En
tiempos de desolación como los que vivimos, de descreimiento y sensación de abismo
social, o, visto de otro modo, a la hora de la poesía patriótica es común que
pensemos en ristras interminables de exaltados versos, en pechos erguidos y
manos declamatorias para enfatizar lo mucho que alguien ama el suelo que nos
vio nacer. Ya López Velarde nos mostró que no es necesario vociferar ni
desgarrarse las vestiduras para que el amor a la patria quede bien descrito
sobre la página, con toda la emoción y la buena literatura que sea posible convocar.
El
procedimiento del jerezano en su “Suave patria”, lo sabemos, fue sencillo y
genial: aunque desde el comienzo declara que alzará la voz a la mitad del foro
para cortar a la epopeya un gajo, lo hará en “épica sordina”, es decir, sin que
atruene destempladamente su canto. Eso en cuanto al tono; en cuanto al asunto,
pasará torrencial revista a México desde el horizonte, a ras de suelo, como transeúnte
que poco a poco atraviesa calles, surcos, ríos, lo que le permite apreciar
detalles en apariencia insignificantes, pero valiosos porque quizá allí, en
ellos, se esconden las claves de lo que somos o podemos ser.
López
Velarde desidealiza a la patria, la despoja del recubrimiento vaporoso que nos
impide verla llana, concreta e inmediata. La ama entonces por lo que tiene de
tangible, porque está allí, al alcance de la mano y la mirada:
Suave Patria: te amo no cual
mito,
sino por tu verdad de pan bendito;
como a niña que asoma por la reja
con la blusa corrida hasta la oreja
y la falda bajada hasta el huesito.
sino por tu verdad de pan bendito;
como a niña que asoma por la reja
con la blusa corrida hasta la oreja
y la falda bajada hasta el huesito.
Muchas décadas después, José Emilio Pacheco escribió “Alta traición”, quizá su
poema más conocido. Son apenas catorce versos que por eso mismo significan
mucho: para declarar amor a la patria no requirió los kilómetros y kilómetros
de palabras que supondríamos debido al descomunal tamaño del asunto. No, con
catorce versos cortos fue suficiente. Otra vez vemos aquí, pero en versión
sintetizada, la necesidad de no hacerse pasar como patriota sólo con amor
abstracto, sino con una visión terrestre y por ello capaz de contener en unos
cuantos objetos todo lo que uno puede, humanamente, abrazar, ni más ni menos:
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
—y tres o cuatro ríos.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
—y tres o cuatro ríos.
En
1980 fue publicado Fraguas, de Víctor
Sandoval. Es un largo poema armado en tres estancias, todas con piezas poéticas
breves. A su manera, el poema de la página 36 declara su amor a la patria sin
patriotería, y conmueve porque —pese al desapego de lo que en apariencia es
importante— la realidad del país lo hiere por dentro y le provoca llanto:
No soy una pancarta
ni un desfile de aguas triunfalistas.
No luciré jamás la escarapela tricolor,
no pertenezco a esa estirpe.
El himno nacional no me conmueve.
Mármol y bronce de los monumentos
patrios
no son sino mármol y bronce.
Nunca he ido a la plaza la noche de las
celebraciones.
Definitivamente no soy un buen
ciudadano.
Soy, eso sí, un hombre
al que se le humedecen los ojos
cuando le preguntan por su patria.