Quizá la primera gran víctima del Estado mafioso (“Etat-mafia”, como se dice en francés) fue su discurso. A diferencia de lo que ocurría en otras etapas nada lejanas, la demagogia, el triunfalismo y la supuesta claridad de miras han cedido su lugar al repentino silencio o al balbuceo. Los personajes destacados de nuestra política pasaron de golpe a darse cuenta de una realidad inédita: se acabaron las palabras que durante muchas décadas fueron útiles para mantener las apariencias en el terreno ideológico. Frente a los hechos ya incontrovertibles, frente a la descomposición ya puesta sobre la mesa como bufet bien surtido de atrocidades, la llamada "clase política" del país ha quedado súbitamente muda.
¿Y qué otra opción le quedaba? Asombrosamente,
ninguna. Hablar, escribir en esta coyuntura se convirtió en garantía de derrota
al menos en el plano de lo simbólico. Nuestros politicastros, en contra de su
natural dicharachero y prometedor, hoy mantienen una actitud de contención
verbal que pasma a quienes siempre vimos sus despliegues retóricos a todo trapo,
impúdicos. Ahora, pues, observan un inevitable silencio, les cayó un extraño
veinte, casi como si tuvieran la certeza de que callados, a lo mucho, les
alcanza para el empate.
El ejemplo mayor de esta renuncia discursiva es el de
Peña Nieto. Nunca fue ni será un hombre de ideas claras y discursivamente bien
articuladas, pues para serlo a un grado decoroso es necesario haber pasado por alguna
escuela y/o algunos libros, pero al menos tuvo, antes del momento actual, la
confianza para soltar frases redactadas por su equipo cuyo utópico fin era
convencernos de que, más allá de que dijera o no la verdad, tenía algo qué enunciar
sobre tal o cual suceso o actividad relacionada con su investidura. La combinación
de Ayitzonapa y la casa turbia aplacaron su presencia oral y escrita, y junto
con la suya quedaron asordinadas las voces de secretarios, diputados,
senadores, gobernadores, alcaldes y toda una caterva de funcionarios que de la
noche a la mañana perdió la capacidad de comunicar siquiera embustes.
Si observamos la cuenta de tuiter manejada (aunque
sólo sea en términos meramente nominales) por EPN, advertiremos varias rarezas.
La primera, que por allá del 24 y 25 de septiembre todo marchaba normalmente.
Sus tuits consignaron participación en cumbres de mandatarios, atención a
damnificados por fenómenos meteorológicos y demagogia miscelánea. Sobre el caso
de Tlatlaya no escribió ni una coma, como si fuera peccata minuta. Luego, entre el 26 de septiembre y el 5 de octubre,
cuando ya varios periódicos colocaban en sus primeras planas la aberración de
Iguala, EPN no dijo nada. Sobre este espinoso asunto, el mexiquense apareció ¡hasta
el 6 de octubre! con el siguiente tuit: “Ante los lamentables hechos de
violencia en Iguala, Guerrero, instruí al gabinete de seguridad del @GobRep esclarecer el acontecimiento”. Luego vinieron,
salteados, varios comentarios más intercalados con referencias a su actividad
diaria hasta que el 7 de noviembre escribió esto: “A los padres de familia de
los jóvenes desaparecidos, y a todos los mexicanos, tienen mi palabra: no
pararemos hasta que se haga justicia”. Después, con México ardiendo de
inquietud por Ayotzinapa y por la casa de Las Lomas, tuvo casi dos semanas sin
decir ni pío, como si le hubieran comido la lengua los acontecimientos.
Tiene 3.28 millones de seguidores en tuiter, una
cantidad envidiable para persuadir o al menos intentarlo. ¿Por qué no tuitea,
como antes, aunque sea las patrañas de siempre? Esto revela lo que digo: el
desgaste semántico terminal al que llegó la retórica del poder, su
desguazamiento ante el peso de la realidad.
“Por obligación y
convicción, para hacer justicia y lograr un México en Paz, actuaremos con
decisión y firmeza contra el crimen organizado”, fue uno de sus últimos tuits.
Como podemos leer, son palabras nomás, palabras muertas.