miércoles, noviembre 05, 2014

Tres evidencias de amor




















En tiempos de desolación como los que vivimos, de descreimiento y sensación de abismo social, o, visto de otro modo, a la hora de la poesía patriótica es común que pensemos en ristras interminables de exaltados versos, en pechos erguidos y manos declamatorias para enfatizar lo mucho que alguien ama el suelo que nos vio nacer. Ya López Velarde nos mostró que no es necesario vociferar ni desgarrarse las vestiduras para que el amor a la patria quede bien descrito sobre la página, con toda la emoción y la buena literatura que sea posible convocar.
El procedimiento del jerezano en su “Suave patria”, lo sabemos, fue sencillo y genial: aunque desde el comienzo declara que alzará la voz a la mitad del foro para cortar a la epopeya un gajo, lo hará en “épica sordina”, es decir, sin que atruene destempladamente su canto. Eso en cuanto al tono; en cuanto al asunto, pasará torrencial revista a México desde el horizonte, a ras de suelo, como transeúnte que poco a poco atraviesa calles, surcos, ríos, lo que le permite apreciar detalles en apariencia insignificantes, pero valiosos porque quizá allí, en ellos, se esconden las claves de lo que somos o podemos ser.
López Velarde desidealiza a la patria, la despoja del recubrimiento vaporoso que nos impide verla llana, concreta e inmediata. La ama entonces por lo que tiene de tangible, porque está allí, al alcance de la mano y la mirada:

Suave Patria: te amo no cual mito,
sino por tu verdad de pan bendito;
como a niña que asoma por la reja
con la blusa corrida hasta la oreja
y la falda bajada hasta el huesito.


Muchas décadas después, José Emilio Pacheco escribió “Alta traición”, quizá su poema más conocido. Son apenas catorce versos que por eso mismo significan mucho: para declarar amor a la patria no requirió los kilómetros y kilómetros de palabras que supondríamos debido al descomunal tamaño del asunto. No, con catorce versos cortos fue suficiente. Otra vez vemos aquí, pero en versión sintetizada, la necesidad de no hacerse pasar como patriota sólo con amor abstracto, sino con una visión terrestre y por ello capaz de contener en unos cuantos objetos todo lo que uno puede, humanamente, abrazar, ni más ni menos:

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
     es inasible.
Pero (aunque suene mal)
     daría la vida
por diez lugares suyos,
     cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
     fortalezas,
una ciudad deshecha,
     gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
     montañas
—y tres o cuatro ríos.

En 1980 fue publicado Fraguas, de Víctor Sandoval. Es un largo poema armado en tres estancias, todas con piezas poéticas breves. A su manera, el poema de la página 36 declara su amor a la patria sin patriotería, y conmueve porque —pese al desapego de lo que en apariencia es importante— la realidad del país lo hiere por dentro y le provoca llanto:

No soy una pancarta
ni un desfile de aguas triunfalistas.
No luciré jamás la escarapela tricolor,
no pertenezco a esa estirpe.
El himno nacional no me conmueve.
Mármol y bronce de los monumentos patrios
no son sino mármol y bronce.
Nunca he ido a la plaza la noche de las
celebraciones.
Definitivamente no soy un buen ciudadano.
Soy, eso sí, un hombre
al que se le humedecen los ojos
cuando le preguntan por su patria.