sábado, noviembre 29, 2014

Blablablá al alto vacío














En “El atroz redentor Lazarus Morell”, una de las estampas que componen la Historia universal de la infamia (1936), de Borges, hay un pasaje que jamás he olvidado desde que lo leí por primera vez, hace 25 años. Se refiere a la habilidad oratoria del protagonista, el señor Morell. Escribe Borges: “No desconocía las Escrituras y predicaba con singular convicción. ‘Yo lo vi a Lazarus Morell en el púlpito —anota el dueño de una casa de juego en Baton Rouge, Luisiana—, y escuché sus palabras edificantes y vi las lágrimas acudir a sus ojos. Yo sabía que era un adúltero, un ladrón de negros y un asesino en la faz del Señor, pero también mis ojos lloraron’”.
Así sea mediante la exquisita sorna borgeseana, lo que podemos ver aquí es la importancia de la oratoria y del carisma a la hora de persuadir o de conmover mediante la palabra. Maquiavélicamente hablando, un hombre que trabaja para la cosa pública y tiene la obligación de dirigirse a las masas debe acusar ciertas facultades, imponer con su forma discursiva el fondo, sus ideas.
Cierto que hace rato no contamos con presidentes persuasivos (¿los hemos tenido alguna vez?). Fox fue el último que logró, pese a su estilo deshilachado y sólo cuando se encontraba en la cresta de su popularidad (2000-2001), arrancar un poco de convencida emoción al respetable público. Pero su “espontaneidad” era más bien limitación, falta total de miras, improvisación, y ya sabemos en qué terminó su tragicómico periodo.
Cuando Peña Nieto comenzó su campaña todos notamos algo extraño, algo que Juan Villoro definió mejor que nadie y de botepronto: que era una especie de robot, alguien que desde su cascarón de figurín repite y repite y repite frases, frases enderezadas por un equipo que por más lucha que imprima, por más énfasis que redacte en el teleprompter (“Todos somos Ayotzinapa… Todos somos Ayotzinapa… Todos somos Ayotzinapa…”) no logra que el sujeto reproductor comunique alguna módica emoción.
Una buena parte del déficit de credibilidad que hoy padece EPN radica por supuesto en el pasado, en los gobernantes que sin medida ni clemencia han usado las mismas fórmulas, los mismos ademanes y más o menos el mismo estilo (roto un poco por Fox y sus ya señalados atrabancamientos), pero también es cierto que el mexiquense es el enemigo número uno de sí mismo. Al desgaste del discurso en clave de cambio y promesa debemos sumar sus limitaciones: falta notable de instrucción e incapacidad casi ejemplar para transmitir alguna emoción mínimamente cálida al ciudadano que lo escucha.
Esta, aunque parezca superficial, no es una incapacidad menor. El jueves se requería una conjunción vigorosa de fondo y forma, pero estoy seguro de que la mayoría esperaba confirmar sus expectativas: el fondo fue una ristra de rectificaciones al vapor y sin átomo de autocrítica, y la forma un personaje bien acicalado, de peinado exacto, con voz engolada y gélida, de orador que no ve al pueblo de frente (ni siquiera en televisión) porque está muy concentrado en leer bien el paso de las palabras sobre el teleprompter.
EPN se encuentra pues en una situación no grave, sino gravísima al concluir el primer tercio de este sexenio: nadie le cree. El espectáculo mal librado de las casas angelicales y del tren México-Querétaro, sumado a las dudas sembradas por Murillo Karam y demás turbulencias, han apuntalado la sensación de que el único camino para el ciudadano es el de la incredulidad, el escepticismo, la desconfianza y el consecuente rechazo.
Esto lo saben allá arriba, de ahí los movimientos ajedrecísticos en la sombra, la represión hoy por goteo, pero en peligro de arreciar.