eso junto constituye la salud social, no nada más el régimen de vacunas o la disponibilidad de camillas.
Galeano muestra en su libro, insisto, que la epidemia es compañera del imperio: “Las bacterias y los virus fueron los aliados más eficaces. Los europeos traían consigo, como plagas bíblicas, la viruela y el tétanos, varias enfermedades pulmonares, intestinales y venéreas, el tracoma, el tifus, la lepra, la fiebre amarilla, las caries que pudrían las bocas. La viruela fue la primera en aparecer (…) Los indios morían como moscas; sus organismos no oponían defensas ante las enfermedades nuevas. Y los que sobrevivían quedaban debilitados e inútiles”. Por eso, insisto, la salud pública ocupa un contexto más amplio y de larga duración. La enfermedad multiplicada y mal atendida tiene vínculos directos con apetitos económicos y turbiedades políticas que nunca debemos invisibilizar.
Qué mejor, pues, que enseñarle pruebas al rico de su histórica rapacidad, de sus robos, de sus saqueos, de su inhumana sed de oro. Claro que, dirán algunos, la historia es así: el poderoso triunfa frente el débil, pero no está de más echarle un ojo a esa dinámica cuando el dominador se pavonea en la actualidad de justo, democrático, tolerante, civilizado y rico frente a las sociedades rezagadas y dependientes en las que vivimos. Las venas abiertas de América Latina es un recordatorio puntual, cronológicamente pormenorizado, del proceso depredatorio que durante siglos y hasta le fecha ha permitido empobrecer la realidad de nuestros pueblos para enriquecer a otros, de ahí que nunca sea impertinente su lectura en los círculos más altos de poder, allá donde tradicionalmente son tomadas las decisiones que se apoyan en la paparrucha del destino manifiesto.
El libro de Galeano muestra que las epidemias fueron también útiles para diezmar, sobre todo, a los débiles. Hoy ocurre lo mismo: los grandes problemas de salud, con o son epidemia, con o sin escandalera mediática, los comparten a diario quienes no tienen acceso a servicios médicos privilegiados ni cuentan con un nivel de vida que los aleje de la indigencia. Al contrario, una inmensa minoría de la población mundial goza de mayores expectativas de vida en función no sólo del tratamiento oportuno de sus padecimientos, sino de su nivel de vida. Se podrá argüir que, por ejemplo en el caso mexicano, el Seguro Social, el Issste y todas las demás instancias y programas oficiales del sector, incluido el seguro popular, garantizan el acceso de casi todos a los servicios médicos, pero no es suficiente, pues en el rubro “salud” no sólo entra la infraestructura hospitalaria, el personal, el abasto de medicamentos y el padrón de derechohabientes, sino lo que está al lado del ciudadano en su vida diaria: la alimentación, el desarrollo de sus aptitudes físicas por medio del deporte, la cultura de la nutrición y los servicios públicos relacionados con la salubridad como el drenaje, el control de fauna nociva, el cuidado del agua y la vegetación. Todo eso junto constituye la salud social, no nada más el régimen de vacunas o la disponibilidad de camillas.
Galeano muestra en su libro, insisto, que la epidemia es compañera del imperio: “Las bacterias y los virus fueron los aliados más eficaces. Los europeos traían consigo, como plagas bíblicas, la viruela y el tétanos, varias enfermedades pulmonares, intestinales y venéreas, el tracoma, el tifus, la lepra, la fiebre amarilla, las caries que pudrían las bocas. La viruela fue la primera en aparecer (…) Los indios morían como moscas; sus organismos no oponían defensas ante las enfermedades nuevas. Y los que sobrevivían quedaban debilitados e inútiles”. Por eso, insisto, la salud pública ocupa un contexto más amplio y de larga duración. La enfermedad multiplicada y mal atendida tiene vínculos directos con apetitos económicos y turbiedades políticas que nunca debemos invisibilizar.