En
“El atroz redentor Lazarus Morell”, una de las estampas que componen la Historia universal de la infamia (1936),
de Borges, hay un pasaje que jamás he olvidado desde que lo leí por primera vez,
hace 25 años. Se refiere a la habilidad oratoria del protagonista, el señor
Morell. Escribe Borges: “No desconocía las Escrituras y predicaba con singular
convicción. ‘Yo lo vi a Lazarus Morell en el púlpito —anota el dueño de una
casa de juego en Baton Rouge, Luisiana—, y escuché sus palabras edificantes y
vi las lágrimas acudir a sus ojos. Yo sabía que era un adúltero, un ladrón de
negros y un asesino en la faz del Señor, pero también mis ojos lloraron’”.
Así
sea mediante la exquisita sorna borgeseana, lo que podemos ver aquí es la
importancia de la oratoria y del carisma a la hora de persuadir o de conmover
mediante la palabra. Maquiavélicamente hablando, un hombre que trabaja para la
cosa pública y tiene la obligación de dirigirse a las masas debe acusar ciertas
facultades, imponer con su forma discursiva el fondo, sus ideas.
Cierto
que hace rato no contamos con presidentes persuasivos (¿los hemos tenido alguna
vez?). Fox fue el último que logró, pese a su estilo deshilachado y sólo cuando
se encontraba en la cresta de su popularidad (2000-2001), arrancar un poco de
convencida emoción al respetable público. Pero su “espontaneidad” era más bien
limitación, falta total de miras, improvisación, y ya sabemos en qué terminó su
tragicómico periodo.
Cuando
Peña Nieto comenzó su campaña todos notamos algo extraño, algo que Juan Villoro
definió mejor que nadie y de botepronto: que era una especie de robot, alguien
que desde su cascarón de figurín repite y repite y repite frases, frases
enderezadas por un equipo que por más lucha que imprima, por más énfasis que
redacte en el teleprompter (“Todos somos Ayotzinapa… Todos somos Ayotzinapa…
Todos somos Ayotzinapa…”) no logra que el sujeto reproductor comunique alguna
módica emoción.
Una
buena parte del déficit de credibilidad que hoy padece EPN radica por supuesto
en el pasado, en los gobernantes que sin medida ni clemencia han usado las
mismas fórmulas, los mismos ademanes y más o menos el mismo estilo (roto un
poco por Fox y sus ya señalados atrabancamientos), pero también es cierto que
el mexiquense es el enemigo número uno de sí mismo. Al desgaste del discurso en
clave de cambio y promesa debemos sumar sus limitaciones: falta notable de
instrucción e incapacidad casi ejemplar para transmitir alguna emoción mínimamente
cálida al ciudadano que lo escucha.
Esta,
aunque parezca superficial, no es una incapacidad menor. El jueves se requería
una conjunción vigorosa de fondo y forma, pero estoy seguro de que la mayoría
esperaba confirmar sus expectativas: el fondo fue una ristra de rectificaciones
al vapor y sin átomo de autocrítica, y la forma un personaje bien acicalado, de
peinado exacto, con voz engolada y gélida, de orador que no ve al pueblo de
frente (ni siquiera en televisión) porque está muy concentrado en leer bien el
paso de las palabras sobre el teleprompter.
EPN
se encuentra pues en una situación no grave, sino gravísima al concluir el
primer tercio de este sexenio: nadie le cree. El espectáculo mal librado de las
casas angelicales y del tren México-Querétaro, sumado a las dudas sembradas por
Murillo Karam y demás turbulencias, han apuntalado la sensación de que el único
camino para el ciudadano es el de la incredulidad, el escepticismo, la desconfianza
y el consecuente rechazo.
Esto
lo saben allá arriba, de ahí los movimientos ajedrecísticos en la sombra, la
represión hoy por goteo, pero en peligro de arreciar.