Le
perdí casi totalmente la pista, ya no lo escuché otra vez en radio y nunca en
treinta o más años volví a verlo en televisión. Sólo en los años recientes leía
sus tuits y una vez, una sola vez, pude escribirle allí un elogio directo que
me agradeció sin aspavientos. Yo sabía que luego de su periodo en Imevisión (lo
que después, en la abaratadora época de las privatizaciones salinistas, fue TV
Azteca) se había establecido en otros medios a los que no podíamos acceder en
La Laguna, y que seguía en la misma actitud de siempre, es decir, dándole
margen a sus temas, a la cultura, el idioma, a la política y a la música “para
viejitos”.
Para
mí serán inolvidables los sábados televisivos de Jorge Saldaña (1931-2014).
Recuerdo que entre 1976 y 1984, más o menos, pasé incontables mañanas sabatinas
en el ritual de encender el televisor con sólo cuatro canales disponibles y
sintonizar el maratón de programas orquestado por ese locutor grandote, canoso,
entacuchado, de voz bien entonada y actitud permanentemente abierta a la
comunicación inteligente.
Era
para mí, insisto, un momento grato, acaso incomparable. Despertar los sábados
quizá un poco atarantado por la juerga del viernes con los amigotes y comenzar
el día con Desayunos con Saldaña,
programa de tres o cuatro horas en el que su conductor montaba una especie de
restaurante en un estudio de televisión. Allí, entre meseros y técnicos, varios
comensales fijos y semifijos, todos sentados y desayunando en vivo iban tomando
poco a poco la palabra para tratar diversos temas. El conductor pasaba de mesa
en mesa y en cada una había un especialista en alguna zona del conocimiento; el
conductor le daba entonces cerca de diez minutos para que desarrollara su
comentario y luego le hacía una breve entrevista. Planteada así, parece (o es)
una idea simple, pero funcionaba porque cada invitado decía algo bien
articulado y además Saldaña propiciaba un diálogo amable y agudo, además de
jocoso cuando se podía. Recuerdo que al final entrevistaba al patrocinador del
desayuno, un restaurantero de nombre Juan Ruiz, con quien jugaba socarronamente
a debatir asuntos gastronómicos.
Luego
de este largo programa, Saldaña, sin pausa, pegaba otro: Sopa de letras, que fue una maravilla. Imagínense: yo tenía trece,
catorce o quince años y ya creía borrosamente que me gustaba esto de las
palabras y la literatura, así que escuchar y ver a varios expertos en filología
me dejaba literalmente fascinado. En el elenco de especialistas estaban, entre
otros, Arrigo Coen Anitúa, Francisco Liguori, Carlos Laguna, Pedro Brull, Otto
Raúl González, Ernesto de la Peña, Leonardo Ffrench, Felipe San José, Alfonso
Torres Lemus y Ramón Cruces. Nadie más repitió nunca lo que
Saldaña logró en aquella proeza televisiva: reunir a varios maestros del idioma
para que al aire, en tele abierta, desplegaran sus misceláneos saberes a
propósito de una palabra, de una etimología, de un error gramatical. Aquello
era espectacular si lo comparamos con la televisión habitual, y era Jorge
Saldaña quien lo orientaba, quien le daba forma. Quiero creer que ese programa
determinó de alguna forma que yo decidiera chambear, así fuera sin talento, en
las letras, en esto que ahora hago.
Pero
el sábado de Saldaña no terminaba allí. Luego, en las noches, tenía el programa
Nostalgia. Estaba dirigido sobre todo
a los padres, a los adultos ya bien entrados en edad, pues por allí desfilaban
las canciones de Agustín Lara, de Consuelito Velázquez, de Guty Cárdenas, de
María Grever, de Álvaro Carrillo y compañía. Como no me desagrada esa música,
confieso que de vez en cuando también lo veía.
Pasaron
los años, Imevisión desapareció, Saldaña salió de la señal nacional y le perdí
la pista, como dije al inicio, pero nunca olvidé sus programas, parte de la
tele que vi en mi adolescencia. Estas palabras son, por todo, un
agradecimiento, mi tributo al trabajo ejemplar de Jorge Saldaña, el gran
periodista de Banderilla, Veracruz.