En un video sutilmente aterrador, Jorge Rafael Videla, máximo cabecilla de la última dictadura argentina, se deja entrevistar por el periodismo local para, como dice Felipe Pigna en el programa donde reprodujeron aquel diálogo setentero, dar una mínima impresión de apertura a los medios (en YouTube podemos hallarlo como “Pregunta a Videlasobre desaparrecidos”—sic—). Videla aparece con la imagen no de militar, sino de civil, con corbata, pelo engominado y aquel bigotillo siempre bien recortado sobre su rostro flaco, de hacha. El genocida quiso parecer amable e incluso aspiró a filosofar sobre cuestiones jurídicas, casi como si fuera un experto en derechos humanos.
He visto al menos tres o cuatro veces
este video y en ninguna he podido digerirlo a plenitud. Que un asesino de masas
se deje entrevistar y quiera parecer conciliador, explicativo, claro,
convencido de la dignidad y la democracia me parece un monumento a la hipocresía
o algo así como una pirámide construida para rendir tributo a la diosa desvergüenza.
La entrevista fue larga. Frente a
muchos reporteros, todos lo suficientemente prudentes como para poder estar
allí y salir con vida, el dictador dictó cátedra de cinismo sobre todo ante la
pregunta de José Ignacio López, tal vez la más punzante de todas las que le
formularon aquel día. Se refería a los desaparecidos, y por la calidad
(moralmente ínfima) de la respuesta vale la pena citarla completa. Dijo Videla:
“… con una visión así, cristiana, de
los derechos humanos, el de la vida es fundamental, el de la libertad es
importante, también el del trabajo, de la familia, de la vivienda, etcétera,
etcétera, etcétera. La Argentina atiende los derechos humanos en esa
omnicomprensión que el término derechos humanos significa. Pero yo lo digo
porque sé que usted hace la pregunta no a esa visión omnicomprensiva de los
derechos humanos a la que hizo referencia el Papa en forma genérica, sino
concretamente al hombre que está detenido sin proceso, es uno, o al
desaparecido, que es otro. Frente al desaparecido, en tanto esté como tal, es
una incógnita el desaparecido. Si el hombre apareciera, bueno, tendrá un
tratamiento equis, y si la desaparición se convirtiera en certeza de su
fallecimiento, tiene un tratamiento zeta. Pero mientras sea desaparecido no
puede tener un tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no
tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido. Frente a eso no
podemos hacer nada, atendemos sí a la consecuencia palpitante, viva, de esa
desaparición: es el familiar. A ese sí tratamos de cubrirlo en la medida de lo
posible, no tenemos más que eso”.
Como puede notarse, el estatus de
desaparecido es muy conveniente en las nuevas tiranías. En la Argentina de
aquella época los vehículos Ford Falcon verdes “chupaban” (levantaban)
sospechosos de subversión en cualquier calle y a toda hora. Todo mundo los vio
y todo mundo sabía que eran fuerzas del Estado las que ejecutaban tales
aprehensiones ilegales, tales secuestros. Luego, para que todo quedara en el
vacío, no aparecían ni vivos ni muertos y así entraban al estatus de
“desaparecidos”, un estatus que a los represores les convenía mantener no sólo
por el terror que imponía a la sociedad, sino porque sometía a los familiares a
una búsqueda eterna que de paso aplacaba o distraía su irritación y, lo más importante, porque diluía
la culpa y el consecuente castigo.
No es poco común, pues, que al poder
convenga más el ambiguo estatus de “desaparecidos”. Quizá por esto, a veces, en
ciertos países bárbaros, las huellas son eliminadas, se evapora a los muertos,
se les incinera, se les torna irreconocibles, todo para dejar flotando el menos
comprometedor estatus de “desaparecidos”.