A Heriberto Ramos Hernández le gusta recordar “Alta traición”, aquel poemita en el que Pacheco declara no amar a su país en abstracto pero sí dar la vida por diez lugares suyos, por cierta gente, por puertos, por bosques de pinos, por fortalezas, por una ciudad deshecha, gris y monstruosa, por varias figuras de su historia, por montañas y por tres o cuatro ríos. Cómo no estar de acuerdo con esa forma concreta y racional de querer al país. Finalmente, uno llega con el tiempo a derivar en la idea de que la patria querible es muy pequeña y de que en esa querencia al mundo íntimo que nos cupo en suerte está resumido y manifiesto el amor al país, a la Patria con mayúscula. Por eso pienso que “Alta traición” de JEP es una forma escueta, minimalista, de expresar la “Suave patria” de López Velarde, pues en ambos casos es enfática la idea de cantar —el jerezano en “épica sordina”— aquello que de íntimo y personal tienen los frutos de la cornucopia mexicana.
Como Pacheco y como Ramón, no me creo capaz de patriotismo abstracto y acaso he dado ya la vida—al vivir en y con ellos— por algunos lugares suyos, por cierta gente, por “los veneros del petróleo”, por “el santo olor de la panadería” y todo eso. No me creo un buen mexicano, sé que podría ser mejor, pero tampoco he dañado al país. Como tantos, he mentido, he ofendido innecesariamente, he desperdiciado tiempo y recursos, he hecho en suma mucho menos de lo que en potencia puedo hacer. A mí, como a Borges y a muchos, “mis padres me engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida”. Siento estarlos defraudando; a ellos y al país, pero tampoco me desgarro las vestiduras, pues, por otro lado, algo enseñé en las aulas por pagos generalmente módicos, he escrito palabras de reconocimiento y aliento para muchos colegas y no colegas, he compartido la felicidad del libro, he hablado y hablado para aclarar ideas en público y he creado ficciones cuyo propósito ha sido entretener y mostrar algunas facetas de la complejísima realidad. Digamos que si me pidieran un balance, mi fiel se ladearía un poco hacia el lado bueno, pues sin fariseísmo estúpido puedo afirmar que no he robado, dañado ni perpetrado todo eso que al acumularse ha colaborado en la enfermedad de nuestra alicaída patria.
Siempre he creído que ser mexicano es distinto pero no es menos valioso que ser keniano o francés, ruso o paraguayo. Fue un accidente que yo fuera mexicano, sí, así que eso no enardece mi nacionalismo, pero disfruto saber que gracias a eso tengo esta nacionalidad, hablo español (un idioma perfecto, bellísimo), puedo caminar (casi) libremente por costas, montañas, desiertos, selvas, cuidades coloniales, modernas, frías, cálidas. Por ser mexicano soy también lagunero y he convivido con una cocina estupenda, variada y económica. Gozo con nuestra música, con la conversación de la gente, con la lucha libre popular, con nuestra literatura, con nuestro arte todo. Me da gusto que lo mexicano tenga un toque de color, un timbre peculiar que lo distingue en cualquier parte. Me gusta ser mexicano, disfruto su espacio público, su ingenio para la picardía, su sentido de la amistad.
Por supuesto, también detesto sus vicios, los que todos conocemos, como la impunidad, la indiferencia política, el tráfico de influencias, el desdén ante las crueldades de la miseria, el cinismo de muchos servidores públicos que sólo sirven para el cinismo. Detesto la poca o nula sensibilidad de muchos de sus políticos (que darán el Grito hoy, increíble), la rapacidad de su más encumbrada casta empresarial, la ineficiencia de tantos servicios, el innoble papel de muchos medios, y en fin, tanto que casi se cae la cara de vergüenza.
A pregunta directa, respondí a algunos de mis compañeros de trabajo que desde el inicio de la propaganda bicentenaria me sentía un poco mal, es decir, que desde 2007 o 2008 quería que no llegara así la fecha de hoy. Un viscoso e indefinible sentimiento de pena me embarga ante la certeza de que estamos viviendo una efemérides mayúscula en medio de calamidades sin par en la historia de nuestra república. Siento una pena íntima e incomunicable, quizá una mezcolanza de tristeza, rabia e impotencia que me impide celebrar. Respeto la alegría de los demás, sus “gritos” nacionalistas. Yo, mientras tanto, apuraré el trago de esta noche casi oculto en la clandestinidad de mi pesadumbre. Serenamente orgulloso de lo que fuimos, contrito por lo que somos, confundido frente al futuro y vivando a México en silencio, en la solitaria bóveda del corazón, en “épica sordina”, precisamente.
Como Pacheco y como Ramón, no me creo capaz de patriotismo abstracto y acaso he dado ya la vida—al vivir en y con ellos— por algunos lugares suyos, por cierta gente, por “los veneros del petróleo”, por “el santo olor de la panadería” y todo eso. No me creo un buen mexicano, sé que podría ser mejor, pero tampoco he dañado al país. Como tantos, he mentido, he ofendido innecesariamente, he desperdiciado tiempo y recursos, he hecho en suma mucho menos de lo que en potencia puedo hacer. A mí, como a Borges y a muchos, “mis padres me engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida”. Siento estarlos defraudando; a ellos y al país, pero tampoco me desgarro las vestiduras, pues, por otro lado, algo enseñé en las aulas por pagos generalmente módicos, he escrito palabras de reconocimiento y aliento para muchos colegas y no colegas, he compartido la felicidad del libro, he hablado y hablado para aclarar ideas en público y he creado ficciones cuyo propósito ha sido entretener y mostrar algunas facetas de la complejísima realidad. Digamos que si me pidieran un balance, mi fiel se ladearía un poco hacia el lado bueno, pues sin fariseísmo estúpido puedo afirmar que no he robado, dañado ni perpetrado todo eso que al acumularse ha colaborado en la enfermedad de nuestra alicaída patria.
Siempre he creído que ser mexicano es distinto pero no es menos valioso que ser keniano o francés, ruso o paraguayo. Fue un accidente que yo fuera mexicano, sí, así que eso no enardece mi nacionalismo, pero disfruto saber que gracias a eso tengo esta nacionalidad, hablo español (un idioma perfecto, bellísimo), puedo caminar (casi) libremente por costas, montañas, desiertos, selvas, cuidades coloniales, modernas, frías, cálidas. Por ser mexicano soy también lagunero y he convivido con una cocina estupenda, variada y económica. Gozo con nuestra música, con la conversación de la gente, con la lucha libre popular, con nuestra literatura, con nuestro arte todo. Me da gusto que lo mexicano tenga un toque de color, un timbre peculiar que lo distingue en cualquier parte. Me gusta ser mexicano, disfruto su espacio público, su ingenio para la picardía, su sentido de la amistad.
Por supuesto, también detesto sus vicios, los que todos conocemos, como la impunidad, la indiferencia política, el tráfico de influencias, el desdén ante las crueldades de la miseria, el cinismo de muchos servidores públicos que sólo sirven para el cinismo. Detesto la poca o nula sensibilidad de muchos de sus políticos (que darán el Grito hoy, increíble), la rapacidad de su más encumbrada casta empresarial, la ineficiencia de tantos servicios, el innoble papel de muchos medios, y en fin, tanto que casi se cae la cara de vergüenza.
A pregunta directa, respondí a algunos de mis compañeros de trabajo que desde el inicio de la propaganda bicentenaria me sentía un poco mal, es decir, que desde 2007 o 2008 quería que no llegara así la fecha de hoy. Un viscoso e indefinible sentimiento de pena me embarga ante la certeza de que estamos viviendo una efemérides mayúscula en medio de calamidades sin par en la historia de nuestra república. Siento una pena íntima e incomunicable, quizá una mezcolanza de tristeza, rabia e impotencia que me impide celebrar. Respeto la alegría de los demás, sus “gritos” nacionalistas. Yo, mientras tanto, apuraré el trago de esta noche casi oculto en la clandestinidad de mi pesadumbre. Serenamente orgulloso de lo que fuimos, contrito por lo que somos, confundido frente al futuro y vivando a México en silencio, en la solitaria bóveda del corazón, en “épica sordina”, precisamente.