domingo, septiembre 19, 2010

Caos de la comida



Nomádica ha llegado en días recientes a su número 50. Lo ha hecho discretamente, sin celebrar nada aunque sea legítimo sentir orgullo por el aguante, más porque se trata de una publicación con contenidos ajenos a las temáticas más redituables del mercado informativo. Felicito a la tribu nomádica y aquí dejo “Caos de la comida”, mi colaboración de ese ejemplar:
El problema de salud pública que se cierne sobre México debido a la obesidad y las enfermedades que detona no está para atenderlo con demora. Autoridades del sector, con estadísticas en mano, han hecho énfasis en datos escalofriantes. Por ejemplo, que en el DF tres de cuatro camas de hospital hoy son usadas por enfermos con algún padecimiento vinculado a la obesidad. Los niños, sobre todo los niños, son las principales víctimas, y por supuesto que lo son debido a la muy desordenada dieta que tienen al alcance del estómago. Las mismas autoridades señalan que si no hay un correctivo radical, en diez años colapsará el sistema de salud en el país.
Más allá de los catastrofismos que sirven como alerta, creo que no llegaremos a tanto, pero es incuestionable: aquí hay un problema que ha escalado y seguirá haciéndolo porque de unos años a la fecha se alteró sustancialmente la dinámica alimenticia de los mexicanos. Como me lo hizo ver el doctor Rafael Acosta, en menos de dos décadas cambiamos el paradigma de la alimentación dentro del hogar. Pasamos, por definirlo de algún modo, de la comida preparada por la madre a la comida comprada por la madre. Parece lo mismo, pero no lo es. Además de que el mercado no había desarrollado tantos productos de comida facilista, en el esquema antiguo la madre participaba de las tareas del hogar al grado máximo, en todo y siempre con muy poco reconocimiento social, vale decir. Además del cuidado de la ropa, del aseo del hogar y en buena medida de la educación, la madre se encargaba de la alimentación: desde comprar el mandado hasta preparar la comida y administrar las raciones.
En tal dinámica, la comida que insumían las familias pasaba pues por las manos expertas de la madre. Los guisos eran en gran parte naturales, la verdura y la fruta era cortada y picada a mano, se bebía mucha agua de frutas naturales de temporada y como las familias eran en general más numerosas, la ingesta muy pocas veces era excesiva; además, como el entorno era menos peligroso, los niños jugaban al aire libre y quemaban calorías. Junto con eso, como bien me lo ha comentado el doctor Acosta, la madre no preguntaba a sus hijos qué querían comer; simplemente servía de acuerdo a sus pericias gastronómicas y al alcance del “chivo” que acercaba el macho proveedor.
Pero algo pasó con este modelo, y eso ocurrió en muy poco tiempo. Por supuesto que todo fenómeno social, y más si se trata de un cambio, obedece a múltiples factores. Uno de los que modificaron el paradigma de la madre al frente de la alimentación en el hogar fue la precaria situación económica que la obligó a trabajar y obtener una remuneración fuera de casa. Hay en esto, por supuesto, una necesidad legítima de liberación y desarrollo de sus capacidades, pero a su salida del hogar, por así decirlo, no se aparejó la incorporación del hombre ni de los hijos a las tareas caseras, de suerte que, entre otras necesidades, la del alimento quedó un poco al garete, a merced del azar y, sobre todo, del mercado que de inmediato aprovechó el vacío con un sinnúmero de productos y servicios supletorios. Tanto la comida chatarra de bajísima calaña como la llamada “rápida” que se disfraza de buena alcanzaron el estrellato. A la alimentación del hogar, al caldo de verduras y el arroz y los frijoles y el huevo y el picadillo y el agua de limón los sucedieron las pizzas, las hamburguesas, los pollos muy grasosos, las frituras, los pastelillos, los refrescos y las golosinas más artificiales, todo en cantidades desmesuradas.
Una imagen me sirve para ilustrar la afirmación y advertir en ella lo grave, lo terrible de la nueva realidad alimenticia de los mexicanos, lo que ha dado como resultado el famoso problema de la obesidad infantil. Para nadie mayor de cuarenta años es desconocida la costumbre, casi la institución, de la “vianda” (quizá muchos vimos a nuestros padres con ese aditamento), la comida que el trabajador llevaba a su espacio de labores en varios recipientes que abría a la hora de comer. Por supuesto, se trataba de un guiso o cualquier otro preparado hecho en casa, modesto, sano y rico. La vianda era uno de los rasgos distintivos, por ejemplo, del albañil, quien cargaba sus recipientes todos los días, siempre con comida elaborada en casa, muy modesta y con una carga especial de tortillas que luego calentaba en algún comal de improvisada lámina. Eso desapareció. Ahora, no sin alarma he visto que el desayuno y la comida de los albañiles es la más pragmática y aborrecible de todas, aunque también la más económica si pensamos que cuesta alrededor de quince pesos: se trata de un refresco y una o dos bolsas de frituras. Si llevamos estos hábitos al conjunto de la sociedad, concluiremos que la mala, la pésima alimentación nació cuando en el hogar ya no hubo un administrador que procurara, con imaginación y competencia de madre antigua, el sustento de la familia. El problema es, insisto, más complejo, pero el cambio de paradigma en las faenas alimenticias dentro del hogar ha sido una de las principales bases de la gravosa obesidad.